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– Reservado para clientes especiales -declaró Lu con orgullo y abrió una botella de vodka-.

El vodka tenía un sabor auténtico y el caviar, también. El servicio era impecable y las camareras rusas, las mejores, tan atentas que les llegó a dar vergüenza.

– ¡Maravilloso! -sentenció Vicky-.

– Por las reformas económicas de China -brindó Rosenthal-.

Todos alzaron sus copas. Cuando El chino de ultramar Lu se disculpó, Chen lo siguió hasta el baño.

– ¡Estoy tan contento de que hayas venido esta noche, amigo mío! -dijo Lu con la cara sonrojada por el vodka-. He estado muy preocupado desde que recibí esa llamada de Wang.

– Entonces, ya te has enterado.

– Sí, aunque si es verdad todo lo que me contó Wang, entonces…

– No te preocupes, sigo siendo un miembro fiable del Partido o no estaría aquí esta noche con la pareja de Estados Unidos.

– Sé que no quieres hablar de los detalles conmigo…, cuestiones confidenciales, los intereses del Partido, las responsabilidades de un "poli", toda esa mierda -dijo Lu-, pero ¿harías el favor de prestar atención a lo que te propongo?

– ¿Qué tipo de propuesta?

– Deja tu trabajo y conviértete en mi socio. Lo he hablado con Ruru. ¿Sabes qué me dijo? «No creas que podrás volver a tocarme si antes no ayudas al inspector jefe Chen.» Una mujer fiel, ¿no te parece? No es sólo porque conseguiste mandarnos la limusina Bandera roja cuando nos casamos, ni porque le echaste una mano a ella cuando quiso cambiar de trabajo, sino porque siempre has sido un amigo maravilloso con nosotros, y todo esto sin mencionar el hecho de que nos hiciste el préstamo más importante cuando empezamos con El suburbio de Moscú. Tú has sido parte de nuestro éxito, dice ella.

– Es muy amable de su parte y de la tuya también.

– Mira, estoy pensando en abrir otro restaurante, un local internacionaclass="underline" con hamburguesas americanas, sopa de col rusa, patatas fritas, cerveza alemana…, todo internacional, y tú serás el administrador general. Seremos socios a partes iguales, cincuenta y cincuenta. Tú ya hiciste tu inversión cuando me prestaste el dinero. Si estás de acuerdo, haré que redacten los documentos legales.

– No sé nada de negocios -repuso Chen-. ¿Cómo puedo ser tu socio?

– ¿Por qué no? -insistió Lu-. Tienes buen gusto, el gusto de un gourmet, que es lo más importante en el negocio de la restauración, y además, saber inglés es indudablemente un elemento a tu favor.

– Te agradezco tu generosa oferta, pero hablemos de ello en otro momento. Los americanos me están esperando.

– Piensa en ello, amigo mío. Hazlo por mi bien.

– Lo pensaré -dijo Chen-. Ahora, dime, ¿has podido hablar con Peiqin?

– Sí, después de hablar contigo, fui a verla y a comer un plato de fideos con anguilas fritas. Estaba delicioso.

– ¿Te dijo algo?

– No, parecía más bien estar a la defensiva… como se espera de la mujer de un inspector. Había mucha gente en el restaurante, pero me dijo que esta noche irías a una fiesta de karaoke.

– Ya entiendo. Tengo que llevar a los Rosenthal allí esta noche. ¿Algo más?

– Diría que eso es lo único, pero hay otra cosa: Wang te estima de verdad. Llámala… si crees que está bien hacerlo.

– Desde luego que la llamaré.

– Una chica agradable. Hemos hablado mucho.

– Lo sé.

CAPÍTULO 32

Sentada sola en una mesa en el Jardín Xishuang, mirando cómo desaparecían las burbujas en su vaso, Peiqin comenzaba a ponerse nerviosa. Por un instante, casi se había perdido en la magia de la noche, que le recordaba los tiempos pasados. Pero ahí estaba, en esa elegante sala con el suelo de bambú, las paredes de bambú y la decoración de bambú. Los camareros y camareras vestían vistosos atuendos de estilo dai. En un extremo del amplio salón, un grupo de músicos tocaba melodías dai sobre un pequeño escenario de bambú. Durante los años en Yunnan, cuando eran jóvenes instruidos, Yu a menudo la llevaba a presenciar las celebraciones en torno a los pabellones de bambú. Aquellas chicas bailaban con gracia, con sus brazaletes de plata brillando a la luz de la luna, y cantaban como alondras, con sus largas faldas floreciendo como sueños. En un par de ocasiones, los habían invitado a entrar en las casas, a charlar con sus dueños, instalados de cuclillas en un balcón de bambú y bebiendo de sus tazas de bambú. Sin embargo, ellos nunca habían bailado.

Peiqin sacó un pequeño espejo de su bolso y se miró en él. Era la misma imagen que había visto en casa, pero el espejo era demasiado pequeño. Se levantó para mirarse en uno más grande que había en la pared. Se recogió el cabello hacia un lado, y luego hacia el otro, y se observó desde distintos ángulos. "Agradable y presentable", pensó, aunque tenía la extraña sensación de que quien se contemplaba era otra, una desconocida con el vestido nuevo que le había prestado una amiga, dueña de una tienda de confección de ropa. Por cierto, un vestido muy ceñido en la cintura que acentuaba su figura esbelta. Sin duda, el viejo proverbio tenía razón: «Un Buda, aunque sea de arcilla, debe estar cubierto de oro». No obstante, mientras se sentaba, se dio cuenta de que su arreglo era demasiado formal. Observó que en la mesa de al lado varias chicas iban tan ligeras de ropa que se divisaba el coqueto meneo de sus pechos bajo sus blusas transparentes y sus camisetas escotadas. Algunas llevaban vaqueros raídos. Una de ellas lucía un pareo alrededor del cuerpo, como los vestidos de las jóvenes dai cuando se bañaban en el río.

Peiqin sentía que el pasado y el presente se entremezclaban. Entonces vio cómo Yu entraba y caminaba hacia ella. Imaginó que reconocía el crujir del bambú bajo sus pasos, aquel mismo ruido que acechaba años atrás en las largas noches de Yunnan. Yu llevaba un traje negro, una corbata con flores estampadas, gafas de sol y unos bigotes. Él también la vio y le sonrió. Ella iba a saludarlo cuando se dio cuenta de que no miraba en su dirección. Él fue a sentarse en el otro extremo del salón. Peiqin entendió que Yu no quería que lo vieran con ella en caso de que alguien lo reconociera. Se sintió más cerca de él que nunca. Era su propia integridad la que lo mantenía atado al caso, y en cierto modo, la mantenía a ella atada a él. Comenzó a sonar la música. Yu se acercó a una mesa cerca de la barra. Peiqin pensó que pediría una copa, pero él empezó a hacer gestos a una chica para invitarla a bailar, una chica alta que se levantó con aire de indiferencia y se puso a bailar, apretándose contra él, en la pista de baile. Yu no bailaba demasiado bien. Peiqin lo veía desde su asiento. Había asistido a un curso como parte de su formación profesional, pero nunca tuvo demasiadas ganas de practicar. La chica era casi tan alta como él. Llevaba un vestido negro suelto y zapatillas deportivas negras, y bailaba lánguidamente, como si acabara de dejar la cama. A pesar de la torpeza de Yu, ella se acomodó con toda facilidad, hasta que empezó a susurrarle al oído, frotando los pechos contra él. Él asintió y ella comenzó a chasquear los dedos y a mover las caderas.

Lasciva… desvergonzada… fresca… -masculló Peiqin-.

No podía culpar a Yu, quien no quería levantar sospechas quedándose quieto, pero no dejaba de ser desagradable tener que verlo. En el escenario de bambú, alguien cambió la música. El ritmo salvaje de la selva, al son de percusiones y flautas, brotó desde unos altavoces invisibles, y la gente se abalanzó hacia la pista. En la breve pausa antes del siguiente tema, Peiqin se acercó a la barra a pedir una copa. Yu estaba sentado, inclinado sobre la mesa, hablando con la chica alta, que le sonreía seductora. Tenía las piernas cruzadas y se le veía una parte de los muslos, de un blanco deslumbrante. Peiqin se quedó a sólo unos pasos, mirándolos sin pestañear. Sabía que se comportaba como una adolescente, pero se sentía incómoda, inexplicablemente incómoda.