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– La cocina debe de haber sido una parte integral de la civilización china -comentó Rosenthal-, o no habría tanta variedad.

– Ni toda esa variedad de gente comiendo tan a gusto…-agregó Vicky con voz alegre-.

El programa de la Oficina de Relaciones Exteriores preveía un almuerzo con coca-cola y helado. En la lista de actividades se especificaban también el lugar y una gama de precios. A Chen le reembolsarían el importe cuando entregara los recibos. Los Rosenthal se detuvieron delante del bar Dragón amarillo. Por la ventana se veía a una joven camarera trinchando un pato asado, aún humeante por la parte de la rabadilla cosida, mientras una mosca de tonos atornasolados chupaba la salsa que le había caído en el pie. Era un local sucio y abarrotado, pero conocido por la variedad de sus exquisitas tapas. Por una vez, Chen decidió olvidarse de las reglas y los llevó al interior. Siguiendo su recomendación, los Rosenthal comieron empanadillas de arroz glutinoso con relleno de cerdo y camarones. En sus tiempos de la escuela primaria, una empanadilla costaba seis fengs, pero hora valía cinco veces más. Aun así, podía pagarlo de su propio bolsillo, aunque no se lo reembolsaran. No estaba seguro de si les gustaría la comida a la pareja de estadounidenses, si bien les habría dado a probar un sabor típico de Shanghai.

– Es delicioso -dijo Vicky-. Ha sido muy amable con nosotros.

– Con su dominio del inglés -dijo Rosenthal entre dos bocados-, en Estados Unidos se podría dedicar a muchas cosas.

– Gracias -respondió-.

– Como director del Departamento de Inglés, estaría encantado si pudiéramos organizarle algo en nuestra universidad.

– Gracias.

– Y siempre será bienvenido en nuestra casa de Suffern, en Nueva York -terció Vicky mordisqueando la piel transparente de una empanadilla-. Podrá probar nuestra cocina y escribir sus poemas en inglés.

– Sería maravilloso estudiar en su universidad y visitar su casa -Chen había pensado en cursar una carrera en el extranjero, sobre todo poco después de su ingreso en el cuerpo de policía-, pero aquí quedan muchas cosas por hacer.

– La vida puede ser difícil en China.

– Pero está mejorando, aunque no tan rápido como quisiéramos. Al fin y al cabo, China es un país grande con más de dos mil años de historia. Algunos problemas no pueden solucionarse de la noche a la mañana.

– Sí, hay muchas cosas que usted puede hacer por su país -asintió Rosenthal-. No sólo escribe poemas maravillosos, ya lo sé.

Chen se sintió molesto con su propia respuesta, que le había salido de forma mecánica. Frases hechas, tan sólo frases hechas, como si tuviese una cinta grabada del Diario del pueblo en la cabeza. No le importaba soltar necedades de vez en cuando, pero había llegado a un punto en el que se había convertido en el reproductor de una grabación automática. Y los Rosenthal eran sinceros.

– En realidad, no estoy tan seguro de que pueda hacer muchas cosas -dijo reflexivo-. Lu You, un poeta de la dinastía Song, soñaba con hacer algo grandioso por China, pero acabó siendo un funcionario mediocre. Aunque parezca paradójico, fueron sus sueños los que pusieron vida en su poesía.

– Lo mismo puede decirse de W. B. Yeats -continuó Rosenthal-. No era un hombre de Estado, pero su pasión por el movimiento por la liberación de Irlanda fue la fuente de sus mejores poemas.

– O su pasión por Maud Gonne, la política a la que Yeats amó tan apasionadamente -matizó Vicky-. Conozco bien la teoría favorita de William.

Los tres rieron. Después, Chen vio que había un teléfono de pago junto a la puerta. Se disculpó, fue hasta allí y cogió un listín. Lo hojeó hasta encontrar el restaurante Cuatro mares, y marcó el número de Peiqin.

– Peiqin, soy Chen Cao. Siento llamarla al trabajo, pero no he podido encontrar a Yu.

– No tiene que disculparse conmigo, inspector jefe Chen. Todos estamos preocupados por usted. ¿Cómo le van las cosas?

– Bien. Acompaño a la delegación de Estados Unidos.

– ¿Visitando un lugar tras otro?

– Exactamente, y comiendo en un restaurante tras otro también. ¿Cómo está su marido?

– Tan ocupado como usted. Él también me ha comentado que le ha sido difícil comunicarse con usted.

– Sí, bastante. Si fuera necesario, él… o quizá usted, si es más conveniente, puede ponerse en contacto con un amigo mío. Se llama Lu Tonghao. Es el dueño de un restaurante nuevo, El suburbio de Moscú, en la calle Shanxi.

– Me parece bien. Sé dónde queda. Abrió hace unas semanas y ya ha causado sensación -comentó-. Por cierto, ¿vendrá usted esta noche al Jardín Xishuang?

– Sí, pero ¿cómo…? -calló-.

– Es un lugar fantástico, y creo que usted se merece darse un respiro en una noche de karaoke.

– Gracias.

– Entonces cuídese. Ya nos veremos.

– Lo mismo digo. Adiós.

Algo había alertado a Chen. La manera cómo Peiqin había mencionado la fiesta de karaoke lo inquietaba. Además, ¿por qué tendría tantas ganas de poner fin a la conversación?

¿Le habrían pinchado el teléfono también a ella? Era poco probable, pero el del hotel sí podía estar intervenido, por eso no había llamado desde ahí. Peiqin habría sospechado algo. Debería haber dicho que llamaba desde una cabina en el mercado del Templo de la Ciudad. Luego marcó el número del Chino de ultramar Lu, que había llamado a Chen al despacho después de que éste volvió de Guangzhou, aunque para no involucrarlo en sus problemas, lo había cortado diciéndole que tenía que salir inmediatamente. No era seguro hablar por el teléfono de la oficina.

– Suburbio de Moscú.

– Soy yo, Chen Cao.

– Querido amigo, me tienes realmente preocupado. Ya sé por qué me colgaste el otro día.

– No te preocupes, sigo siendo inspector jefe. No pasa nada.

– ¿Dónde estás ahora? ¿Qué es ese ruido de fondo?

– Estoy llamando desde un teléfono de pago en el mercado del Templo.

– Wang me ha llamado a propósito de tu problema. Me ha dicho que es algo serio.

– ¿Wang te ha llamado? -se extrañó-. No sé qué te habrá dicho, pero no es nada grave. Acabo de salir de un estupendo almuerzo con los estadounidenses, y ahora vamos a darnos un paseo por el río. Cabina de primera clase, desde luego. Sin embargo, tengo que pedirte un favor.

– ¿De qué se trata?

– Puede que alguien, la mujer de mi compañero, que se llama Jin Peiqin, se ponga en contacto contigo. Trabaja en el restaurante Cuatro mares.

– Conozco el lugar. Sus fideos con camarones son excelentes.

– No me llames ni a la oficina ni al hotel. Si hay algo urgente, llámala a ella o ve al restaurante. Podrás probar un plato de fideos, ya que estás.

– No te preocupes, soy un gourmet bastante conocido. Nadie se sorprendería de que comiera fideos ahí cada día.

– No está de más moverse con cuidado.

– Ya te entiendo, pero ¿puedes venir a verme? Tengo que hablar contigo de algo importante.

– ¿De verdad? He estado muy atareado estos días. Miraré mi agenda y veré qué puedo hacer.

El programa de actividades de la tarde incluía un paseo por el río Huangpu.

Chen conocía bien el recorrido, pues había trabajado como intérprete-escolta en numerosas ocasiones. Aunque no le costaba recitar pasajes de las guías oficiales, pues era una buena oportunidad para practicar su inglés, las actividades del programa resultaban cada vez más aburridas por su repetición, si bien dejó de quejarse de su condición de asistente cuando divisó la larga cola de gente que esperaba en la taquilla. Por fortuna, sus billetes reservados se encontraban en otra más pequeña señalada con el letrero «para turistas extranjeros.» Mientras aguardaban en el muelle y respiraban el aire contaminado, Chen oyó que Rosenthal murmuraba algo a Vicky sobre el monóxido de carbono que estaba envenenando la ciudad. "Otro problema grave, aunque Shanghai hace verdaderos esfuerzos por mejorar el medio ambiente", pensó, pero por deferencia a la guía oficial, guardó silencio.