Pero fue en el último año del instituto cuando ocurrió algo que los unió. A principios de los años setenta se produjo un giro radical en la Revolución Cultural cuando el Presidente Mao llegó a considerar a los guardias rojos, que antes veía como sus apasionados seguidores, un obstáculo para sus designios de consolidación del poder. Mao dijo que era necesario que los guardias rojos, por entonces llamados "jóvenes instruidos", viajaran al campo para ser «reeducados por los campesinos pobres y de clase media baja», de modo que los jóvenes se alejaran de la ciudad y no crearan problemas. Se llevó a cabo una campaña nacional anunciada a bombo y platillo en todas partes. En su ingenua respuesta a los dictados de Mao, millones de jóvenes se desplazaron a las provincias de Anhui, Jiangxi y Helongjiang, al interior de Mongolia, a la frontera norte y sur…
Yu Guangming y Ping Peiqin, aunque demasiado jóvenes para ser guardias rojos, fueron catalogados como "jóvenes instruidos", pese a su escasa educación basada en del Libro rojo como único libro de texto. Tuvieron que dejar Shanghai para «recibir una educación en el campo». Fueron destinados a una granja del ejército en la provincia de Yunan, en la frontera sur de China con Birmania.
El día antes de que Peiqin dejara su hogar, su madre fue a ver a los padres de Yu. Esa noche las dos familias tuvieron una larga conversación. A la mañana siguiente, Peiqin fue a casa de Yu, y su hermano, por aquel entonces conductor de camiones en la Fundición Número Uno de Shanghai, los llevó a los dos a la estación de tren del Norte. Sentados uno frente al otro en el camión, aferrados a sus maletas, sus únicas posesiones, miraban a la muchedumbre alborozada y cantaban unas citas del Presidente Mao: «Vamos al campo, vamos a la frontera, vamos donde nuestra patria más nos necesita…»
Yu supuso que era una especie de matrimonio concertado, pero lo aceptó sin pensar demasiado en ello. Los padres querían que aquellos dos jóvenes de dieciséis años, enviados a miles de kilómetros de distancia, cuidaran el uno del otro, y Peiqin se había convertido en una chica bella y delgada, casi tan alta como él. Se sentaron tímidamente uno junto al otro en el tren, y se cuidaron mutuamente. No tenían otra alternativa.
La granja del ejército estaba situada en una región lejana llamada Jinghong Xishuangbanna, en lo más profundo de la provincia de Yunan. La mayoría de los campesinos pobres y de clase media baja pertenecían a la minoría thai. Hablaban su propia lengua y mantenían sus propias tradiciones culturales. Para evitar el contacto con la tierra fría y húmeda, resultado de las frecuentes lluvias tropicales, los thai vivían en refugios de bambú construidos a cierta altura del suelo sobre sólidos pilotes, y encerraban a los cerdos y aves de corral en la parte inferior. Los jóvenes instruidos, en cambio, se alojaban en los barracones húmedos y mal ventilados del ejército. Era imposible que fueran reeducados por los thai. Aprendieron unas cuantas cosas, aunque no las que hubiera deseado el Presidente Mao, como la tradición thai del amor romántico. El día quince del cuarto mes del calendario lunar chino se celebraba la Fiesta del Agua, que supuestamente borraba la suciedad, la muerte y los demonios del año anterior, pero también era el día en que las chicas thai declaraban su afecto vertiendo agua sobre su elegido. Después, por la noche, el elegido iba a cantar y a bailar bajo su ventana. Si ella abría la puerta, él sería su compañero en la cama esa noche.
Al llegar Yu y Peiqin se sintieron escandalizados, pero aprendieron rápido. No había otra elección, y durante esos años se necesitaron mutuamente. No había películas, ni biblioteca, ni restaurantes. Ningún tipo de distracción. Al final de las largas jornadas de trabajo, sólo se tenían el uno al otro, y las noches eran igualmente largas. Como muchos jóvenes instruidos, comenzaron a vivir juntos. No se casaron, no porque no se hubieran cobrado mutuo afecto, sino porque mientras fueran solteros, todavía existía la posibilidad de que los trasladasen a Shanghai. Según las directrices del gobierno, los jóvenes instruidos, una vez casados, tenían que establecerse en el campo. Echaban de menos Shanghai.
El final de la Revolución Cultural volvió a cambiarlo todo y pudieron regresar a sus hogares. El movimiento de los jóvenes instruidos enviados al campo se interrumpió, sin que fuera oficialmente censurado. Al volver a Shanghai, se casaron. Tras la jubilación temprana de su padre, Yu "heredó" el empleo de policía, y a Peiqin le asignaron el empleo de contable en el restaurante. No era lo que ella quería, pero resultó ser un trabajo bastante lucrativo. Un año después del nacimiento de su hijo Qinqin, su matrimonio se había convertido en una rutina sin sobresaltos. Yu no podía quejarse, pero a veces no podía evitar la añoranza de aquellos años en
Yunan. Los sueños de volver a Shanghai, conseguir un empleo en una empresa estatal, empezar una carrera nueva, tener una familia…, llevar una vida diferente. Ahora había llegado a una edad en la que ya no podía darse el lujo de tener sueños poco prácticos. Era probable que siguiera siendo un agente toda la vida, y aunque no quería renunciar a nada, cada vez era más realista.
El hecho era que, con su educación limitada y sus escasas relaciones, el inspector Yu no estaba en condiciones de soñar con un futuro prometedor en el cuerpo de policía. Su padre había servido veintiséis años, pero había acabado como agente. Seguramente, era la suerte que le esperaba a él. En sus días, el Viejo cazador al menos había participado del orgullo de pertenecer a la "dictadura del proletariado". En los años noventa aquella expresión había desaparecido de la prensa. Yu no era más que un "poli" del montón que ganaba un sueldo mínimo y apenas se lo tenía en cuenta en el Departamento. Aquel caso sólo servía para poner de relieve su insignificancia.
– Guangming.
Despertó de su ensoñación. Era Peiqin, que había vuelto sola.
– ¿Dónde está Qinqin?
– Se está divirtiendo en la sala de juegos electrónicos. No vendrá a buscarnos hasta que se haya gastado todas sus monedas.
– Mejor para él -respondió-. No hay de qué preocuparse.
– Algo te está dando vueltas por la cabeza -se sentó en la saliente de una roca a su lado-.
– No, no es nada. Sólo pensaba en los años que vivimos en Yunan.
– ¿A causa del jardín?
– Sí -dijo él-. ¿Recuerdas que a Xishuangbanna también le llamaban jardín?
– Sí, pero eso no tienes por qué recordármelo, Guangming. He sido tu mujer todos estos años. Hay algo en el trabajo que va mal, ¿no? -inquirió Peiqin-. No debería haberte pedido que vinieras aquí.
– No tiene importancia -le acarició el pelo-.
Ella guardó silencio un momento.
– ¿Tienes algún problema?
– Un caso difícil, no es nada -la tranquilizó-. Tan sólo estoy preocupado.
– Eres muy hábil cuando se trata de solucionar casos difíciles. Todos lo dicen.
– No lo sé.
Peiqin le cubrió la mano con las suyas.
– Ya sé que no debería decir esto, pero me da igual. Si no estás contento haciendo lo que haces, ¿por qué no renuncias?
Él se quedó mirándola con cara de sorpresa. Ella no desvió la mirada.
– Sí, pero… -Yu no sabía qué decir-.
Sin embargo, presentía que sus palabras darían para largas reflexiones.
– ¿No habéis avanzado con el caso? -preguntó ella para cambiar de tema-.
– No demasiado.
Yu le había hablado del caso Guan, aunque rara vez comentaba su trabajo en casa. Perseguir a delincuentes podía ser difícil y peligroso. No tenía sentido tratar esos asuntos en familia. Además, Chen había insistido en lo delicado del caso. No era una cuestión de confianza sino de profesionalidad, pero él se sentía demasiado frustrado.