La sala estaba llena de gente conversando, tomando té, hablando de negocios y probando las tapas que circulaban sobre carritos que las camareras no paraban de presentar a los clientes. No era el lugar idóneo para una conversación sobre poesía.
– La gente vive muy ocupada en Guangzhou -comentó Chen-. ¿De dónde sacan tiempo para tomar el té de la mañana?
– El té de la mañana es un imperativo -respondió Ouyang con una sonrisa de oreja a oreja-. Para la gente es más fácil conversar de negocios compartiendo una tetera y cultivando los sentidos antes de llegar a un acuerdo, pero nosotros podemos hablar de poesía cuanto queramos.
Chen se sintió un poco incómodo cuando Ouyang no le dejó pagar. Su interlocutor lo detuvo con un discurso apasionado.
– He ganado algún dinero. ¿Y qué? En veinte o treinta años, ¿qué quedará? Nada. Mi dinero pertenecerá a otra persona. Lo habrán manoseado, desgastado y los billetes estarán rasgados. ¿Qué decía nuestro querido maestro Du Fu? «Sólo perdura lo que escribes.» Sí, usted es un poeta conocido en todo el país, así que déjeme ser su pupilo un par de días, si me considera digno. Se supone que en los tiempos antiguos un alumno debía traerle a su maestro un jamón de Jinhua entero.
– Pero no soy un maestro, ni soy un poeta conocido.
– Le confesaré una cosa. Anoche llevé a cabo una pequeña investigación en la biblioteca de la Casa de los Escritores. Es una de las ventajas que tiene. Está abierta al público toda la noche. ¿Y sabe qué? Encontré no menos de seis ensayos sobre usted, y todos eran muy elogiosos con sus poemas.
– ¡Seis! No sabía que hubiera tantos.
– Sí, yo estaba muy emocionado. Como dice en el Libro de los cantos: «Doy vueltas y vueltas en la cama, y no consigo dormirme».
La alusión de Ouyang al Libro de los cantos no era del todo correcta. En realidad, era un poema de amor. Aun así, no había por qué dudar de su sinceridad.
Después del té de la mañana, Chen fue al lugar donde Xie se había hospedado. Se trataba de un hotel con una fachada destartalada, el lugar indicado para chicas en busca de trabajo. El recepcionista hurgó estoicamente entre sus fichas hasta que encontró el nombre. Deslizó el libro hasta el otro lado del mostrador para que Chen lo viera con sus propios ojos: Xie se había marchado el 2 de julio. ¿Dónde había ido después? Nadie lo sabía.
– ¿No dejó una dirección para el correo?
– No, esas chicas nunca dejan una dirección.
Chen tuvo que recurrir a la técnica del puerta a puerta. Se dedicó a recorrer los hoteles con la foto en una mano y un plano en la otra. Era una ciudad desconocida para él, y en permanente transformación. Resultó ser una tarea mucho más ardua de lo que había esperado, aunque contara con una lista de los posibles hoteles. La respuesta era siempre una sacudida de cabeza.
– No, en realidad, no nos acordamos…
– No, debería probar en la Oficina Metropolitana de Seguridad…
– No, lo siento, tenemos muchos huéspedes.
En pocas palabras, nadie la reconocía. Por la tarde, Chen entró en un pequeño café medio oculto en una calle lateral y pidió un cuenco de empanadillas de gambas con varios panecillos al vapor. Sentado ahí, mientras comía, se fue dando cuenta de una característica de Guangzhou. Aquélla no era una calle principal, pero los negocios iban bien. La gente no paraba de entrar y salir, cogía cajas de plástico con diferentes combinaciones de platos y salía comiendo del local con unos palillos desechables. Chen era el único que permanecía sentado, esperando. Daba la impresión de que el tiempo era lo más importante. Más allá de lo que se pudiera decir sobre los cambios en la ciudad, en Guangzhou seguía vivo el espíritu de algo que difícilmente podía llamarse socialista, a pesar de la consigna «Construyamos un nuevo Guangzhou socialista» que se veía por todas partes, incluso en las paredes grises del pequeño restaurante. Era verdad que Guangzhou se estaba convirtiendo en un segundo Hong Kong. El dinero llegaba a raudales, desde allí y desde otros países. Por eso venían las mujeres jóvenes. Algunas acudían en busca de un empleo, y otras, a hacer la calle. No era fácil para las autoridades locales controlarlas a todas. Eran gran parte de la atracción para los viajeros de Hong Kong y también del extranjero. "¿Qué puede hacer en esa ciudad una chica como Xie Rong, completamente sola?", pensó Chen y entendió por qué la profesora Xie estaba tan preocupada. Llamó a la comisaría de policía, pero no se sabía nada del paradero de Xie. La policía local no colaboraba con demasiado entusiasmo. El inspector Hua le explicó que tenían sus propios problemas y que le faltaban hombres para ocuparse de sus propios casos.
Al final del tercer día de búsqueda infructuosa, Chen volvió a la Casa de los Escritores exhausto, y Ouyang le ofreció llevarlo al restaurante El Rey de la serpiente para una «cena especial». Chen casi perdía las esperanzas de llevar a cabo su misión en Guangzhou, pues los últimos días habían sido demasiado frustrantes. Siempre con la foto en la mano, siempre haciendo las mismas preguntas, como un anacrónico Quijote, yendo de un hotel a otro, intentando lo imposible, sabiéndolo, pero sin cejar en ello. Por eso, y no sin cierta ironía, caviló que una buena cena podría animar a un inspector jefe completamente abatido. Los condujeron a una sala privada de paredes blancas y ángeles pintados en tonos azules en los techos altos, lo que le pareció a Chen una decoración directamente importada de Hong Kong. Entre las delicias de la carta, figuraban el cochinillo asado y las zarpas de oso. La especialidad del chef era Batalla de tigre y dragón. La camarera explicó que se trataba de un surtido de carnes de serpiente y gato. Ouyang pidió uno y empezó a recitar las prodigiosas cualidades de la carne de serpiente.
– La serpiente es buena para la circulación. Como medicina, es beneficiosa para el tratamiento de la anemia, el reumatismo, la artritis y la astenia. La vesícula biliar de la serpiente se recomienda especialmente para disolver la flema y mejorar la visión.
Chen no prestaba atención a las especialidades del chef. Con la carta en la mano, empezaba a tener dudas acerca de la utilidad de su viaje. Un trabajo arduo, pero Xie era la única pista. Renunciar a ella equivalía a tirar la toalla.
– Es un imperativo absoluto… Batalla de tigre y dragón -dijo Ouyang y puso una cucharada de sopa de serpiente en el plato de Chen-.
La camarera trajo una botella de vino para que le dieran su aprobación.
– Maotai -la giró para que vieran la etiqueta-.
Ouyang saboreó el vino que le ofrecían y asintió. Era un licor fuerte. Chen lo bebió de un solo trago. Como hombre de mundo, Ouyang se había dado cuenta del ánimo de Chen, pero no preguntó directamente. Sólo después de unas copas, Ouyang empezó a hablar de sus propios negocios en Guangzhou.
– Lo crea o no, usted es mi estrella de la suerte, una estrella literaria. Me acaban de hacer un pedido enorme, de modo que esto es una celebración.
Y fue una cena maravillosa. Batalla de tigre y dragón resultó ser un plato tan fantástico como su nombre. Entre el «tigre» y el «dragón» había un huevo duro, símbolo de una enorme perla.
– Por cierto, ¿usted a qué ha venido? Quiero decir, aparte de la poesía -preguntó Ouyang mientras dejaba un trozo de carne de gato en el plato de Chen-. Si hay algo que le interesa en Guangzhou, quizá pueda ayudarle.
– No es nada especial -Chen vaciló antes de tomar otra copa. Era la cuarta o la quinta. No era muy habitual en él-.
– Puede confiar en mí.
– Se trata de un asunto sin importancia, pero quizá pueda ayudarme… con sus contactos locales.
– Haré todo lo que pueda -prometió Ouyang dejando los palillos sobre la mesa-.
– He venido en busca de material para mi poesía -explicó Chen-, aunque una profesora de mis años de universidad me ha pedido que averigüe algunas cosas sobre su hija. La chica vino a Guangzhou hace varios meses, si bien no se ha puesto en contacto con su madre para informarle de su dirección y su número de teléfono. La mujer está preocupada, así que le prometí que haría todo lo posible por encontrarla. Ésta es la foto de la hija.