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– ¿Has oído hablar de un restaurante estilo dai en el hotel Jingjiang? Es fabuloso, se llama Jardín de Xishuang.

– Sí, jardín de Xishuang -dijo ella-. He leído algo en los periódicos.

– ¿Qué te parecería ir al Jardín de Xishuang mañana por la noche?

– ¿Me estás tomando el pelo?

Él sintió un asomo de arrepentimiento ante su sorpresa. Desde el nacimiento de Qinqin, era la primera vez que invitaba a salir a Peiqin. Ahora le preguntaba, pero con un motivo oculto.

– No, es que tengo ganas de ir. Tú no tienes otros planes para mañana por la noche, ¿verdad? ¿Por qué no salir a divertirse?

– ¿Crees que podemos darnos ese lujo?

– Aquí tengo un par de invitaciones que cubren las bebidas, el baile y el canto, es decir, el karaoke. Ya sabes qué es, se ha puesto de moda. Entradas gratis -dijo Yu y las sacó del bolsillo de la camisa-. ¡Ciento cincuenta yuanes por persona! Ni que tuviéramos que pagarlo de nuestro bolsillo, así que sería una pena no ir.

Eran las que le había dejado Chen. Quizá no quería desperdiciarlas…, o tenía la intención de que Yu acudiera a ese lugar.

– ¿Dónde las has conseguido?

– Alguien me las ha dado.

– Yo no sé bailar -vaciló-, y además, no tengo ni idea de cómo se maneja el karaoke.

– Es fácil aprender, mujer.

– Es fácil decirlo -la perspectiva de una noche especial no dejaba de tentar a Peiqin-. Ya somos viejos.

– Hay viejos que bailan y cantan en la plaza del Pueblo todos los días.

– Pero ¿por qué me pides de repente que salgamos?

– ¿Por qué no? Nos merecemos un respiro.

– Cuesta reconocerte, camarada inspector Yu. Tú, hablando de un descanso en medio de una investigación.

– Bueno, justo en el medio es precisamente donde estamos, y por eso quiero que vengas -dijo él-.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero que le pases una información al inspector jefe Chen. Puede que él también esté ahí. No es buena idea que nos vean juntos.

– De modo que no me estás invitando a una fiesta -intentaba ocultar su decepción-. Al contrario, me estás pidiendo que colabore en tu investigación.

– Lo siento, Peiqin -estiró la mano para acariciarle el pelo-. Sé que estás preocupada por mí, pero quiero decir una cosa en nombre del inspector jefe Chen, y también en el mío: estamos ante un caso que da verdadero sentido a nuestro trabajo. Lo cierto es que Chen está dispuesto a sacrificar su carrera en nombre de la justicia.

– Ya te entiendo -Peiqin le cogió la mano-. El inspector jefe Chen demuestra su integridad como agente de policía, y tú también. ¿Por qué tendrías que pedirme perdón?

– Si tanto te molesta, déjalo correr, Peiqin. Puede que no sea más que una idea descabellada que se me ha ocurrido. Quizá sea mi último caso. Debería haber escuchado tu consejo antes.

– ¡Oh, no! -protestó ella-. Sólo quiero saber qué tipo de información quieres que le pase.

– Dejaré una cosa bien clara. En cuanto acabe este caso, empezaré a buscar un empleo, un trabajo diferente. Entonces tendré más tiempo para estar contigo y con Qinqin.

– No pienses así, Guangming. Estás haciendo un excelente trabajo.

– Yo te contaré lo del caso, y tú me dirás si de verdad lo

es o no.

Yu empezó a contárselo todo. Cuando, al cabo de media hora, llegó al final de su crónica, volvió a insistir en la necesidad de intercambiar información con Chen.

– Es un trabajo que merece que hagáis un esfuerzo, tú y el inspector jefe Chen.

– Gracias, Peiqin.

– ¿Qué me pondré?

– No te preocupes por eso. Es una velada informal.

– Pero primero vendré a casa. Puede que estemos fuera hasta tarde, por lo que tendré que preparar la cena a Qinqin.

– Yo iré directamente desde el despacho. No llevaré uniforme, claro está. Nos veremos en el Jardín de Xishuang, pero fingiremos no conocernos. Después, nos encontraremos afuera.

– De acuerdo -dijo ella-, aunque para extremar la cautela, ni siquiera deberías ir.

– No, será mejor que vaya por si te sucede algo inesperado, aunque no lo creo probable. Siento haberte mezclado en esto -agregó al cabo de un rato-.

– No digas eso, Guangming. Si es por tu bien, también lo es por el mío.

CAPÍTULO 31

Chen llevaba tres días trabajando como intérprete escolta para la delegación de escritores estadounidenses. Los visitantes formaban parte de un programa de intercambio organizado por el Comité de Académicos Distinguidos China-Estados Unidos. William Rosenthal, profesor, crítico y poeta de renombre, viajaba acompañado de Vicky, su mujer. Su posición como presidente de la asociación estadounidense añadía importancia a la visita. Shanghai era la última parada de su itinerario. La habitación que Chen ocupaba en el hotel jingjiang estaba ubicada en la misma planta que la de los Rosenthal. No era tan lujosa como la suite donde se alojaba la pareja, pero no dejaba de ser elegante, y desde luego, estaba a años luz de su habitación en la Casa de los Escritores de Guangzhou. Una vez en el vestíbulo, acompañó a los invitados mientras compraban recuerdos en la tienda del hotel.

– ¡Me alegro tanto de poder hablar con alguien como usted! De eso trata nuestro intercambio cultural. Vicky, el señor Chen ha traducido a T. S. Eliot al chino -dijo Rosenthal a su mujer, que estaba absorta en la contemplación de un collar de perlas-. La tierra baldía, incluso.

Al parecer, Rosenthal conocía el curriculum literario de Chen, pero ignoraba su actividad como traductor de novelas de intriga y su profesión de policía.

– En Beijing y en Xi'an, los intérpretes también hablaban un buen inglés -comentó Vicky-, pero no sabían casi nada de literatura. Perdían el hilo en cuanto Bill empezaba a citar a alguien.

– Aprendo mucho con el profesor Rosenthal -Chen sacó un programa del bolsillo-. Me temo que ya es hora de dejar el hotel.

El programa era muy apretado. Días antes de su llegada, se había organizado minuciosamente el calendario de las actividades de los Rosenthal, que se había enviado a la Oficina de Relaciones Exteriores de la Asociación de Escritores de Shanghai. El trabajo de Chen consistía en seguir las instrucciones al pie de la letra. Ese día les esperaba, por la mañana, visita del Templo de la Ciudad; al mediodía, comida con escritores locales; por la tarde, un paseo por el río, y luego, de compras por la calle Nanjing; y por la noche, una ópera de Beijing o una fiesta de karaoke. El programa contemplaba un itinerario de lugares políticamente imprescindibles como la Casa de Ladrillo, donde el Partido Comunista Chino había celebrado su primera reunión, o como los restos bien conservados de las chozas del barrio Fangua bajo el régimen nacionalista en comparación con los edificios construidos por el régimen comunista y la nueva zona de desarrollo al este del río Huangpu. Ya los habían visitado todos.

– ¿Adonde vamos?

– Según nuestro programa, al Templo de la Ciudad.

– ¿Un templo? -preguntó Vicky-.

– En realidad, no. Es un mercado que alberga un templo en su centro -explicó Chen-, por eso algunos lo llaman Mercado del Templo del Dios de la Ciudad. Hay bastantes tiendas, incluso dentro del templo, donde se vende todo tipo de productos de artesanía local.

– Estupendo.

Como de costumbre, el mercado estaba repleto de gente. Los Rosenthal apenas se fijaron en el Templo recién restaurado, con sus columnas rojas y su enorme puerta negra, tampoco se interesaron por la exposición de artesanía montada en el interior, ni por el jardín de Yuyuan, que quedaba por detrás del edificio del Templo, con sus dragones amarillos vidriados en lo alto de los muros blancos. Lo que sí les impresionó fue el espectáculo de los numerosos puestos de comida.