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Si no están satisfechos con la marcha de la investigación -había concluido-, yo asumo la responsabilidad. Despídanme a mí.

Por eso, gracias al encendido alegato de Chen, Yu seguía activo en la brigada de asuntos especiales. La información de Lao tomó por sorpresa a Yu, quien no había esperado un apoyo tan firme de parte de su superior.

– Tu inspector sabe hablar la lengua del Partido -dijo Peiqin con voz queda-.

– Sí, así es. Por suerte, esta vez ha sido a mi favor -repuso-.

– ¿Qué te parece si lo invitamos a cenar? En el restaurante habrá más de sesenta kilos de cangrejos vivos del lago Yangchen, y a precio oficial. Puedo comprar una docena, de modo que sólo tendré que agregar unos platos de acompañamiento.

– Es una buena idea, pero será demasiado trabajo para ti.

– No, es agradable tener invitados de vez en cuando. Prepararé una cena que tu inspector jefe no olvidará.

Para sorpresa suya, Chen aceptó su invitación con gusto, e incluso le dijo que después de cenar quería conversar con él. Pero era demasiado trabajo para Peiqin, eso era evidente. Yu se quedó ahí, con mirada sombría, viendo cómo su mujer se movía sin parar en el estrecho espacio. La parte que les correspondía de la cocina común no era más que un fogón de carbón y una pequeña mesa con un aparador de bambú improvisado colgado de la pared. Casi no había espacio para dejar todos los platos y fuentes.

– Ve a nuestra habitación -repitió ella-. Vamos, no te quedes aquí mirándome.

La mesa en la habitación ya estaba puesta para la cena con unos arreglos magníficos. Había palillos, cucharas y unos platos pequeños junto a las servilletas de papel plegadas. En el centro, un diminuto martillo de bronce y una fuente con agua. En aquella mesa no sólo se cenaba, sino que también la usaba Peiqin para coser la ropa de la familia, Qinqin para hacer los deberes y Yu para estudiar los archivos de la oficina.

Se preparó una taza de té verde y, sentado en el brazo del sofá, bebió un sorbo. Vivían en una casa antigua de dos plantas, una shikumen, un estilo arquitectónico de moda a principios de los años treinta, época en que las casas se construían para una sola familia. Ahora, sesenta años después, vivían más de doce familias, y las habitaciones eran subdivididas una y otra vez para acomodar a más inquilinos. Sólo se había conservado la puerta de la entrada, pintada de negro, que daba a un pequeño patio donde se amontonaba todo tipo de cosas, una especie de trastero colectivo, de donde salía un pasillo de techo alto flanqueado por las alas este y oeste. Aquel pasillo, antaño espacioso, se había convertido hacía tiempo en una zona común de cocina y despensa. Las dos hileras de cocinas, con sus respectivas pilas de carbón, señalaban que en la planta baja vivían siete familias.

La habitación de Yu quedaba en el extremo sur del ala este. Al Viejo cazador le habían asignado un ala entera a principios de los años cincuenta, con el lujo añadido de una habitación para invitados. Ahora, en los noventa, las cuatro habitaciones acomodaban a no menos de cuatro familias: el Viejo cazador con su mujer; sus dos hijas: una casada con marido y una hija, y la otra, de treinta y cinco años, todavía soltera; y su hijo, el inspector Yu, con Peiqin y Qinqin. Todas servían de dormitorio, comedor, salón y baño.

Antes la habitación de Yu había sido el comedor de unos once metros cuadrados. No era lo idóneo, porque la pared norte sólo tenía una ventana no más grande que una linterna de papel. Era la peor habitación para todos los usos, y especialmente incómoda para los invitados, dado que la habitación contigua era la del Viejo cazador, en un principio el salón, cuya puerta daba al pasillo. Por lo tanto, el huésped debía pasar primero por la habitación del anciano. Éste era el motivo por el que los Yu rara vez tenían convidados.

Chen llegó a las seis y media. Traía en una mano una pequeña caja de vino de arroz glutinoso de Shaoxin (Nuer Hong, el vino perfecto para los cangrejos) y en la otra, como de costumbre, llevaba su maletín negro.

– Bienvenido, inspector jefe -dijo Peiqin, una perfecta anfitriona de Shanghai, y se secó las manos en el delantal-. Como dice un viejo proverbio: «Su compañía ilumina nuestra humilde morada».

– Tenemos que apretarnos un poco -terció Yu-. Por favor, siéntese.

– Cualquier salón para un banquete de cangrejos es un salón estupendo -dijo Chen-. Les agradezco mucho su amabilidad.

En la habitación apenas había espacio para poner las cuatro sillas en torno a la mesa, así que se sentaron en tres lados, y en el cuarto, Qinqin observaba en silencio desde su cama. Qinqin era un chico de piernas largas, con unos ojos grandes y una cara regordeta que escondió tras un tebeo cuando llegó Chen, pero perdió su timidez en cuanto sirvieron los cangrejos.

– ¿Dónde está su padre, el Viejo cazador? -preguntó Chen dejando los palillos en la mesa-. Todavía no lo he saludado.

– Está haciendo su ronda por el mercado.

– ¿Sigue ahí?

– Sí, como siempre -dijo Yu sacudiendo la cabeza-.

Desde su jubilación, el Viejo cazador trabajaba como vigilante en el barrio. A principios de los años ochenta, cuando la venta ambulante privada en el mercado todavía se consideraba ilegal, o al menos "capitalista" según la jerga política, el viejo asumió la tarea de salvaguardar la condición sagrada del mercado oficial. Sin embargo, no tardaron demasiado en legalizar el mercado privado, que incluso llegó a considerarse un complemento necesario del mercado socialista. El gobierno dejó de interferir en la actividad de los comerciantes privados siempre y cuando éstos pagaran sus impuestos. Pero el viejo policía seguía acudiendo al mercado, vigilando sin un objetivo concreto, sólo para sentirse útil al sistema socialista.

– Sigamos conversando mientras comemos -sugirió Peiqin-. Los cangrejos no pueden esperar.

Un banquete de cangrejos daba para una cena excelente. En la mesa cubierta con el mantel, los cangrejos redondos, rojiblancos, estaban servidos en pequeños cuencos de bambú. El diminuto martillo de bronce brillaba entre los platos blancos y azules. El vino de arroz estaba a la temperatura justa y cobraba bajo la luz un tono ámbar. En la ventana había un florero de vidrio con un ramo de crisantemos, quizá de un par de días o tres, más delgados, pero todavía primorosos.

– Tendría que haber traído la Canon para tomar fotos de la mesa, los cangrejos y los crisantemos -dijo Chen frotándose las manos-. Parecería una ilustración sacada de Sueño en el pabellón rojo.

– Se refiere al capítulo veintiocho, ¿verdad? Baoyu y sus hermanas escriben poemas durante un banquete de cangrejos -dijo Peiqin mientras sacaba la carne de una pata para dársela a Qinqin-. Es una lástima que ésta no sea una sala del Jardín de la Gran Visión.

Yu se alegró de haber visitado el jardín. Conocía la referencia.

– Pero nuestro inspector jefe Chen es un poeta reconocido. Él nos leerá sus propios poemas.

– No me pidan que lea nada -dijo Chen-. Tengo la boca llena de cangrejo, y un cangrejo es superior a un verso.

– Todavía no es temporada de cangrejos -se disculpó Peiqin-.

– Pues están buenísimos.

Por lo visto, Chen disfrutaba de la excelente cocina de Peiqin, y sobre todo de la salsa Zhisu. Se había acabado un platillo en un instante. Cuando terminó de saborear las mollejas doradas de un cangrejo hembra, dio un suspiro de satisfacción.