– Aun así, las cosas aquí están mejorando -dijo Chen, que se sentía obligado a decir algo-.
– A este paso tan lento,, en veinte años podré escribir lo que quiera, cuando esté vieja y canosa.
– No, no lo creo -Chen quería decirle que ella nunca sería vieja ni tendría canas, no para él, pero prefirió guardar silencio-.
– Tú eres diferente, Chen -dijo Wang-. Tú sí que puedes hacer algo aquí.
– Gracias por decírmelo.
– Te han propuesto para asistir al seminario del Instituto Central del Partido, y puedes llegar muy lejos en China. No creo que yo pueda serte de gran ayuda aquí…, para tu carrera, quiero decir -añadió al cabo de un momento-, e incluso peor…
– Lo fundamental es… -prosiguió con voz pausada- que te marchas a Japón.
– Sí, me marcho, pero pasará algún tiempo, por lo menos un par de meses, antes de que pueda conseguir el pasaporte y el visado, y estaremos j untos… como esta noche -Wang levantó la cabeza y se llevó una mano al hombro desnudo con un gesto ligero, como si fuera a quitarse una de las tiras-. Algún día, cuando ya no estés interesado en tu carrera política aquí, quizá puedas reunirte conmigo allá.
Él se giró para mirar por la ventana. La calle a esa hora había cobrado vida con una multitud de paraguas de colores. La gente iba de un lado a otro y, quizá, también hacia diferentes destinos. Él creía que el matrimonio de Wang era un fracaso. Nadie podría destrozarlo, a menos que ya estuviera deshecho. En este caso la prueba era que el hombre había abandonado a su mujer, pero ella aún quería reunirse con ese hombre, y no con él.
Esa noche no se parecía en nada a lo que él esperaba, y tal vez, todo duraría un par de meses más.
El padre de Chen, un prestigioso profesor de neoconfucianismo, había enseñado a su hijo todas las doctrinas éticas. No había sido un esfuerzo inútil, y él no había sido miembro del Partido durante todos esos años por nada. Wang era la mujer de otro hombre, seguiría siéndolo. Eso lo decía todo. Había un límite que no podía franquear.
– Dado que vas a reunirte con tu marido -se giró para mirarla-, no creo que sea buena idea que nos sigamos viéndonos…, de esta manera, quiero decir. Seguiremos siendo amigos, eso sí. En cuanto a lo que me pides, haré todo lo que pueda.
Ella parecía atónita. Sin decir palabra, apretó los puños y luego ocultó la cara entre las manos. Él sacó con un gesto brusco un cigarrillo de su paquete y lo encendió.
– No es fácil para mí -murmuró Wang-, y no sólo para mí.
– Te entiendo.
– No, no me entiendes. He pensado en ello. No es justo…, para ti.
– No lo sé -dijo él-, pero haré todo lo posible por conseguirte el pasaporte -insistió-. Te lo prometo.
Era lo único que se le ocurría decir.
– Sé lo mucho que te debo.
– ¿Para qué están los amigos? -dijo, como si un invisible disco de frases hechas comenzase a sonar en su cerebro-.
– Entonces, me voy.
– Sí, es tarde. Te llamaré un taxi.
Ella levantó la cara, y en sus ojos asomó el destello de las lágrimas. Su palidez acentuaba sus rasgos. ¿Era aún más bella en ese momento? Wang se inclinó para ponerse los zapatos. Se miraron sin hablarse. Al cabo de un rato, llegó el taxi. Oyeron cómo sonaba el claxon bajo la lluvia. Él insistió en dejarle su impermeable, un impermeable negro de policía, una prenda sin forma con una capucha fantasmal.
Wang se detuvo al llegar a la puerta y se giró hacia él, con la cara semioculta por la capucha. Chen no le veía los ojos. Luego desapareció. Wang era casi de su misma altura, habrían podido confundirla con él por esa prenda negra de policía. Chen se quedó mirando la figura alta, envuelta en un capote, que se perdía en la niebla bajo la lluvia.
Chen empezó a silbar y abrió el cajón superior de su armario de archivos. Ni siquiera había tenido oportunidad de sacar las perlas, que bajo aquella luz despedían un bello fulgor. Zhang Ji, un poeta de la dinastía Tang, había escrito un célebre dístico:
«Devuelvo tus lustrosas perlas con lágrimas en los ojos,
Señor, debí conocerte antes de casarme.»
Según algunos críticos, el poema se refería a un episodio en el que Zhang había declinado los favores del Primer Ministro Li Yuan, durante el reinado del emperador Dezhong, a principios del siglo VIII. Por lo tanto, había una analogía política. "No hay más que una interpretación", pensó Chen y se frotó la nariz. No le gustaba su decisión. Ella se había expresado con toda claridad. Podría haber sido la primera noche que él anhelaba, y habrían venido otras sin contraer ningún tipo de obligación, pero había dicho que no. Quizá nunca podría explicar su reacción de manera razonada, ni siquiera a sí mismo.
El timbre de una bicicleta se derramó sobre el silencio de la noche. Podía aplicar la lógica a la vida de otras personas, aunque no a la suya. ¿Era posible que en su decisión hubiera influido el informe que había escuchado por la tarde? En su subconsciente pugnaba por aflorar un paralelismo. Recordó la decisión de Guan de entregarse a Lai antes de separarse de él y lo que Wang le ofrecía antes de ir a reunirse con su marido en Japón. El inspector jefe Chen había cometido muchos errores. La decisión de esa noche sería una más de las que lamentaría con el tiempo. Al fin y al cabo, un hombre es sólo lo que ha decidido hacer o no hacer. «Algunas cosas se harán y otras, no.» Otro de los tópicos confucionistas que le había enseñado su padre. Quizá, en el fondo, él era un conservador, un hombre tradicional, incluso anticuado…, o políticamente correcto, pero su respuesta final fue no. Daba igual lo que hiciera, y más allá del hombre que se proponía ser, se hizo una promesa a sí mismo: resolvería el caso. Para él, el inspector jefe Chen, era la única manera de redimirse.
CAPÍTULO 19
Finalmente, el inspector Yu llegó a casa a la hora de cenar. Peiqin ya había acabado de preparar varios platos en la cocina comunitaria.
– ¿Te puedo ayudar?
– No, ve adentro. Qinqin está mucho mejor hoy, así que puedes ayudarle con los deberes.
– Sí, han pasado dos días desde que lo llevé al hospital. Habrá perdido muchas clases.
Pero Yu no entró enseguida. Se sentía culpable al ver a Peiqin trabajando, con su camisa blanca de manga corta pegada al cuerpo sudoroso. De cuclillas, al pie de un fregadero de cemento, estaba atando un cangrejo vivo con un tallo de paja. Varios cangrejos de Yangchen se arrastraban ruidosamente en un cubo de madera con el fondo cubierto de sésamo.
– Hay que atarlos o pierden las patas al hervirlos -explicó Peiqin al ver la mirada intrigada de Yu-.
– ¿Para qué todo ese sésamo en el cubo?
– Para que no pierdan peso. Es un alimento muy nutritivo para ellos. Los he conseguido esta mañana a primera hora.
– Hoy en día es algo muy especial.
– Sí, el inspector jefe Chen es tu invitado especial.
La decisión de invitar a Chen a cenar la había tomado Peiqin, pero Yu, naturalmente, estaba de acuerdo. Lo hacía por él, porque era la que se encargaba de prepararlo todo en su habitación de once metros cuadrados. A pesar de las dificultades, Peiqin se empeñó.
La noche anterior, Yu le había contado a Peiqin lo de la reunión del Comité del Partido en la oficina. El comisario Zhang se había quejado de sus resultados mediocres, lo cual no era nada nuevo. Sin embargo, en la reunión, Zhang llegó a sugerir al Comité del Partido que Yu fuera reemplazado. La propuesta se discutió en profundidad. Yu no era miembro del Comité, de modo que no estaba en condiciones de defenderse. Con la investigación en punto muerto, quizá conviniera proceder a un relevo o, al menos, modificar las responsabilidades asignadas. El Secretario del Partido Li parecía dispuesto a apoyar la moción. Yu no se ocupaba concienzudamente del caso, pero su traslado habría provocado un efecto dominó. Su destino habría quedado sellado, según contó el teniente Lao, que había asistido a la reunión, de no ser por la intervención del inspector jefe Chen, quien sorprendió al Comité con un discurso en favor de Yu. Sostenía que el hecho de que hubiese opiniones diferentes sobre un mismo caso reflejaba la democracia de nuestro Partido, y no puso en duda las cualidades del inspector Yu como agente de policía.