– Me alegro de que la información le sirva de algo. Si hace falta, la vieja declarará en el tribunal, yo me ocuparé de ello.
– Muchas gracias. No sé qué más decir.
– No tiene por qué. Adivine por qué quería verlo -dijo el Viejo cazador mirando su taza de té en lugar de mirar a Chen-. Todavía tengo algunos contactos, en la oficina y en otras partes. Soy un don nadie jubilado, así que la gente no tiene problemas para hablar conmigo.
– Desde luego, la gente confía en usted.
– Soy un viejo, y ahora ya nada me importa demasiado. Usted todavía es joven, y está haciendo lo correcto. Es un policía honrado, no quedan muchos como usted hoy en día, pero a algunas personas no les gusta ver que hace lo correcto. Me refiero a lo superiores.
Así que el Viejo cazador lo había llamado por una razón. Chen había contrariado a algunas personas en las altas esferas, y se comentaba. ¿Era probable que ya lo hubieran sometido a algún tipo de vigilancia?
– Esa gente es peligrosa. Le pincharán el teléfono o le pondrán micrófonos en el coche. No son lo que se llamaría principiantes, así que vaya con cuidado.
– Gracias, tío Yu. Eso haré.
– Es lo único que le puedo decir, y me alegro de que Guangming trabaje con usted.
– Sigo creyendo que la justicia triunfará.
– Yo también -dijo el Viejo cazador alzando su taza- Déjeme beber una taza de té para desearle éxito.
"Quizá sea mi último caso como inspector jefe si insisto en seguir adelante con la investigación", pensó Chen sombríamente, mientras salía del mercado del Templo de la Ciu dad, a esa hora abarrotado de público. Sin embargo, si cedía a la presión, tal vez fuera lo mismo, porque no podría verse a sí mismo como policía honrado o como un hombre con la conciencia tranquila.
CAPÍTULO 27
Cuando Chen llegó a la calle Hunan, creyó distinguir a un hombre de edad mediana vestido con una camiseta marrón, que le seguía los pasos a un ritmo constante, siempre a cierta distancia, pero sin perderlo nunca de vista. La presión de sentirse observado, de que alguien registrase todos sus movimientos y siguiese cada paso, era una experiencia nueva. No obstante, cuando entró en una tienda de alimentación, el hombre de la camiseta marrón pasó de largo. Chen suspiró aliviado, quizá estaba demasiado nervioso. Ya eran más de las cuatro. No tenía ganas de volver al despacho, por lo que decidió ir a casa de su madre, en una calle sin asfaltar, pequeña y tranquila, que daba a la avenida Jiujiang.
Se desvió de su camino para comprar un lechón asado en Bocados del Cielo, una charcutería nueva. La piel estaba bien dorada y tenía un aspecto crujiente, a su madre le gustaría. Aunque ya tenía más de setenta años, sus dientes aún estaban bien. Hacía días que no pensaba en ella, incluso se había olvidado de comprarle algún recuerdo en Guangzhou. Como hijo único, se sentía culpable.
Cuando divisó la casa, le pareció extraña, casi irreconocible, a pesar de haber vivido allí varios años con su madre y llevar sólo unos meses en su propio piso. La fregadera de cemento de la entrada estaba tan húmeda que había crecido verdín cerca del grifo. Las paredes, agrietadas, necesitaban una reparación en profundidad. En la escalera, a oscuras, olía a cerrado y en los rellanos había montones de cajas de cartón y cestos de mimbre, algunos llevaban años ahí. Vio la silueta de su madre recortada contra la luz que se filtraba por la cortina medio cerrada en la ventana del ático.
– Hace días que no llamas, hijo.
– Lo siento, madre. He estado muy ocupado estos días, pero siempre pienso en ti, y en esta habitación también.
La sala le era familiar, y sin embargo, extraña. Ella estaba de pie al lado del retrato enmarcado de su padre en los años cuarenta, con su toga y su birrete, sobre la cómoda destartalada, un joven estudiante de aspecto muy formal con un futuro prometedor. La foto brillaba con la luz. "Mi madre nunca se ha sobrepuesto a la muerte de su marido", pensó él, pero al parecer, se las arreglaba para ir al mercado todos los días, charlar con los vecinos y practicar sus ejercicios de tai-chi por las mañanas. En varias ocasiones, Chen había intentado darle algo de dinero, pero ella lo rechazaba. Insistía en que debía ahorrar para sí mismo.
– No te preocupes por mí -decía acentuando la última palabra-. Tengo muchas cosas que hacer. Hablo con tu tío por teléfono casi todos los días y miro la televisión por las noches. A partir de este mes, hay más canales.
Sólo había aceptado dos cosas de Chen: el teléfono y el televisor. En realidad, el teléfono no le pertenecía, la oficina lo había comprado y posteriormente instalado. Cuando estuvo a punto de mudarse, Chen pidió que le pusieran otro en el nuevo apartamento. En teoría, el inspector jefe debería haber renunciado al antiguo, pero insistió en la necesidad de hablar con su madre a diario. La mujer tenía más de setenta años y vivía sola. El Secretario del Partido Li dio su visto bueno con un simple movimiento de cabeza. Era como recibir un talón por tres mil yuanes. El teléfono en sí no era caro, pero con tanta gente en Shanghai en lista de espera, la instalación habría costado una fortuna, sin contar todos los documentos oficiales que se requerían para demostrar que era necesario. Para ella, el teléfono sería una ayuda muy valiosa para combatir la soledad, al igual que el televisor también. Chen lo había comprado a "precio oficial", lo cual significaba que todavía estaba al alcance de su salario. Él era el inspector jefe, no un "poli" cualquiera, y además, el administrador de la tienda lo conocía bien. ¿Y por qué no? Durante la Revolución Cultu ral, la casa de su padre había sido saqueada por los Guardias Rojos. A comienzos de los años ochenta, cuando sus pérdidas fueron tasadas, el valor, el de quince años antes, también se tasó según el "precio oficial". El anillo de oro de cinco quilates de su madre equivalía a menos de un tercio de lo que costaba un televisor en color.
– ¿Quieres un poco de té? -preguntó su madre-.
– Sí, de acuerdo.
– ¿Acompañado de un plato de bayas de espino espolvoreadas con azúcar?
– ¡Fantástico!
Chen cogió la taza y el plato de manos de su madre, y luego vio con asombro que ella se quitaba la flor de jazmín que llevaba en el pelo y la dejaba caer en su propia taza, en la que los pétalos flotaban en el líquido oscuro. Nunca había visto a nadie bebiendo té de jazmín de esa manera.
– A mi edad, creo que me puedo dar algún lujo. La flor sólo me ha costado veinte fengs.
– Té de flor de jazmín al natural. ¡Qué buena idea!
Chen se alegró de que no se le hubiera ocurrido poner la flor en su taza. Sospechaba que su madre nunca había dejado de preocuparse por el dinero. Su marido, a pesar de ser un académico de mucho prestigio, no le había dejado prácticamente nada, excepto los libros, que ella no se resignaba a vender. Como viuda de una persona importante, consideraba que estaba por encima de ello. Sin embargo, su pensión apenas alcanzaba para cubrir sus necesidades más básicas. De todos modos, acabaría desechando la flor de jazmín, que seguramente habría comprado dos o tres días atrás. Su madre hacía de la necesidad una virtud. Chen se prometió a sí mismo que, la próxima vez que viniera, le traería media libra de auténtico té de jazmín, el famoso té Nubes y Bruma de las Montañas Amarillas. Su madre dejó su taza y se reclinó en su mecedora de mimbre.
– Cuéntame cómo te van las cosas.
– Todo va bien.
– ¿Y qué hay de lo más importante en tu vida?
Era una pregunta que Chen conocía bien. Se refería a salir con una chica, casarse con ella y tener un hijo. Él siempre decía que estaba demasiado ocupado, lo cual era verdad.
– Pasan muchas cosas en la oficina, madre.
– Así que no tienes tiempo ni para pensar en ello. ¿Es eso? -inquirió la anciana, aunque la respuesta ya le fuera familiar-.