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– El mío también -reconoció Gao-.

Había llegado la hora de regresar.

Gao retomó el timón. El motor empezó a vibrar y a rechinar. Lo aceleró al máximo. El tubo de escape escupió un humo negro, pero el bote no se movió. El capitán Gao se rascó la cabeza y se volvió hacia su amigo como pidiendo disculpas. No alcanzaba a entender qué pasaba. El canal era estrecho, y no obstante, bastante profundo. Era imposible que la hélice, protegida por el timón, se hubiese atascado en el fondo. Quizá algo había quedado prendido, una red de pesca desgarrada o un cable suelto. Lo primero era poco probable, pues el canal era demasiado angosto para que los pescadores lanzaran sus redes; pero si el problema se debía a un cable, sería difícil desenredarlo para liberar la hélice.

Gao apagó el motor y dio un salto hasta la orilla. Tampoco consiguió situar el problema, por lo que empezó a sondear el agua turbia con un largo palo de bambú que acababa de comprar a su mujer para colgar la ropa en el balcón. Al cabo de unos minutos, dio con algo cerca de la quilla. Parecía un objeto blando, más bien grande y pesado.

Gao se quitó el pantalón y la camisa, y entró en el agua. No le costó dar con el bulto, pero tardó varios minutos en arrastrarlo por el agua y llevarlo hasta la orilla. Era una bolsa grande de plástico negro. Estaba cerrada con una cuerda. Gao desató el nudo con cierta cautela y se inclinó para mirar en el interior.

– ¡Diablos! -maldijo-.

– ¿Qué pasa?

– Mira esto. ¡Pelo!

Liu se inclinó y se quedó de piedra. Era el pelo de una mujer muerta y desnuda. Con ayuda de Liu, Gao sacó el cuerpo de la bolsa y lo pusieron boca arriba sobre la tierra.

La mujer no podía llevar demasiado tiempo en el agua. Su rostro, aunque ligeramente hinchado, era joven y agradable. Unas briznas verdes de junco se habían enredado en su mata de pelo oscuro. El cuerpo era de un blanco fantasmal, con los pechos fláccidos y las piernas fornidas. El negro vello púbico estaba mojado.

Gao volvió rápidamente al bote, sacó una manta vieja y la lanzó sobre el cadáver. Fue lo único que atinó a hacer en ese momento. Luego rompió el palo de bambú en dos trozos. Era una lástima, pero ahora traería mala suerte. No soportaba la idea de que su mujer lo usara todos los días para tender la ropa.

– ¿Qué haremos? -preguntó Liu-.

– No podemos hacer nada. No toques nada. Hay que dejar el cuerpo así hasta que venga la policía.

Gao sacó su teléfono móvil. Vaciló antes de marcar el número de la policía de Shanghai. Tendría que redactar un informe y relatar cómo había encontrado el cuerpo, pero ante todo, tendría que explicar qué hacía él allí a esa hora del día y con Liu a bordo. Se suponía que estaba de turno, cuando, en realidad, había salido a divertirse con un amigo mientras pescaban y bebían. Con todo, decidió que contaría la verdad. No le quedaba otra alternativa. Marcó el número.

– Inspector Yu Guangming, de la brigada de asuntos especiales -contestó una voz-.

– Soy el capitán Gao Ziling, del Vanguardia, Departamento de Seguridad Fluvial de Shanghai. Quiero informar de un homicidio. Se ha encontrado un cuerpo en el canal Baili. El cuerpo de una mujer joven.

– ¿Dónde está el canal Baili?

– Al oeste de Qingpu, pasada la papelera número dos de Shanghai, a unos once o doce kilómetros.

– Espere un momento -dijo el inspector Yu-. Déjeme ver si hay alguien disponible.

El capitán Gao se iba poniendo cada vez más nervioso a medida que se prolongaba el silencio al otro lado del teléfono.

– Nos han informado de otro asesinato después de las cuatro y media -dijo finalmente el inspector Yu-Todo el mundo está fuera/incluso el inspector jefe Chen, pero iré yo. Supongo que usted sabrá lo suficiente para no meter la pata. Espéreme ahí.

Gao miró su reloj. El inspector tardaría al menos dos horas en llegar, sin contar el tiempo que tendría que pasar con él después. Luego los requerirían como testigos, y entonces era probable que tuvieran que ir a la comisaría para declarar.

El tiempo era muy agradable y la temperatura suave. Las nubes se desplazaban perezosamente por el cielo. Gao vio un sapo oscuro que saltaba dentro de una grieta entre las rocas. Su lomo gris resaltaba sobre el color blanco hueso de la piedra. Un sapo también podía ser un bicho de mal agüero. Gao volvió a escupir. Había perdido la cuenta de las veces que lo había hecho.

Suponiendo que consiguieran llegar a casa para la cena, los peces llevarían horas muertos. Era un detalle importante a la hora de preparar una sopa.

– Lo siento mucho -se disculpó Gao-. Debería haber elegido otro lugar.

– Como afirma nuestro antiguo sabio: «Ocho o nueve veces de cada diez, las cosas de este mundo saldrán mal» – respondió Liu con renovada ecuanimidad-. Nadie tiene la culpa.

Mientras volvía a escupir, Gao observó los pies de la mujer muerta que asomaban fuera de la manta. Unos pies blancos y hermosos, con las plantas arqueadas, los dedos bien formados y las uñas pintadas de rojo.

Entonces se fijo en los ojos vidriosos de una carpa muerta que flotaba en el cubo. Por un instante, tuvo la sensación de que el pez lo miraba impasible. Su vientre era de un blanco espectral y estaba hinchado.

– Nunca olvidaremos el día en que volvimos a encontrarnos -dijo Liu-.

CAPÍTULO 2

A las cuatro y media de aquel día el inspector jefe Chen Cao, responsable de la brigada de asuntos especiales de la División de Homicidios del Departamento de Policía de Shanghai, no sabía nada del caso.

Era un viernes por la tarde y hacía un calor sofocante. De vez en cuando él oía cantar a las cigarras en un álamo frente a la ventana de su flamante piso de una habitación, en la primera planta de un edificio de ladrillos grises. Desde su ventana divisaba el denso tráfico que avanzaba lento por la calle Huaihai, aunque lo suficientemente lejos para evitar el ruido. El edificio estaba bien situado, cerca del centro del barrio de Luwan. A pie, tardaba menos de veinte minutos en llegar a la calle Nanjing, al norte, o al templo del dios protector de la ciudad, al sur, y en las claras noches de verano podía oler la brisa penetrante que llegaba desde las riberas del Huangpu.

El inspector jefe Chen tendría que haberse quedado en el despacho, pero se encontraba solo en su piso, ocupado en la solución de un problema. Recostado en un sofá de cuero, con las piernas estiradas sobre una silla giratoria de color gris, estudiaba una lista escrita en la primera página de una pequeña libreta. Garabateó unas cuantas palabras, las tachó y se puso a mirar por la ventana. Bajo la luz de la tarde, observó cómo una enorme grúa se recortaba contra el perfil de una obra, a una manzana de distancia. El bloque de pisos aún no estaba terminado.

El problema al que se enfrentaba el inspector jefe, a quien acababan de asignarle un piso, era su fiesta de inauguración. Conseguir un piso nuevo en Shanghai era una ocasión digna de celebrar. Él mismo estaba encantado. Presa de un impulso repentino, había enviado las invitaciones, y ahora se preguntaba cómo entretener a sus invitados. Como le había advertido su amigo Lu, alias Chino de ultramar, no bastaría con preparar una simple cena. Un acontecimiento como ése merecía un banquete especial.

Volvió a repasar la lista de invitados. Wang Feng, Lu Tonghao y su mujer Ruru, Zhou Kejia y su mujer Liping. Los Zhou ya habían llamado para avisar que tal vez no irían, porque debían asistir a una reunión en la Universidad Normal del Este de China. Aun así, más le valía estar preparado para dar de comer a todos.

Sonó el teléfono, instalado sobre el archivador. Se acercó y cogió el auricular.

– ¿Diga? Soy Chen.

– Felicidades, camarada inspector jefe Chen -dijo Lu-. Mmmh, desde aquí huelo los aromas exquisitos de tu nueva cocina.

– Espero que no llames para decir que vas a llegar tarde, Chino de ultramar. Sabes que cuento contigo.