Выбрать главу

– Por supuesto que vamos. Sólo que al pollo del mendigo todavía le quedan unos minutos en el horno. Te garantizo que comerás el mejor pollo de Shanghai. Cocinado únicamente con agujas de pino de las Montañas Amarillas. Ya verás qué sabor tan especial. No te preocupes, por nada del mundo nos perderíamos la fiesta de inauguración de tu piso. Eres un tipo con mucha suerte.

– Gracias.

– No te olvides de poner unas cuantas cervezas en la nevera, y los vasos también. Notarás la diferencia.

– Ya he puesto media docena de botellas Qingdao y Bud, y no pondré a calentar el vino de arroz Shaoxing hasta que lleguéis. ¿Te parece bien?

– Pues ahora puedes considerarte casi un gourmet. Tal vez lo seas. Desde luego, no se puede negar que aprendes rápido.

Típico de Lu. Al otro lado del teléfono, Chen percibía en la voz de su amigo el entusiasmo que se apoderaba de él cuando había una cena de por medio. Nunca hablaba más de unos minutos sin que llevara la conversación a su tema predilecto, la comida.

– Con el Chino de ultramar como maestro, algo tenía que hacer.

– Esta noche, después de la fiesta, te daré una nueva receta -anunció Lu-. ¡Qué suerte, camarada inspector jefe! Tus grandes ancestros habrán quemado varas de incienso al dios de la Fortuna, y también al de la Cocina.

– La verdad es que mi madre lleva tiempo quemando incienso, pero no sé a qué dios en particular.

– Yo sí lo sé, a Guanyin. Recuerdo que en una ocasión la vi postrarse ante una estatua de tierra cocida. Habrá sido hace más de diez años, y se lo pregunté.

Según Lu, el inspector jefe Chen había caído bien en el regazo de la Fortuna, bien de cualquier otro dios de la mitología china que trajera suerte. Al contrario de la mayoría de los de su generación, y a pesar de ser un "joven instruido" que había terminado sus estudios en el instituto, a Chen no lo enviaron al campo a comienzos de los años setenta "para ser reeducado por los campesinos pobres y de clase media-baja". En su condición de hijo único, le permitieron quedarse en la ciudad, y él se dedicó a estudiar inglés por su cuenta. Al acabar la Revolución Cultural, Chen ingresó en el Instituto de Lenguas Extranjeras de Beijing con una muy buena nota en inglés en el examen de selección, para después conseguir un empleo en el Departamento de Policía de Shanghai. Y ahora, una prueba más de su suerte: en una ciudad superpoblada como Shanghai, con más de trece millones de habitantes, la escasez de vivienda era un problema grave. Sin embargo, le habían asignado un piso privado.

El problema de la vivienda en Shanghai tenía una larga historia. Durante la dinastía Ming, Shanghai no era más que una pequeña aldea de pescadores. Con el tiempo, se había convertido en una de las ciudades más prósperas del Lejano Oriente: empresas e industrias extranjeras brotaban como retoños de bambú después de una lluvia de primavera; y, como consecuencia, llegaba gente de todas partes. Bajo el dominio de los señores de la guerra en el norte y de los gobiernos nacionalistas, la vivienda no logró crecer al mismo ritmo que la población. Con la llegada de los comunistas al poder en 1949, la situación cobró un giro inesperado: el Presidente Mao fomentó las familias numerosas, llegando incluso a ofrecer ayudas alimentarias y guarderías gratuitas. Las consecuencias no tardaron en volverse desastrosas. Por aquel entonces, se obligaba a dos o tres generaciones de una misma familia a compartir una sola habitación de doce metros cuadrados. La vivienda pronto se convirtió en un problema candente para las "unidades laborales" del pueblo (es decir, empresas, oficinas, colegios, hospitales o comisarías de policía) que administraban una cuota anual de viviendas asignadas por las autoridades municipales y se encargaban de decidir a qué empleados se asignaban los pisos. La satisfacción de Chen se debía, en parte, a que había obtenido el piso gracias a la intervención especial de su unidad laboral.

Mientras preparaba el ágape y cortaba unos tomates para la guarnición, Chen recordó la canción que entonaban bajo el retrato del Presidente Mao en la escuela primaria, una canción que había sido muy popular en los años sesenta: La bondad del Partido me alegra el corazón. En su piso, en cambio, no había ningún retrato del Presidente Mao.

No era un piso lujoso. No tenía una cocina de verdad, sólo un pasillo estrecho con un par de fogones en un rincón y un pequeño armario fijado a la pared. Tampoco contaba con un auténtico cuarto de baño: un cubículo que daba justo para un retrete y una placa de cemento con una ducha de acero inoxidable. Por supuesto, nada de agua caliente. Ahora bien, había un balcón que podía servir de trastero para guardar baúles de mimbre, paraguas viejos y escupideras de cobre oxidadas, o cualquier cosa que no se pudiera dejar en la sala. Pero él no tenía ese tipo de objetos, de modo que en el balcón había puesto una silla plegable de plástico y un par de estanterías.

Le parecía que el piso se adecuaba a sus necesidades.

En el trabajo algunos se habían quejado de sus privilegios. Para quienes habían cumplido más años de servicio o tenían familias numerosas y seguían en la lista de espera, la reciente asignación de aquel piso al inspector jefe Chen era otra muestra de la injusta política de renovación de cuadros, y él lo sabía. Pero decidió no pensar en lo ingratas que eran esas protestas. Debía concentrarse en el menú de esa noche.

No tenía demasiada experiencia en preparar fiestas. Con un libro de cocina en la mano, se limitó a las recetas del capítulo Preparación fácil, pero hasta ésas exigían un tiempo considerable. No obstante, plato tras plato fueron apareciendo vistosamente en la mesa, lo que provocó que la sala se llenase de una agradable mezcla de aromas.

Hacia las seis menos diez ya había terminado. Se frotó las manos, bastante satisfecho con los resultados de su trabajo. Como platos principales, había callos en un lecho de verde napa, delgadas lonchas de carpa sobre unas finas hojas de/icai y gambas peladas al vapor con salsa de tomate. También había una bandeja de anguilas con puerros y jengibre que había encargado a un restaurante. Abrió una lata Meiling de cerdo al vapor y le añadió verduras para dejar preparado un plato más. Al lado puso una bandeja pequeña con rodajas de tomate y otra con pepinos. Cuando llegaran los invitados, haría una sopa con el caldo del cerdo en conserva y pepinillos.

Estaba buscando una olla para calentar el vino Shaoxing cuando sonó el timbre.

La primera en llegar fue Wang Feng, joven reportera del Wenhui, uno de los periódicos más influyentes del país. Atractiva, joven e inteligente, poseía todas las cualidades de una periodista de éxito. En ese momento no llevaba su maletín de cuero negro, sólo traía una enorme tarta de nueces.

– ¡Felicidades, inspector jefe Chen! -dijo-. Tienes un piso muy espacioso.

– Gracias -respondió Chen y le cogió la tarta-.

La invitó a conocer el interior en una breve visita de cinco minutos. Daba la impresión de que a Wang le agradaba el piso. Miró por todas partes, abrió las puertas de los armarios, entró en el cuarto de baño y se apoyó en la punta de los pies para tocar la tubería y la alcachofa de la ducha.

– ¡Y además tienes cuarto de baño!

– Ya ves, como todos los habitantes de Shanghai siempre he soñado con tener un piso en este barrio -comentó Chen y le ofreció una copa de vino espumoso-.

– Hay una vista maravillosa desde la ventana -prosiguió ella-. Parece un cuadro.

Wang se había apoyado en el marco recién pintado de la ventana, con los pies cruzados y una copa en la mano.

– Tú eres quien la convierte en un cuadro.

A la luz del atardecer que se filtraba entre las persianas de plástico, la tez de Wang parecía una porcelana de tonos mates. Tenía ojos claros y almendrados, lo "bastante alargados como para darle ese aire distinto. El pelo negro le caía por la espalda como una cascada. Vestía una camiseta blanca y una falda plisada, con un cinturón ancho de piel de cocodrilo que ceñía su cintura de "avispa emancipada" y que le realzaba los pechos.