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– Hola, Lao Ouyang. ¿Qué lo trae por aquí? -Al parecer, la chica que se les acercaba conocía bien a Ouyang-.

– Pues nuestro distinguido poeta, Chen Cao. Es un verdadero honor para mí. Como siempre, tus especialidades, y tu mejor vino, el mejor de todos.

Ouyang sacó su cartera y la dejó sobre la mesa.

– El mejor de todos -repitió la chica mientras se alejaba-.

En menos de quince minutos, la mesa de madera desnuda y llena de muescas se llenó de platos, cuencos, cazuelas, platillos y bandejas. El farolillo de papel proyectaba una luz rojiza sobre sus rostros y sobre las pequeñas copas en sus manos. Chen había oído decir que en Guangzhou no había bicho de cuatro patas con el que los cantoneses no hubieran inventado algún plato exquisito. Ahora era testigo del milagro. Tortilla con almejas de río, albóndigas Cuatro Alegrías, anguilas de arrozal fritas, tomates con relleno de camarones pelados, arroz Ocho Tesoros, sopa de aleta de tiburón, y una tortuga entera con salsa agridulce y tofu relleno con carne de cangrejo.

– Son sólo unos cuantos platos sencillos, cocina de terraza -explicó Ouyang, con los palillos en alto y sacudiendo la cabeza a modo de disculpa-. A un gran poeta se le debe más respeto. Iremos a otro lugar mañana, hoy es demasiado tarde. Por favor, pruebe la sopa de tortuga. Es buena para el yin, ya sabe, para nosotros los hombres.

Era una tortuga enorme que pesaba no menos de dos libras. A ochenta yuanes la libra en el mercado de Guangzhou, el plato habría costado más de cien. Aquel precio exorbitante se debía a la medicina tradicional. Se suponía que la tortuga, una superviviente tenaz en el agua o en tierra, era beneficiosa para el yin y, por lo tanto, un posible estímulo para la longevidad. Chen reconocía que era nutritiva, pero no lograba comprender, de acuerdo con la teoría del yin y el yang, por qué era buena para el yin. Tampoco había tiempo para reflexionar. Ouyang, que se mostró como un atento anfitrión, no cesaba de ponerle en el plato lo que consideraba delicias culinarias. Después de una segunda ronda de vino Maotai, Chen notó que una sensación agradable se apoderaba de él. Una comida excelente, un vino suave, la joven camarera sirviéndoles con su andar ligero, radiante como la luna nueva… El aliento aromático de la noche de Guangzhou lo embriagaba. Más que cualquier otra cosa, el inspector jefe Chen se sentía embriagado por su nueva identidad: un poeta reconocido adorado por su seguidor.

– «Junto a la jarra de vino, la joven es la luna / y sus brazos desnudos, la blancura del rocío» -citó Chen, recordando unos versos de Reminiscencia del sur, de Wei Zhuang-. Hasta me atrevería a afirmar que Wei describía una escena en Guangzhou, no muy lejos de este puesto.

– Tengo que anotar esos versos en mi libreta -Ouyang engulló una cucharada de sopa de aleta de tiburón-. Eso es poesía.

– La imagen de la taberna es bastante popular en la poesía clásica china. Puede que haya nacido con el relato amoroso de Zhuo Wenjun y Sima Xiangru, de la dinastía Han. En el momento más miserable de sus vidas, los dos amantes tuvieron que vender vino en la taberna de un callejón.

– ¡Wenjun y Xiangru! -exclamó Ouyang-. Sí, he visto una versión de su romance en una ópera de Beijing. Xiangru es un gran poeta y Wenjun se fuga con él.

La cena resultó ser magnífica, más aún con la segunda botella de Maotai que Ouyang insistió en pedir hacia el final. Chen comenzaba a mostrarse efusivo y empezó a hablar de poesía. En su trabajo, sus aspiraciones literarias se consideraban una distracción, así que aprovechó la oportunidad para hablar del mundo de las palabras con aquel interlocutor tan ávido. La joven camarera no dejaba de servirles vino. El destello de sus muñecas blancas por encima de la mesa, el eco agradable de sus sandalias de madera en el aire nocturno… La misma visión y los mismos sonidos que habían embriagado a Wei Zhaung hacía más de mil años. Entre copas y palillos de bambú, Chen también iba recomponiendo la vida de Ouyang.

– Hace veinte años, es como si fuera ayer, tan rápido como chasquear los dedos -dijo éste-.

Veinte años atrás, en sus tiempos de estudiante en Guangzhou, Ouyang se había propuesto ser poeta, pero la Revolución Cultural hizo añicos sus sueños, al tiempo que las ventanas de su aula. Primero cerraron su escuela, y luego, como joven instruido, fue trasladado al campo. Tras desperdiciar ocho años, le permitieron volver a Guangzhou, y se convirtió en un parado. Suspendió el examen de ingreso a la universidad, pero consiguió levantar su propia empresa, una fábrica de juguetes de plástico en Shekou, a unos ochenta kilómetros al sur de Guangzhou. Como empresario de éxito, ahora tenía tiempo para todo, salvo para la poesía. En más de una ocasión había pensado dejar el negocio, pero aún recordaba demasiado su trabajo de diez horas al día por setenta feng en sus tiempos de joven instruido. Era algo demasiado reciente. Antes, quería ganar el dinero suficiente, pero entretanto, había ideado diversas maneras de mantener vivos sus sueños literarios. Por ejemplo, este viaje a Guangzhou era un viaje de negocios, aunque también tenía previsto asistir a un seminario de escritura creativa organizado por la Aso ciación de Escritores de Guangzhou.

– La Casa de los Escritores merece la pena -dijo Ouyang-, porque por fin he conocido a un poeta de verdad como usted.

"No del todo", pensó Chen mientras arrancaba una pata de la tortuga con sus palillos. Sin embargo, al lado de Ouyang, se sentía como un poeta, un «profesional». No tardó en darse cuenta de que su amigo era un aficionado que sólo veía en la poesía un brote de sentimentalismo personal. Había cierto ritmo espontáneo en los pocos versos que le enseñó, pero carecían de un auténtico dominio formal. Ouyang quería a toda costa dedicar más tiempo a hablar de poesía. A la mañana siguiente, volvió a traer el tema a colación mientras tomaban el té de la mañana, el dimson, en el restaurante El fénix dorado. Una camarera se detuvo ante su mesa con un carrito de acero inoxidable. Había un despliegue asombroso de tapas y de dulces. Podían escoger lo que quisieran además del té.

– ¿Qué le gustaría comer hoy, señor Ouyang? -preguntó la camarera-.

– Costillas al vapor con salsa de alubias negras, pollo con arroz glutinoso, callos al vapor, cerdo rebozado y una tetera de té de crisantemo con azúcar -dijo Ouyang mirando a Chen con una sonrisa-. Son mis platos favoritos, pero usted puede escoger los que quiera.

– Temo que estamos comiendo demasiado -repuso Chen-. ¿No se debería tomar sólo es una taza de té por la mañana?

– Según mis investigaciones, el té de la mañana tiene sus orígenes en Guangzhou, donde la gente solía tomar una buena taza antes que nada -explicó Ouyang-. "Estaría bien comer algo para acompañar el té", habrá pensado alguien. No una comida completa, pero sí un bocado de algo delicioso. Así fue como inventaron estos diminutos aperitivos, motivo por el que la gente no tardó en prestar más atención a la variedad de pequeños platos. Ahora el té tiene una importancia secundaria.