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Cuando salió de la casa de la profesora Xie, la emoción inicial que había sentido con esa nueva pista empezó a desvanecerse. No era sólo porque el viaje de Xie Rong a Ghuangzhou, sin dejar dirección, hiciese más difícil la investigación, sino porque la charla con la profesora jubilada lo había deprimido. China estaba cambiando rápidamente, pero ahora que a los intelectuales se los consideraba "los más pobres y más tontos", la situación era inquietante.

Wei Hong vivía en la calle Hetian, número 60, en un nuevo bloque de pisos. Tocó el timbre varias veces, pero nadie contestó. Finalmente, llamó con el puño. Abrió una mujer de edad y le lanzó una mirada desconfiada.

– ¿Qué pasa?

Él la reconoció de inmediato por la foto.

– Usted debe de ser la camarada Wei Hong. Soy Chen Cao -dijo y le enseñó su identificación-, del Departamento de Policía de Shanghai.

– Lao Hua, es un agente de policía -Wei se giró y llamó en voz alta hacia la habitación antes de dejarlo entrar-. Pase.

La sala estaba abarrotada de objetos, aunque no desordenada. A Chen no le sorprendió ver una cocina portátil de gas junto a la entrada. Era el mismo sistema que había visto en la habitación de Qian Yizhi en la vivienda comunitaria. Una olla hervía al fuego. Apareció un anciano de pelo blanco que acababa de levantarse de un sofá de cuero nacarino. En la mesilla de café frente a él, había un solitario a medio terminar.

– ¿En qué podemos ayudar al camarada inspector jefe? -dijo el anciano mirando la credencial que le había pasado Chen-.

– Siento mucho molestarles en su casa, pero tengo que hacerles unas cuantas preguntas.

– ¿A nosotros?

– No es por ustedes, sino por alguien que conocían.

– Sí, adelante.

– Ustedes viajaron a las Montañas Amarillas hace varios meses, ¿correcto?

– Sí, así es -dijo Wei-. A mi marido y a mí nos gusta viajar.

– ¿Es ésta una de las fotos que tomaron en las montañas? -preguntó Chen sacando la Polaroid de su maletín-¿ En octubre para ser exactos?

– Sí -dijo Wei, adivinándose en su tono una ligera crispación-, soy capaz de reconocerme en una foto.

– Ahora, dígame, ¿y este nombre aquí en el dorso? -giró la foto-. ¿Quién es Zhaodi?

– Es una muchacha que conocimos durante el viaje. Nos tomó algunas fotos.

Chen sacó una foto de Guan haciendo una presentación en una importante reunión del Partido en el Gran Salón del Pueblo.

– ¿Esta mujer es Zhaodi?

– Sí, es ella, aunque parece cambiada con esa ropa tan distinta. ¿Qué ha hecho? -preguntó Wei con cara de perplejidad cuando lo vio sacar su bolígrafo y su libreta-. Cuando nos despedimos en las montañas, nos prometió que nos llamaría, pero nunca lo hizo.

– Ha muerto.

– ¿Qué?

La expresión de asombro de la anciana era auténtica.

– Y se llama Guan Hongying.

– ¿Sí? -terció Hua-. ¿La trabajadora modelo de rango nacional?

– Pero ese xiansheng que estaba con ella la llamaba Zhaodi.

¡Cómo! -exclamó sorprendido Chen-.

Xiansheng, un vocablo redescubierto en los años noventa, era una palabra ambigua con la que se nombraba a un marido, a un amante o a un amigo. Cualquiera sea su significado en el caso de Guan, era una confirmación de que estaba acompañada durante su estancia en las montañas.

– ¿Quiere decir su amigo o marido? -prosiguió Chen-.

– No lo sabemos -dijo Wei-.

– Viajaban juntos -expuso Hua-y compartían la habitación de hotel.

– Entonces, ¿estaban registrados como pareja?

– Creo que sí. Si no, no habrían podido compartir la habitación.

– ¿Ella lo presentó como su marido?

– Bueno, dijo algo así como «Éste es mi hombre». La gente no se presenta formalmente en la montaña.

– ¿Notaron algo sospechoso en su relación?

– ¿A qué se refiere?

– No estaban casados.

– Lo siento, no notamos nada -dijo Wei-. No tenemos la costumbre de espiar a la gente.

– Venga, Wei -reprochó Hua-, el inspector jefe sólo está cumpliendo con su deber.

– Gracias -dijo él-. ¿Saben cómo se llamaba ese hombre?

– No nos presentamos formalmente, pero creo que ella lo llamaba Pequeño Tigre. Quizá era su apodo.

– ¿Me lo pueden describir?

– Alto, bien vestido. Tenía una cámara de fotos de importación muy bonita.

– No hablaba mucho, pero era muy considerado con nosotros.

– ¿Con algún tipo de acento?

– Pekinés.

– ¿Pueden darme una descripción detallada de cómo era?

– Lo siento, eso es lo único que podemos… -dijo Wei y enseguida calló-. El gas.

– ¿Qué?

– Se está acabando el gas.

– La bombona de gas -aclaró Hua-. Somos demasiado viejos para reemplazarla.

– A nuestro único hijo lo acusaron de derechista durante la Revolución Cultural y lo condenaron a un campo de trabajo en Qinghai -explicó Wei-. Ahora está rehabilitado, pero ha decidido quedarse allá con su propia familia.

– Lo siento, a mi padre también lo encarcelaron durante esos años. Es un desastre nacional -dijo Chen, preguntándose si él era alguien para pedir disculpas por el Partido, aunque entendía la animosidad de la pareja de ancianos-. Por cierto, ¿dónde está el depósito de bombonas?

– A dos manzanas de aquí.

– ¿Tienen un carrito?

– Sí, tenemos uno. ¿Por qué lo pregunta?

– Si me dejan, iré a buscarles una bombona nueva.

– No gracias, nuestro sobrino vendrá mañana. Usted ha venido a interrogarnos, camarada inspector jefe.

– Pero también les puedo ayudar en algo. No hay ninguna regla que lo prohiba.

– De todas maneras, no, gracias -repuso Wei-.

– ¿Quiere preguntarnos algo más? -añadió Hua-.

– No, si eso es lo único que pueden recordar, no tenemos más que hablar. Les agradezco toda su información.

– Lo siento, no le hemos ayudado demasiado. Si hay alguna pregunta…

Ya volveré a visitarlos -dijo él-.

En la calle, el inspector jefe Chen sólo podía pensar en el hombre que había acompañado a Guan en las montañas. El hombre tenía un claro acento pekinés, igual que el hombre del que le había hablado tío Bao. Alto, educado y elegante. ¿ Sería acaso el mismo que vio la vecina de Guan en el pasillo? En las montañas, llevaba una cámara fotográfica cara. Había muchas fotos de buena calidad en el álbum de Guan.

El inspector jefe Chen ya no podía esperar más. En lugar de volver a su despacho, se dirigió a la sede de la Compañía Tele fónica de Shanghai. Por suerte, en su maletín tenía hojas con el membrete oficial. En un momento, redactó una presentación.

– Es un placer conocerlo, camarada inspector jefe -dijo un funcionario de unos cincuenta años-. Me llamo Jia, pero puede llamarme Lao Jia.

– Espero que baste -le enseñó su placa y la carta de presentación-.

– Sí, totalmente suficiente -Jia se mostró colaborador y tecleó inmediatamente los números en el ordenado-r.

– El nombre del abonado es… Wu Bing.

– ¿Wu Bing?

– Sí, los números que empiezan con 867 corresponden al barrio de Jinan, que… -el funcionario se había puesto nervioso- es el barrio residencial de los cuadros superiores, ya sabe.

– ¡Ah!, Wu Bing. Ahora entiendo.

Wu Bing, el Ministro de Propaganda, llevaba años ingresado en el hospital. Estaba fuera de toda sospecha, pero alguien de su familia… Chen dio las gracias a Jia y salió a toda prisa. Encontrar información sobre la familia de Wu no fue difícil. Chen tenía un buen contacto en el Archivo de Shanghai, donde existía un expediente sobre cada uno de los cuadros superiores y sus familias. Había conocido al camarada Song Longxiang durante su primer año en el cuerpo de policía. Marcó su número desde una cabina telefónica. Song ni siquiera preguntó por qué Chen quería la información.