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Yang, de unos sesenta y cinco años, era una novelista que había escrito La canción de la revolución, un éxito de ventas a comienzos de los años sesenta, que luego se convirtió en una famosa película, con Daojin, una diosa revolucionaria, como joven protagonista. Chen no tenía edad para verla cuando se estrenó, pero conservaba recortes de varias revistas de cine. Tanto la novela como la película habían sido prohibidas durante la Revolución Cultural. Cuando volvieron a pasarla, se apresuró en ir a verla. Se sintió desilusionado, porque no era la película con la que había soñado. Le pareció que la historia era un estereotipo de la propaganda: los colores irreales y la heroína demasiado seria y rígida, con gestos dignos de los carteles revolucionarios. Aun así, Chen había escrito un artículo defendiendo los méritos históricos de la novela.

– ¿Qué lo trae por aquí?

– Nada especial. Todo el mundo dice que Guangzhou ha cambiado mucho, así que quiero verlo con mis propios ojos, y espero encontrar algo que me sirva de inspiración.

– Precisamente por eso vienen tantos escritores. ¿Y dónde se está hospedando, Chen?

– Todavía no lo he decidido. De hecho, usted es la primera persona a la que llamo en Guangzhou. Los hoteles parecen bastante caros.

– Para eso está nuestra Casa de los Escritores. Habrá oído hablar de ella, supongo. Vaya a verla. Su ubicación es excelente y le harán un descuento importante.

– ¡Ah, sí!, ahora lo recuerdo.

El edificio de la antigua Asociación de Escritores de Guangzhou había tenido que ser transformado en una casa de huéspedes. En principio, se trataba de una organización no-oficial que siempre se había beneficiado de las ayudas del gobierno destinadas a los escritores profesionales y a sus actividades, pero en los últimos años, la financiación había disminuido de manera notable. Como medida de. último recurso, Yang convirtió las oficinas del edificio en una pensión cuyos beneficios se destinaban a la Asociación.

– Ése fue esencialmente el argumento que esgrimí ante las autoridades para obtener el permiso. Como Guangzhou está cambiando tan rápidamente, los escritores vendrán aquí para saber cómo se vive y tendrán que quedarse en alguna parte. Los hoteles son demasiado caros, y para los miembros de la asociación, nuestra Casa de los Escritores cobra menos de una tercera parte. ¡Todo sea por la civilización espiritual socialista!

– ¡Una idea formidable! -dijo él-. La Casa de los Escritores debe tener un gran éxito.

– Venga a verla con sus propios ojos, pero hoy no podré recibirle. Tengo que ir a una conferencia del Pen Club en Hong Kong. La semana que viene organizaré una comida de bienvenida en nombre de la filial de la asociación en Guangzhou.

– No se moleste, directora Yang, pero me encantaría reunirme con usted y otros autores.

– Usted se afilió a la Asociación Nacional de Escritores hace mucho tiempo. Yo voté por usted, todavía lo recuerdo. Traiga su carné de miembro, pues los encargados se lo pedirán para hacerle el descuento.

– Gracias.

Aunque pertenecía a la Asociación Nacional de Escritores desde hacía varios años, Chen todavía no conseguía entender cómo había ingresado en ella, ya que no lo había solicitado. Sus poemas no gustaban a algunos críticos, y él no era uno de esos escritores ambiciosos que querían ver su nombre en letra de imprenta todos los meses. Quizá su elección se debiera en parte a su trabajo como policía, porque según la propaganda de las autoridades del Partido, los escritores en la Chi na socialista provenían de todos los sectores sociales.

No tardó demasiado en encontrar la Casa de los Escritores, que no era precisamente el edificio de ensueño descrito por algunos periódicos. Situada al final de una calle serpenteante, tenía una fachada colonial clásica, pero resquebrajada y agujereada. A diferencia de otras construcciones nuevas o recién remodeladas en la colina, parecía modesta, incluso un tanto destartalada. Con todo, desde allí se disfrutaba de una vista espléndida del río de la Perla.

– Me llamo Chen Cao -se presentó al recepcionista y le enseñó su carné-. La camarada Yang Ke me recomendó que viniera.

En la tarjeta diseñada por la Asociación de Escritores se olvidaba mencionar la auténtica profesión de cada titular, en el caso de Chen «Inspector Jefe», por cierto una omisión en la que él había insistido; en cambio, debajo del nombre figuraba su catalogación como «poeta» en caracteres dorados. El recepcionista miró el carnet de Chen.

– Así que usted es el famoso poeta. La gerente general Yang acaba de llamar. Le hemos reservado una habitación muy tranquila, y también muy luminosa, por lo que podrá concentrarse para escribir.

– ¿La gerente general Yang? -preguntó Chen, divertido por el nuevo título de la veterana novelista, y se alegró de ver que, por una vez, su carnet de poeta le servía para algo-. Número catorce -dijo mirando el recibo-. ¿Es mi número de habitación?

– No, es el número de su cama. Es una habitación doble, pero en este momento usted es el único ocupante, de manera que la tendrá toda para usted. Las habitaciones individuales están ocupadas.

– Gracias.

Chen cruzó el vestíbulo y entró en la tienda de regalos para comprar el periódico de Guangzhou. Se lo puso bajo el brazo y se dirigió a su habitación.

El cuarto hacía esquina al final del pasillo. Era tranquilo y retirado, tal como había dicho el recepcionista, y razonablemente limpio. Tenía un par de camas estrechas, dos mesillas de noche y un pequeño escritorio con la cubierta marcada por quemaduras de cigarrillos, recuerdos de la dura labor de un escritor. La habitación olía a detergente para la ropa, como las camisas nuevas colgadas en un viejo armario. El cuarto de baño era el más pequeño que jamás había visto. El retrete funcionaba con una vieja cadena de latón que colgaba de un depósito en lo alto. No había aire acondicionado, ni televisor, sólo un viejo ventilador eléctrico a los pies de la cama que, por suerte, funcionaba. Se acercó a la cama que le habían asignado. Por debajo, vio que asomaba un par de zapatillas de plástico. Era una cama dura como el acero y estaba cubierta por una delgada sábana que le recordó un tablero de go.

A pesar del cansancio del viaje, no tenía ganas de estirarse a descansar un rato. Decidió ducharse. Debido a los altibajos del calentador eléctrico, el agua era a ratos caliente o fría, pero por lo menos, lo refrescó. Después, con una toalla en torno a la cintura, se recostó con la cabeza apoyada en un par de almohadas y cerró los ojos durante unos minutos. Mas tarde llamó a recepción y preguntó cómo podía llegar a la Comisa ría Central de Guangzhou. El recepcionista parecía algo sorprendido, pero Chen explicó que quería visitar a un amigo. Tras tomar nota de las indicaciones, se vistió y salió.

El inspector Hua Guojun lo recibió en una oficina luminosa y amplia. Era un hombre de casi cincuenta años, con una amplia sonrisa dibujada permanentemente en la cara. Chen le había enviado la información por fax antes de salir de Shanghai.

– Camarada inspector jefe Chen, le doy la bienvenida en nombre de todos mis compañeros.

– Camarada inspector Hua, le agradezco su cooperación. Es mi primer viaje a Guangzhou. Soy un auténtico forastero y no puedo hacer nada sin su ayuda. Aquí tiene la carta oficial de nuestra oficina.

Chen explicó la situación sin mencionar los antecedentes familiares de Wu Xiaoming. Hojeó el expediente y sacó una fotografía:

– Ésta es la chica que busco. Se llama Xie Rong.

– Hemos hecho algunas pesquisas -dijo Hua-, pero todavía no hemos encontrado nada. Debe de haberse tomado esto muy a pecho para viajar desde Shanghai, camarada inspector jefe Chen.

Cierto. Normalmente, habría bastado con enviar un fax a la Comisaría de Policía de Guangzhou, y los agentes locales habrían investigado a su manera. Si se consideraba importante, tal vez se telefonearía un par de veces, pero la colaboración no iría más lejos. No era necesario contar con el inspector jefe en persona.