– En este momento, es nuestra única pista -explicó Chen-. Se trata de un caso de gran importancia política.
– Ya entiendo…, pero es una búsqueda difícil. Nadie sabe cuántas personas han llegado a la ciudad en los últimos años, y apenas una cuarta parte, como mucho, se presenta con su carnet de identidad u otros documentos en los Comités de Distrito. Aquí tiene una relación de las personas que hemos investigado, aunque su testigo potencial no figura en ella.
– De modo que podría estar entre los demás -Chen tomó la lista-. ¿Y por qué no se presentan?
– No les interesa acreditarse. Su presencia no es ilegal, pero algunas de las profesiones que practican sí lo son. Sólo quieren ganar dinero. Si encuentran un lugar donde quedarse, no se molestan en presentarse ante las autoridades locales.
– Entonces, ¿dónde podemos buscarla?
– Dado que su testigo es una chica joven, puede que trabaje en un hotel pequeño o en un restaurante -dijo Hua-, o quizá en un club de karaoke, un salón de masajes o algo así. Son los trabajos más atractivos para las jóvenes que vienen a buscar fortuna.
– ¿Podemos investigar en esos lugares?
– Ya que el caso es tan importante para usted, mandaremos a un par de agentes a comprobarlo, aunque pueden tardar semanas, y lo más probable es que sea inútil.
– ¿Por qué?
– Bueno, tanto los patrones como los empleados intentan no pagar impuestos. ¿Para qué van a decir que trabajan en un local, sobre todo en los clubes de karaoke y en los salones de masaje? Lo evitarán como la peste.
– ¿Qué otra cosa podemos hacer?
– Por ahora, es lo único. Tenga paciencia.
– ¿Y qué puedo hacer… además de esperar?
– Es su primer viaje a Guangzhou, así que relájese y diviértase. Hay zonas especiales, como Shengzhen y Shekou, a las que van muchos turistas -afirmó Hua-. Si quiere, puede ponerse en contacto con nosotros cada día, y si usted mismo desea empezar a buscar, no hay nada que se lo impida
Quizá Chen se había tomado el caso demasiado en serio, como había insinuado el inspector Hua. Al salir de la Comi saría de Guangzhou, llamó a Huang Yiding, editor de una revista literaria local que había publicado algunos poemas suyos. Una mujer contestó el teléfono y le dijo que Huang había dejado la revista para convertirse en gestor de un bar llamado La bahía sin noches en la calle Gourmet. No quedaba muy lejos, de modo que tomó un taxi. La biennombrada calle Gourmet era un menú en vivo y en directo. Al cobijo de una multitud de letreros, una gran variedad de animales exóticos estaba expuesta en jaulas de diferentes tamaños en el exterior de los restaurantes que se sucedían a lo largo de la calle. La cocina de Guangzhou era bien conocida por su imaginación desbordante: sopa de serpiente, estofado de perro, salsa de sesos de mono…, o platos preparados a base de gato salvaje o rata de bambú. Con los animales vivos expuestos en las jaulas, los clientes no tendrían dudas acerca de la calidad de sus platos.
La bahía sin noches era, efectivamente, uno de esos locales, pero le informaron de que Huang se había marchado a Australia en busca de nuevos horizontes profesionales. Chen había agotado su lista de contactos en Guangzhou. Paseando por la calle, miraba el espectáculo de la gente comiendo y bebiendo dentro y fuera de los restaurantes. Sospechó que algunos de esos exquisitos platos estarían preparados con especies en peligro de extinción. El Diario del pueblo había informado recientemente de que, a pesar de las normas dictadas por el gobierno, numerosos restaurantes las seguían ofreciendo a sus clientes.
Dio media vuelta, caminó sin rumbo fijo en dirección al río y llegó a un pequeño embarcadero. En la orilla había una fila de bancos de madera donde varias parejas esperaban su turno para dar un paseo en barca. Chen no estaba de humor para salir a remar solo. Se sentó un rato en un banco y luego se dirigió al hotel.
Una masa de nubes oscuras asomaba en el horizonte. En su cuarto la temperatura era sofocante. Se preparó una taza de té verde con el agua tibia que quedaba en el termo. Cuando acabó la segunda taza, empezó a llover y se oyeron truenos a lo lejos. Las calles se cubrieron de lodo. Ya no tenía sentido salir, y decidió comer algo en la cafetería de la residencia. El lugar era limpio, los manteles estaban almidonados y las copas brillaban. El menú no era lo que se diría variado. Probó una ración de un pescado pringoso y arroz al vapor. No era nada del otro mundo, pero se dejaba comer y, sobre todo, era barato. Sin embargo, al cabo de un rato el regusto del pescado no era tan agradable. Se sirvió otra taza de té esperando calmar su estómago, pero el agua tibia no fue de ninguna ayuda. Todavía le quedaban dos o tres horas vacías antes de ir a dormir. Se sentó en la cama y encendió su radio portátil. Las noticias locales se transmitían en el dialecto local de Guangdong, que Chen a duras penas entendía. Apagó la radio. En ese momento oyó unos pasos que se detuvieron frente a su puerta. Alguien llamó con un toque suave y, antes de que Chen pudiera responder, se abrió la puerta. Entró un hombre de poco más de cuarenta años, alto y delgado, demasiado calvo para su edad. Vestía un elegante traje gris, en cuya manga llevaba aún prendida la etiqueta de artículo importado, un signo de riqueza, y una corbata de seda bordada. No llevaba equipaje, sólo un maletín de cuero. "Un novelista popular con uno o dos títulos en la lista de los más vendidos", pensó Chen.
– Hola. Espero no molestarlo si quiere escribir.
– No, en absoluto -respondió Chen-. ¿También se aloja en la residencia?
– Sí, y en la misma habitación. Me llamo Ouyang.
– Chen Cao -le entregó su tarjeta-. Mucho gusto.
– Así que es poeta y… vaya, ¡es miembro de la Asocia ción!
– Bueno, no exactamente -Chen iba a darle explicaciones, pero se lo pensó dos veces. No tenía por qué revelar su función de inspector jefe de la policía-. He escrito unos cuantos poemas.
– ¡Maravilloso! -exclamó Ouyang y le estrechó la mano-. Es algo extraordinario conocer a un poeta hoy en día.
– ¿Usted es novelista?
– No, no soy novelista… eh…, de hecho, me dedico a los negocios -Ouyang hurgó en el bolsillo de su chaqueta y le entregó una llamativa tarjeta con el nombre impreso en letras doradas y toda una lista de empresas-. Cuando vengo a Guangzhou, siempre decido quedarme aquí. La Casa de los Escritores está abierta a todos. ¿Sabe por qué vengo? Vengo con la ilusión de conocer a autores. ¡Y esta noche se han cumplido mis sueños! Dígame, por cierto, ¿ya ha cenado?
– Sí, abajo, en la cafetería.
– ¿Qué dice? Esa cafetería es un insulto al gremio.
No he comido demasiado.
– Bien -dijo Ouyang-. Hay un restaurante con terraza a sólo unas manzanas de aquí. Es un restaurante familiar, pero la comida no es mala. Ha parado de llover. ¿Qué le parece si vamos usted y yo?
La noche comenzaba a derramarse por el cielo mientras Chen seguía a Ouyang, que lo llevó hasta una calle flanqueada por paradas con letreros en rojo y negro iluminados por farolillos de papel. Sobre las pequeñas cocinas a carbón hervían las cacerolas, y los carteles anunciaban, al estilo cantonés, «vigor», «hormonas» o «esencia masculina». Aquellos puestos, al igual que otras formas de empresa privada, habían proliferado en las calles de Guangzhou desde la visita de Deng Xiaoping a las provincias del sur.
El local al que lo condujo Ouyang era más bien sencillo: varias mesas de madera con siete u ocho bancos, una cocina de carbón grande y dos pequeñas. Su único reclamo era un farolillo rojo de papel con el carácter «alegría» estampado en estilo tradicional. Anguilas, ranas, almejas y peces se retorcían o nadaban en cubos y cubetas de madera llenas de agua. También había una impresionante jaula de vidrio con varias serpientes de diversos tamaños y formas. Los clientes podían escoger su plato y pedir que se cocinara a su gusto. Una mujer de edad mediana despellejaba una serpiente de agua junto a la jaula. A pesar de que le habían cortado la cabeza, el animal seguía retorciéndose dentro de una fuente de madera. A los pocos minutos, una tira de carne blanca se guisaba en una olla de barro. Un anciano, tocado con un gorro blanco, ponía harina en un cazo y freía una carpa en un wok chisporroteante. Mientras, una chica joven, que iba de un lado a otro haciendo equilibrios con varias bandejas sobre su brazo delgado, y sus sandalias de madera claqueteaban sobre la acera, servía a los clientes. Llamaba «abuelo» al anciano del gorro blanco. Un restaurante familiar. Llegaron más clientes que no tardaron en ocuparse todas las mesas. Era evidente que el local tenía su reputación. Chen se había fijado en él por la tarde, pero calculó que el precio superaba su dieta para la comida.