En el apartado sobre el trabajo de Wu, Yu encontró varias páginas de fechas más recientes, como la del Informe de antecedentes de ascenso, rellenado por el superior de Wu, Yang Ying. En dicho documento se describía a Wu como el director artístico de la revista y «fotógrafo de primera línea», con varias fotos de Deng Xiaoping en Shanghai en su haber. El informe ponía de relieve la dedicación de Wu a su trabajo. Él había dado muestras de su compromiso renunciando a los fines de semana para llevar a cabo tareas especiales. Al final del informe, Yan Ying daba su «plena recomendación para un nuevo cargo importante». Cuando Yu acabó de leer, vio que su cigarrillo se había consumido en el cenicero.
– Vaya curriculum, ¿eh? -dijo Chen-.
– Para nosotros no es nada -respondió Yu-. ¿Cuál será su nuevo cargo?
– Todavía no lo sé.
– ¿Y qué pasa con nuestra investigación?
– Una investigación difícil, incluso peligrosa -dijo Chen-si pensamos en las relaciones familiares de Wu. En el supuesto de que cometamos un solo error, tendremos graves problemas. La política, ya sabe.
– Con o sin política, ¿tiene usted alguna alternativa?
– No, como "poli" no.
– Entonces yo tampoco -se levantó-. Soy su ayudante.
– Gracias, camarada inspector Yu Guangming.
– No tiene por qué decir eso -Yu fue hacia el aparador y volvió con una botella de Yanghe-. Somos un equipo, ¿no? Beba. La he guardado durante muchos años.
Yu y Chen vaciaron sus copas. En La crónica de los tres reinos, recordó Yu, los héroes bebían vino cuando juraban compartir fortunas y desgracias.
– Entonces tenemos que hablar con él -dijo Chen-, y que sea lo antes posible.
– Puede que no resulte buena idea asustar a una serpiente agitando la maleza. Es probable que sea una serpiente venenosa -se sirvió otra copa-.»
– Pero es el camino que tenemos que seguir si lo consideramos nuestro principal sospechoso -dijo Chen con voz pausada-. Además, tarde o temprano Wu Xiaoming se enterará de nuestra investigación.
– Tiene razón -admitió Yu-. No le tengo miedo a la mordedura de la serpiente, aunque quisiera acabar con ella de un solo golpe.
– Ya lo sé -dijo Chen-. ¿ Y cuándo cree que deberíamos actuar?
Mañana -dijo Yu-. Lo cogeremos por sorpresa.
Cuando Peiqin volvió con Qinqin, Yu y Chen, mientras acordaban los pasos que darían al día siguiente, habían acabado la botella de Yanghe. El postre prometido por Peiqin era una tarta de almendras, y después Yu y Peiqin acompañaron a Chen hasta la parada del autobús. Chen les dio las gracias varias veces antes de subir.
– ¿Ha ido todo bien esta noche? -preguntó Peiqin cogiendo a Yu del brazo-.
– Sí -dijo él, ausente-, todo ha ido bien.
Pero no era así.
Al volver, Peiqin empezó a limpiar el rincón de la cocina. Yu salió al pequeño patio y encendió otro cigarrillo. Qinqin ya dormía, y a Yu no le gustaba fumar en la habitación. Tampoco era agradable asomarse al patio, una tierra de nadie donde cada familia procuraba hacerse con el máximo de espacio. Se quedó mirando el montón de placas de carbón: veinte por abajo, quince más arriba y siete en lo alto de todo, todo como una gran letra A. Otro logro de Peiqin. Tenía que traerlas de un almacén de carbón del barrio, guardarlas en el patio y cada día trasladar una a la cocina. En Sueño en el pabellón rojo, Daiyu llevaba en la mano una cesta blanca llena de pétalos caídos. Luego se giró y vio que Peiqin lavaba las ollas en la fregadera bajo la luz amarillenta. Hacía más calor ahí dentro. Yu veía el sudor en su frente. Tarareando una canción, aunque desafinada, Peiqin se había puesto de puntillas para volver a meter los platos en el armario destartalado. Él fue a ayudarle enseguida. Tras cerrar la puerta del armario, se quedó quieto detrás de ella, rozándola, y luego le pasó los brazos por la cintura. Ella se reclinó contra él y no intentó detenerlo cuando le acarició la espalda.
– Es curioso, ¿no? Pensar que el inspector jefe Chen acabaría envidiándome.
– ¿Qué? -murmuró ella.
– Me ha dicho que era un marido con mucha suerte.
– ¿Cómo?
Él le besó la nuca, agradecido por la cena de aquella noche.
– Vete a la cama. Yo no tardaré.
Él le obedeció, pero no quería dormirse antes de que ella viniese. Se quedó un rato tendido sin apagar la luz. Desde afuera, en la calle Jingling, llegaba el ruido de todo tipo de vehículos, aunque cada cierto rato el rumor del tráfico se perdía en la noche. Un mirlo cantaba nostálgico en el arce. La puerta del vecino se cerró de golpe al otro lado de donde estaba la cocina. Alguien hacía gárgaras en la fregadera de cemento común y le llegó el sonido lejano de una mano aplastando un mosquito contra una rejilla de la ventana.
Luego oyó que Peiqin apagaba las luces de la cocina y entraba silenciosamente en la habitación. Se puso un viejo camisón de seda, y él percibió el ligero roce de la tela. Se quitó los pendientes, que dejó sobre un platillo en la cómoda. Sacó una escupidera de plástico de debajo de la cama y la puso en el rincón tapado por el armario. Se oyó un borboteo. Por fin llegó hasta la cama y se deslizó bajo la manta. No le sorprendió que ella se acurrucara a su lado. Sintió que ahuecaba la almohada para encontrar una posición más cómoda. Su camisón quedó abierto. Él le tocó, tímido, la piel suave del vientre, sintiendo el calor de su cuerpo, y le estiró las rodillas contra sus muslos. Ella lo miró. En sus ojos encontró la respuesta que esperaba. No querían despertar a Qinqin. Reteniendo la respiración, Yu intentó moverse haciendo el menor ruido posible. Ella le ayudó y se quedaron abrazados por largo rato. Normalmente, se quedaba dormido, pero esa noche su mente seguía funcionando con una claridad intensa.
Peiqin y él eran personas normales y corrientes, ciudadanos chinos trabajadores que se contentaban con poca cosa. Una cena con cangrejos, como la de esa noche, los hacía felices y los emocionaba. En realidad, las pequeñas cosas tenían una gran trascendencia para ellos: por ejemplo, una película el fin de semana, una visita al Jardín de la Gran Visión, la canción de una cinta nueva o un jersey de Mickey Mouse para Qinqin. A veces él se quejaba como los demás, pero se consideraba un hombre con suerte: una mujer maravillosa, un hijo maravilloso, y nada tenía más importancia en este mundo.