CAPÍTULO 24
Era el quinto día del inspector jefe Chen en Guangzhou. Al despertarse, encontró una nota en su mesilla de noche en la que se podía leer una dirección seguida de un breve mensaje:
«Xie Rong: calle Xinhe, sector 60, número 543.
La encontrará en esta dirección. Que tenga un buen día.
Ouyang»
La calle Xinhe no era una de las arterias principales. El inspector jefe Chen pasó por delante de una casa de baños en desuso con una chica de cara pálida apostada en la entrada, y luego por un pretencioso café con varios ordenadores sobre mesas con cubierta de vidrio y un cartel en el que se leía «Correos electrónicos». Se detuvo delante de un edificio alto cuya dirección correspondía a la que le había dado Ouyang. Era una construcción ruinosa y destartalada. Por lo visto, no albergaba oficinas ni viviendas, aunque en la entrada un portero estaba sentado en un mostrador clasificando la correspondencia. Miró a Chen por encima de sus gafas de lectura. Cuando éste le enseñó la dirección, el hombre señaló hacia el ascensor. Chen esperó unos diez minutos, sin ver ninguna señal de que fuese a bajar. Estaba a punto de subir por la escalera cuando el ascensor se detuvo en la planta baja con un golpe sordo. Parecía mucho más antiguo que el edificio, pero lo llevó hasta la quinta planta, donde se inmovilizó tras una sacudida. Al cruzar la puerta de bisagras chirriantes, tuvo la curiosa sensación de aterrizar en medio de la chica del cabaret, una película de los años treinta. Había, en un estrecho pasillo que olía a colillas, una sucesión de puertas sospechosamente cerradas, como si el general Yan de la película, todavía vestido con su pijama de seda de color escarlata, fuese a surgir de un momento a otro desde una puerta para comprar un ramo de rosas a una vendedora de flores -papel interpretado por Zhou Xuan, esplendorosa en aquella época-. El inspector jefe Chen llamó a la puerta con el número 543.
– ¿Quién es? -preguntó una voz de mujer joven-.
– Chen Cao, el amigo del señor Ouyang.
– Adelante, la puerta no está cerrada.
Chen abrió y se encontró en una habitación dividida por una cortina de terciopelo corrida hasta la mitad. Había pocos muebles: una cama doble, un espejo grande en la pared, justo por encima de la cabecera, un sofá cubierto con una tela de toalla, una mesilla de noche y un par de sillas. Apoyada en unos cojines, una chica tendida en el sofá leía un libro de bolsillo. Llevaba puesta una bata de rayas azules que dejaban al descubierto buena parte de sus piernas. Estaba descalza y descansaba los pies sobre un brazo del sofá. En la mesita había un cenicero con colillas teñidas de pintalabios.
– Así que tú eres Chen Cao.
– Sí. ¿Ouyang te ha hablado de mí?
– ¡Claro! Me ha dicho que eres especial, aunque para mí es un poco temprano -se incorporó para sentarse-. Me llamo Xie Rong -se puso de pie sin dar muestras de timidez al alisarse la bata-.
– Debería haber llamado antes, pero…
– No te preocupes, un cliente distinguido siempre es bienvenido.
– No sé lo que te habrá contado Ouyang, pero quiero que hablemos.
Siéntate -señaló una silla junto a la cama-.
Chen vaciló antes de obedecer. La habitación estaba impregnada de un fuerte olor a licor, humo de cigarrillo, productos de cosmética baratos y un aire que recordaba vagamente a olores corporales. Xie cruzó la habitación descalza, sirvió café de una cafetera eléctrica y le ofreció una taza en una bandeja de Fuzhou lacada.
– Gracias.
El inspector jefe Chen se dio cuenta de que se encontraba en una situación que no había previsto, ni siquiera imaginado, quizá por eso Ouyang le había dejado la dirección sin dar explicaciones. Un poeta buscando a una chica en una ciudad grande podía parecer sospechosamente "romántico", lo bastante para que propiciara un encuentro entre la chica y él, al mejor estilo de las fantasías literarias. No tenía sentido culparlo, pues lo había hecho con la mejor intención.
– Así pues, vamos al grano -dijo ella-.
Se encaramó a la cama y se quedó sentada con los brazos cruzados sobre las rodillas, observándolo con una mirada intensa y en una postura que recordaba a un gato birmano. La asociación de ideas no era nada desagradable. En cierto modo le recordaba a alguien.
– ¿Es la primera vez, verdad? -preguntó malinterpretando su silencio-. No te pongas nervioso.
– No, he venido a…
– ¿Quieres algo para relajarte antes? ¿Un masaje japonés, un masaje de pies… para empezar?
Un masaje de pies -repitió él-.
Los conocía por una novela japonesa que había leído, acaso de Mishima. Era una especie de experiencia existencialista, aunque nunca le había gustado Mishima, pero no dejaba de tentarle. Lo más probable era que jamás volviera por ahí. No sabía si con eso cruzaba el límite que se había trazado. Sin embargo, era demasiado tarde para echarse atrás, a menos que decidiera sacar la placa y comenzar a interrogarla en su condición de inspector jefe.
¿Funcionaría esa táctica? Para Xie Rong, como para el común de los chinos, los HCS como Wu Xiaoming estaban por encima de ellos, y también de la ley, por lo que era bastante probable que Xie no se atreviera a declarar contra Wu. Si se negaba a contestar a sus preguntas, ya no tenía nada que hacer en Guangzhou. Una de las cosas que había aprendido en los últimos días era que sus colegas de la policía local eran poco fiables.
– ¿Por qué no? -mostró unos cuantos billetes-.
– ¡Qué propina más generosa! Déjalo sobre la mesilla. Vamos al baño.
– No -todavía intentaba poner algún tipo de límite-. Me ducharé solo.
– Como quieras -dijo ella con mirada indolente-. Eres un tipo muy especial.
Se arrodilló frente a él y comenzó a desabrocharle los zapatos.
– No -volvió a protestar él con timidez-.
– Tienes que quitarte los zapatos, al menos eso.
Antes de que Chen pudiera decir o hacer algo, Xie había empezado a desabrocharle los botones de la camisa. Al sentir el calor de su aliento en el hombro, retrocedió un paso. Ella cogió una bata de detrás de la puerta y se la lanzó. El entró a toda prisa en el baño, todavía vestido y con la bata sobre un hombro, mientras pensaba que debía parecer un personaje salido de una película. El cuarto de baño no era más grande que el de la Casa de los Escritores. Tenía un plato de ducha ovalado con una alcachofa giratoria y una toalla grande en una percha metálica. Encima de un lavabo de porcelana desportillado colgaba un espejo, y había una pequeña alfombra en el suelo, pero el agua caliente no escaseaba. Chen había decidido aceptar la propuesta porque necesitaba tiempo para pensar, aunque sabía que no podía quedarse demasiado rato en el cuarto de baño. Al final, salió vestido con la vieja bata de franela. El cinturón deshilachado le colgaba sobre las piernas desnudas.
Bajo el vapor de la ducha había podido improvisar unas cuantas ideas.
Ella lo esperaba sentada en la cama con las piernas cruzadas, pintándose las uñas con esmalte rojo vivo. La ventana filtraba la luz que caía sobre el cubrecama blanco y raído. Xie estiró las piernas, flexionó los dedos de los pies con un movimiento sensual, levantó un pie por encima del otro, agitó las manos y dijo con una risilla:
– ¡ Ah!, así está mucho mejor.
En la pared del sofá había un cartel con una chica en bikini, y debajo, una leyenda: «¡El tiempo es oro!» Era una nueva consigna política que Chen había visto en Guangzhou.
– Quítate la bata -le dijo mientras daba el toque final a la pintura de los dedos con mano segura-. A continuación, cerró el frasco de esmalte y lo dejó sobre la mesilla. Chen se sorprendió al ver que Xie se tendía de espaldas y agitaba los pies, como en un ejercicio de natación sincronizada. Los dedos pintados de rojo bailaban en el aire.