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Eso explicaba la falta de interés del inspector Yu en este caso, aunque era él quien había contestado la llamada telefónica, acudiendo a la escena del crimen. Chen siguió revisando las fotos hasta que se detuvo ante una y la cogió.

– Pida que reencuadren ésta y que la amplíen. Tal vez alguien pueda reconocerla.

– ¿Qué pasa si nadie se presenta?

– En ese caso tendremos que empezar un rastreo… si nos asignan la investigación, claro.

– Eso, un rastreo -dijo Yu quitándose una hoja de té de los dientes-.

La mayoría de los policías detestaba ese tipo de incordios.

– ¿Con cuántos hombres contamos para esa tarea?

– No demasiados, camarada inspector jefe -reconoció Yu-. Nos falta personal. Qing Xiaotong está de viaje de luna de miel. Li Dong acaba de dejarnos para instalar una frutería y Liu Longxiang sigue en el hospital con un brazo roto. En realidad, en la llamada brigada de asuntos especiales sólo quedamos usted y yo en este momento.

Para Chen no pasó desapercibido aquel tono mordaz. Yu tardaría un tiempo en asimilar su fulgurante ascenso, y mejor no hablar de su nuevo piso. Esa dosis de antagonismo no le extrañaba en absoluto, sobre todo de parte del inspector Yu, que había ingresado antes que él en el cuerpo y tenía una formación técnica, así como parientes con un largo historial de servicio en la policía. Sin embargo, el inspector jefe Chen quería que se lo juzgara por sus logros en el ejercicio de sus funciones, y no por cómo había llegado a ocupar su puesto. Por eso estaba tentado de aceptar el caso, puesto que se trataba desde el principio de un auténtico caso de homicidio. Pero el inspector Yu tenía razón, estaban faltos de personal y tenían muchos asuntos especiales pendientes, por lo que no podían permitirse aceptar algo que se habían encontrado sin proponérselo: un crimen sexual sin indicios ni testigos. El panorama no era nada bueno.

– Hablaré con el Secretario del Partido Li. Entretanto haremos copias de las fotos y las distribuiremos en las comisarías. Es lo habitual. Da igual quién se ocupe del caso.

Luego añadió:

– Si tengo tiempo iré al canal esta tarde. Cuando fue usted, debía de estar bastante oscuro.

– Pues sí, es un paisaje muy poético -ironizó Yu mientras se levantaba y apagaba su cigarrillo-.

Y sin ocultar su sarcasmo prosiguió:

– Quizá se le ocurra un par de versos magníficos.

– Nunca se sabe.

Cuando Yu salió, Chen se quedó sentado tras su mesa, pensativo. Le molestaba la animosidad no disimulada de su ayudante. El comentario que había hecho de pasada sobre la pasión de Chen por la poesía era otra puya más. Sin embargo, en cierto modo, Yu tenía razón.

Chen nunca había tenido la intención de convertirse en policía, al menos durante sus años en la universidad. Publicaba sus poemas y era un alumno destacado del Instituto de Lenguas Extranjeras en Beijing. En aquella época, estaba decidido a seguir una carrera literaria. Un mes antes de licenciarse, se inscribió en un máster en literatura inglesa y norteamericana. Su madre aprobó la decisión, quizá recordando al padre de Chen, un profesor de la escuela neoconfuciana que había gozado de gran prestigio. No obstante, un buen día le informaron de que un cargo prometedor le esperaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores. A comienzos de los años ochenta, eran las autoridades las que asignaban un empleo a todos los universitarios que se licenciaban. Dado que él era uno de los alumnos en la lista de honor, el Ministerio solicitó sus antecedentes. La carrera diplomática no era la opción elegida por Chen, aunque, normalmente, dicha carrera fuera considerada una de las mejores opciones para un licenciado en inglés. Pero entonces, en el último momento, se produjo otro cambio inesperado. En el curso de la investigación emprendida por las autoridades, se descubrió que un tío de Chen había sido condenado por actividades contrarrevolucionarias y ejecutado a comienzos de los años cincuenta. Aunque él no lo conocía, una relación familiar de ese tipo era políticamente inadmisible para un aspirante a un cargo diplomático. Su nombre fue tachado de la lista del Ministerio y, al final, le asignaron un puesto en la policía de Shanghai. Durante los primeros años, su trabajo consistió en traducir un manual de técnicas de interrogatorio que nadie quería leer y en redactar para el Secretario del Partido Li informes políticos que él no quería escribir. Sólo en los últimos años había trabajado como policía: primero en el escalafón más bajo y, luego, sin saber por qué, como inspector jefe, aunque exclusivamente encargado de los asuntos especiales que le pasaban otros. El resentimiento que expresaban Yu y otros compañeros de la oficina se debía no sólo a su rápido ascenso, producto de la política de cuadros de Deng, sino también a sus actividades literarias que, en opinión, además de en conveniencia, de todos, constituían una desviación de sus obligaciones profesionales.

Chen volvió a leer el informe del caso y se dio cuenta de que era la hora de comer. Al salir, encontró un mensaje para él en el despacho. Lo habrían dejado antes de que llegara por la mañana.

«Hola, soy Lu. Estoy trabajando en el restaurante, nuestro restaurante El suburbio de Moscú. Un paraíso para los gourmets. Tengo que hablar contigo. Es importante. Llámame al 638-0843».

Era la típica manera de hablar del Chino de ultramar, siempre excitado y bullicioso. Chen marcó el número.

– El suburbio de Moscú.

– Lu, ¿qué pasa?

– ¡Ah!, eres tú. ¿Cómo te fue anoche?

– Muy bien. Estuvimos juntos, ¿no?

– No, me refiero a lo que pasó después de que nos fuimos. Entre tú y Wang.

– Nada. Seguimos bailando un rato y luego se marchó.

– Qué lástima, amigo -dijo Lu-. No te sirve de nada ser inspector jefe. Ni siquiera te das cuenta de las señales más claras.

– ¿Qué señales?

– Cuando nos fuimos, ella aceptó quedarse a solas contigo. Pensaba que era para pasar la noche. Una señal absolutamente clara. Está loca por ti.

– Pues yo no estoy tan seguro. Cambiemos de tema. ¿ Cómo te ha ido a ti?

– De acuerdo. Ruru me ha vuelto a pedir que te dé las gracias. Eres nuestra buena estrella. Todo marcha sobre ruedas. Hemos firmado los documentos y ya nos hemos instalado. Nuestro propio restaurante… Sólo me queda cambiar el cartel. Pondré un gran rótulo luminoso de neón en chino y en inglés.

– Querrás decir en chino y en ruso.

– ¿Quién habla ruso hoy en día? En cualquier caso, además de la comida, tendremos otro detalle genuinamente ruso. Te lo aseguro. Podrás probarlo -Lu ahogó una risilla misteriosa-. Gracias a tu generoso préstamo, celebraremos la gran inauguración el próximo lunes. Será un exitazo.

– Veo que estás muy seguro.

– Me he guardado un as en la manga. Todo el mundo se quedará boquiabierto.

– ¿De qué se trata?

– Ven y lo verás con tus propios ojos, y podrás comer hasta reventar.

– Cuenta conmigo. No me perdería por nada del mundo tu sopa rusa de col, Chino de ultramar.

– Entonces tú también eres un gourmet. Nos vemos.

Aparte de eso, no tenían gran cosa en común, pensó el inspector jefe Chen mientras colgaba con una sonrisa. Lu se había ganado el apodo Chino de ultramar en el instituto, no sólo porque llevaba una chaqueta de estilo occidental durante los años de la Revolución Cultural, sino, sobre todo, porque su padre había sido dueño de una peletería antes de 1949 y, por lo tanto, era un capitalista. Aquello llevó a Lu a la lista negra. A finales de los años sesenta, un mote como Chino de ultramar no podía traer nada bueno. De hecho, se usaba para señalar a personas en las que no se podía confiar políticamente, proclives a todo lo occidental, y a las que se atribuía un estilo de vida burgués y extravagante. Pero Lu se obstinaba en cultivar, con un cierto orgullo, su imagen "decadente": tomaba café, preparaba tartas de manzana, comía ensaladas de fruta y, claro está, llevaba trajes de corte occidental cuando se sentaba a cenar. Había trabado amistad con Chen, quien, al ser hijo de un "profesor burgués", también estaba marcado. Como si hubiesen nacido en la misma carnada, se apoyaban mutuamente. Lu solía invitar a Chen a su casa cada vez que sus experimentos culinarios llegaban a buen puerto. Después de terminar sus estudios en el instituto, Lu fue enviado al campo como "joven instruido" y pasó diez años sometido a los proyectos de reforma del campesinado pobre y de clase media baja. No volvió a Shanghai hasta principios de los años ochenta. Cuando Chen dejó Beijing, se reencontraron y descubrieron cuánto habían cambiado. Sin embargo, siguieron siendo amigos a pesar de todos esos años y de las diferencias que los separaban. Al menos los unía su gusto por la buena comida.