– El cielo o el infierno están en nuestra cabeza, no en las cosas materiales que poseemos -le había dicho el Viejo cazador en una ocasión-.
Sin embargo, había unas cuantas cosas que el inspector Yu quería tener, como un piso de dos habitaciones y cuarto de baño, pues Qinqin ya era un chico crecido que necesitaba su propio espacio, y así Peiqin y él no tendrían que hacer el amor aguantando la respiración. ¡Y qué decir de una cocina a gas en lugar de una cocina a carbón y un ordenador para Qinqin!. Él había desperdiciado sus años de escuela, pero su hijo tendría un futuro diferente. La lista era bastante larga, pero sería agradable que se cumplieran esos primeros deseos. Todo esto, decía el Diario del Pueblo, estaría al alcance de la mano en un futuro cercano. «Tendremos pan, y leche también», decía un leal bolchevique a su mujer, habiéndole sobre el futuro maravilloso de la joven Unión Soviética en una película sobre la Revolución Rusa. Yu la había visto varias veces en sus años de instituto al ser la única película extranjera que se podía ver en aquella época. Ahora la Unión Soviética prácticamente había desaparecido, pero el inspector Yu seguía creyendo en las reformas económicas de China. Mientras sacaba el cenicero de debajo de un montón de revistas, se esperanzó en quizá en unos pocos años mejorarían muchas cosas para el pueblo chino.
¡Pero esos hijos de los cuadros superiores eran una de las cosas que hacían la vida tan difícil para el resto de los chinos! Gracias a sus relaciones familiares, conseguían privilegios que otros ni soñaban, y luego triunfaban labrándose una carrera política. Wu Xiaoming era el ejemplo típico de hijo de cuadro superior, y seguramente pensaba que el mundo era como una sandía que él podía cortar en trozos a su antojo antes de escupir las vidas ajenas como si fueran pepitas. Hacía tiempo que el inspector Yu había aceptado que la vida no era justa con todos. Los antecedentes de la familia, para empezar, marcaban una gran diferencia, aunque en ningún otro lugar tanto como en la China de los años noventa. Pero ahora Wu Xiaoming había cometido un asesinato. De eso estaba convencido. Mirando absorto el techo, venían a su mente imágenes precisas de lo que había ocurrido la noche del 10 de mayo: Wu llamaba por teléfono, Guan iba a su casa, comían caviar y hacían el amor, para después estrangularla, meter el cuerpo en una bolsa de plástico negra, llevarlo canal y la lanzarlo al agua.
– Tu inspector jefe tiene muchas cosas en la cabeza -dijo Peiqin acurrucándose contra él-.
– Todavía estás despierta -se sobresaltó-. Sí, es verdad. Es un caso difícil, y hay gente importante involucrada.
– Quizá haya algo más.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Soy una mujer -esbozó una sonrisa-. Los hombres no os dais cuenta de lo que lleváis escrito en la cara. Un inspector jefe atractivo y, además, poeta conocido… Debe de ser un soltero muy prometedor, pero parece muy solitario.
– ¿Tu también sientes debilidad por él?
– No, ya tengo un marido maravilloso.
Él volvió a abrazarla. Antes de dormirse, oyó un leve ruido cerca de la puerta. Se quedó escuchando un momento y luego recordó que todavía quedaban varios cangrejos vivos. Ya no se arrastraban por el fondo del cubo de madera cubierto de sésamo. Ahora eran las burbujas de la espuma de los cangrejos, la espuma con que se humedecían unos a otros en la oscuridad.
CAPÍTULO 20
A primera hora de la mañana siguiente, el inspector Yu y el inspector jefe Chen se presentaron en las dependencias de Estrella roja en Shanghai. La revista tenía su sede en un edificio Victoriano que hacía esquina entre las calles Wulumuqui y Huaihai, una de las ubicaciones mejor cotizadas de la ciudad. "Con una influencia política tan grande, no tiene nada de extraño", pensó Yu. La revista era la voz del Comité Central del Partido Comunista Chino. Todos los miembros de la redacción parecían sumamente conscientes del prestigio de su posición.
Sentada ante una mesa de mármol, en la recepción, había una chica con un vestido de punto. Concentrada en su ordenador portátil, no paró de teclear vigorosamente al ver llegar a los dos policías. Cuando se presentaron, Chen y Yu no le causaron gran impresión. Les dijo que Wu no se encontraba en su despacho y tampoco les preguntó por qué querían verlo.
– No hará falta indicarles dónde queda la mansión Zhou, que actualmente es la residencia de los Wu -dijo-. Hoy está trabajando en casa.
– ¿Trabajando en casa? -preguntó Yu-.
– En nuestra revista no tiene nada de raro.
– Nada en Estrella roja es raro.
– Será mejor que lo llamen antes. Si quieren, pueden utilizar el teléfono de aquí.
– No, gracias -repuso Yu-. Tenemos el teléfono del coche.
Afuera, desde luego, no había ni coche ni teléfono.
– No podía soportarlo -gruñó-. No me han gustado esos aires que se daba.
– Tiene razón -dijo Chen-. Es mejor no llamar a Wu antes, así lo pillaremos por sorpresa.
– Sí, pero cuando a una serpiente se le pilla por sorpresa puede morder -sentenció-. La casa de los Wu no queda demasiado lejos. Podemos ir caminando.
No tardaron en llegar a la esquina de la calle Henshan. Más allá de unos muros altos, se divisaba la mansión de los Wu. Originalmente, la casona había pertenecido a un magnate llamado Zhou. Con la llegada de los comunistas al poder en 1949, la familia huyó a Taiwán, y la casa fue ocupada por la familia de Wu Bing.
La mansión y el barrio de la calle Henshan era una parte de Shanghai que Yu nunca había conocido, a pesar de haber vivido tantos años en la ciudad. Había nacido y crecido en la parte baja del barrio de Huangpu, habitado sobre todo por familias de clase media baja. Cuando el Viejo cazador se mudó allí a principios de los años cincuenta, en una época de igualitarismo comunista, era considerado un barrio tan bueno como cualquier otro de Shanghai. Al igual que los demás niños que corrían de un lado a otro por las callejuelas y jugaban en los estrechos pasajes adoquinados, Yu creía que en su barrio tenía todo lo que necesitaba, aunque supiera que había otros mucho mejores, donde las calles eran más anchas y las casas, más grandes.
Durante sus años en el instituto, a menudo después de un día de clases sobre el Libro rojo, Yu se unía a las rondas de un grupo de compañeros de colegio que deambulaban juntos por distintos barrios de la ciudad. Solían entrar también en las tiendas, aunque no compraban nada. De vez en cuando, acababan sus excursiones comiendo algo en un chiringuito barato. Sin embargo, la mayoría de las veces, se dedicaban a pasear por las calles, caminando sin rumbo fijo, hablando de cualquier cosa y disfrutando de la amistad. Así se habían familiarizado con diversos rincones de la ciudad. En cambio, tan sólo un barrio les era ajeno, el de la calle Henshan, que sólo habían visto en las películas de antes de 1949, en las que aparecían capitalistas fabulosamente ricos, coches importados, chóferes de uniforme y jóvenes criadas vestidas de negro con delantales blancos y tocas almidonadas. En una ocasión se internaron por el barrio, pero enseguida se dieron cuenta de que se encontraban en territorio ajeno. Las mansiones, visibles detrás de los altos muros, se parecían a las de las viejas películas, impresionantes pero también muy impersonales. Frente a ellos se extendía la calle Henshan, silenciosa, solemne y casi sin un alma, salvo algunos soldados del Ejército de Liberación Popular montando guardia ante las verjas de hierro. Sabían que era un barrio residencial de los cuadros superiores, de gente con un nivel de vida muy por encima del suyo. Aun así, les impresionó el hecho de que en esas casas tan grandes sólo viviera una familia, mientras que en su propio barrio, una casa mucho más pequeña solía dividirse para acomodar a una docena de familias. Aquel entorno les pareció el escenario de un amargo cuento de hadas. Quizá se detuvieron demasiado tiempo a mirar y soñar. Se les acercó un centinela armado y les dijo que se fueran. No pertenecían a ese barrio. Una vez enterados de esa verdad, ya no les interesó volver.