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Como de costumbre, una sala especial, con aire acondicionado y televisión por satélite, estaba reservada a los visitantes extranjeros en la cubierta superior del barco. Estaban pasando una película de kung fu, rodada en Hong Kong, con Bruce Lee; otro privilegio, ya que sus películas no se proyectaban en los cines de Shanghai. Los Rosenthal no tenían ganas de ver la película. Chen tardó un buen rato en encontrar el botón para apagar. El camarero y la camarera, siempre sonrientes, no paraban de irrumpir en la habitación, trayendo bebidas, frutas y aperitivos. Algunos turistas que pasaban por su puerta también se detenían a mirar con curiosidad. Chen se sentía como en una jaula de vidrio. No lejos de allí, el Bund era un hormiguero de diversas actividades pintorescas. La ribera este se encontraba en plena expansión, su fisionomía cambiaba a toda velocidad con las nuevas obras que surgían por cualquier parte.

– Estoy pensando en un poema inspirado en un río -comentó Rosenthal-. En East Coker Eliot lo compara con un dios moreno.

– Un antiguo filósofo chino comparó al pueblo con las aguas del río -respondió Chen-. El agua puede transportar una barca, pero también puede hacerla volcar.

– ¿Ha vuelto a perderse en La tierra baldía? -preguntó Vicky con irritación fingida-. Sería una pena no salir a mirar este maravilloso río.

No pudieron seguir conversando durante mucho rato. Se oyó un golpe en la puerta, seguido de otros más insistentes.

– Espectáculo de magia, actuación de primera clase en la primera planta -decía un camarero agitando varias entradas en la mano-.

Al igual que la película, el espectáculo de magia no era más que otra intrusión, aunque desde luego, con buenas intenciones. No sería correcto que se quedaran en el camarote. En la primera planta no había escenario. Sólo un espacio abierto separado por varios montantes conectados por una cuerda de plástico, con un cabo atado a la larga ventana que daba a la cubierta, y el otro, junto a una portezuela por debajo de la escalera. Se había aglomerado un numeroso público. En el centro, un mago agitaba enérgicamente una varita en el aire. Una mujer joven, al parecer la ayudante del mago, salió por la portezuela. Con un toque de la varita mágica en el hombro, quedó congelada bajo la fría luz azul. Cuando el mago se le acercó, ella se derrumbó en sus brazos. Luego, sosteniéndola con un solo brazo, la levantó lentamente. La mujer quedó tendida sobre sus brazos, su largo pelo negro colgaba hasta el suelo, resaltando su cuello delgado, casi tan blanco como una raíz de loto, y tan inerte. El mago cerró los ojos con un gesto concentrado. Al sonar un redoble de tambores, retiró la mano que quedaba por debajo de ella y dejó el cuerpo flotando en el aire durante un segundo. El público aplaudió, entusiasmado.

Así era la hipnosis del amor, una metáfora cautivadora, pero peligrosa a causa de la indefensión que transmitía. ¿Guan Hongying también habría sido así? Ingrávida, sin sustancia, nada más que un accesorio con el que Wu jugaba a sus anchas. Y luego pensó en Wang. Para un amante todo era posible. ¿Tanto se había enamorado él? No podía responder a su propia pregunta.

«El sauce se yergue por encima de la niebla.

Veo mi pelo despeinado, y el broche en forma de cigarra

tendido en la cama.

¿ Qué me importan los días que me esperan

si esta noche gozas de mí hasta la plenitud?»

Otra estrofa de Wei Zhuang. En la crítica literaria tradicional, se le consideraba una analogía política, pero para Chen significaba simplemente el sacrificio de una mujer a la magia de la pasión. Como Wang, que había sido la más valiente, la que más se había sacrificado aquella noche en su piso, y luego, otra vez cuando hablaron por teléfono. Años antes había sido lo mismo para Guan, que se había entregado al ingeniero Lai antes de separarse de él.

Cuando acabó el espectáculo, Chen no encontró a los Rosenthal entre la multitud que se dispersaba. Subió y los descubrió inclinados sobre el parapeto, observando las olas rompiendo contra el barco. No se dieron cuenta de su presencia. "Mejor dejarlos a solas", pensó y bajó a comprar un paquete de cigarrillos. Le sorprendió encontrar a la ayudante del mago sentada en un taburete al pie de la escalera. Ya no vestía su disfraz resplandeciente, y parecía mucho más mayor, con su rostro arrugado y un pelo ya sin brillo. El mago, en quien el cambio era aún más llamativo, se había sentado junto a ella en otro taburete. Sin maquillaje, no era más que un hombre calvo y de mediana edad, con grandes ojeras. Se había aflojado la corbata, tenía la camisa arremangada y los cordones desabrochados. El aura poderosa que lo envolvía en escena se había desvanecido, pero los dos parecían relajados y tranquilos compartiendo un refresco de color rosa. Era probable que fueran pareja. "Tienen que interpretar su papel en cualquier escenario que se les presente", reflexionó Chen encendiendo un cigarrillo. Caído el telón, se apartaban de las candilejas y abandonaban a sus personajes. El mundo es un escenario…, o un sinfín de escenarios. Lo mismo para todos, y también para Guan, quien igualmente tuvo que interpretar su papel en la política, por lo que no era extraño que hubiera decidido encarnar a un personaje diferente en su vida privada. Su cigarrillo se había consumido sin que se diera cuenta.

– ¡Es todo tan maravilloso…! -exclamó Rosenthal cuando volvieron a juntarse en el camarote-.

– ¿Disfrutaba de un momento de privacidad? -preguntó Vicky-.

– «Privacidad» es una palabra muy difícil de traducir al chino.

Se había encontrado con el problema en varias ocasiones, no existía una palabra equivalente en su lengua. Tenía que recurrir a toda suerte de perífrasis para transmitir su significado. De vuelta al hotel, Rosenthal preguntó por el programa de la noche.

– No hay nada especial para la cena -aclaró Chen-. Aquí pone «sin actividad», así que la decisión depende de ustedes. Cerca de las ocho y media iremos al Jardín de Xishuang, en el hotel, para asistir a una fiesta con karaoke.

– ¡Magnífico! -dijo Rosenthal-, entonces podremos invitarlo a cenar. Escoja un buen restaurante chino.

Chen sugirió El suburbio de Moscú, y no sólo porque, después de numerosas invitaciones, había prometido al Chino de ultramar Lu que iría a cenar, sino que quizá también le esperaba un mensaje de Peiqin. El ir acompañado por la pareja de estadounidenses, no resultaría sospechoso a ojos de Seguridad Interior al tiempo que sería un buen negocio para Lu. Después, escribiría un breve artículo sobre «Los Rosenthal en Shanghai», donde mencionaría el establecimiento. El restaurante resultó ser tan espléndido como Lu había prometido. Con su fachada de castillo, su bóveda dorada y sus omnipresentes pinturas de paisajes, el antiguo local se había metamorfoseado como por arte de magia. Una chica rusa, alta y rubia, saludaba a los clientes en la entrada cimbreando su cintura, delgada y flexible como el tierno abedul de una canción popular rusa en los años sesenta.

– Parece verdad que las actuales reformas económicas están transformando China -comentó Rosenthal-.

Chen asintió con la cabeza. Empresarios del género de Lu aparecían por todas partes «como brotes de bambú después de la lluvia», según rezaba el viejo proverbio. Una de las consignas más populares del momento era un juego de palabras basado en la pronunciación china: xiang qian kan, que significaba «¡Mirad el dinero!». En los años setenta, con el carácter qian escrito de manera diferente, la consigna había sido «¡ Mirad hacia el futuro!». Las preciosas chicas rusas vestidas con minifalda se movían por todas partes, y el restaurante hacía una buena caja. Todas las mesas estaban ocupadas. Había varios extranjeros cenando. Los Rosenthal y Chen se sentaron. El mantel relucía con su blanco niveo, las copas centelleaban bajo los candelabros lustrosos y los pesados cubiertos podrían haber pertenecido a los zares del Palacio de Invierno.