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CAPÍTULO 34

A las siete de la tarde, el inspector jefe Chen estaba a punto de salir del despacho. El portero, el camarada Liang, se asomó por la ventana del cubículo junto a la entrada.

– Espere un momento, camarada inspector jefe Chen, tengo algo para usted.

Era un sobre grande de correo urgente que habían depositado en el estante más alto.

– Llegó hace dos días -dijo Liang a modo de disculpa-, pero no sabía dónde encontrarlo.

Correo urgente de Beijing. Podía ser algo decisivo. El camarada Liang tendría que haberle avisado. No había mensajes en su despacho, pues Chen revisaba su buzón de voz todos los días. Quizá el viejo Liang se había enterado, como los demás, de que Chen había irritado a alguien muy importante. Si al inspector jefe iban a darlo de baja pronto, ¿para qué molestarse? Firmó el resguardo sin decir palabra.

– Camarada inspector jefe -murmuró el camarada Liang-, algunos han estado hurgando en el correo ajeno, así que quise darle esto personalmente.

– Entiendo. Se lo agradezco.

Chen cogió el sobre, pero no lo abrió. Volvió a su despacho y cerró la puerta. Había reconocido la letra. Dentro del sobre de correo urgente había otro, sellado, con el membrete del Comité Central del Partido Comunista Chino. Era la misma letra. Sacó la carta y la levó.

«Querido Chen Cao:

Me alegro de que me hayas escrito. Al recibir tu carta, acudí a ver al camarada Wen Jiezi, director del Ministerio de Seguridad Interior. Estaba al tanto de tu investigación. Dijo que confiaba plenamente en ti, aunque hubiera personas de las altas esferas, y no sólo las que has visto en Shanghai, muy preocupadas por este caso. Wen prometió que haría todo lo posible para que no te perjudicaran. Éstas son sus palabras: «No sigan con la investigación hasta "nuevo aviso". Les aseguro que habrá un desenlace inminente».

Creo que tiene razón. El tiempo es fundamental, y el tiempo vuela. ¿ Recuerdas aquella tarde, cuando nos encontramos en el parque del Mar del Norte, con la Pagoda blanca que brillaba contra el cielo despejado en el agua verde y el libro de poesía que se te mojó? Parece que fue hace siglos.

Yo sigo siendo la misma. Ocupada, siempre ocupada con las tareas de la biblioteca. Ahora trabajo en el Departamento de Relaciones Exteriores. Creo que te lo he contado, pero en junio habrá una posibilidad de acompañar a una delegación de bibliotecarios de Estados Unidos a las provincias del sur. Puede que volvamos a vernos.

Tengo un teléfono nuevo en casa, una línea directa con mi padre. Si tuvieras una emergencia, puedes llamar a este número: 987-5324.Besos, Ling»

P.D. Le he contado al ministro Wen que fui novia tuya, porque me preguntó sobre nuestra relación. Sabrás por qué he tenido que contárselo.

Chen devolvió la carta al sobre y la metió en su maletín. Se levantó y se quedó mirando el tráfico en la calle Fuzhou. A lo lejos, vio las luces de neón de la Volkswagen brillando en la noche con un halo color violeta.«La hora violeta», había leído la frase en alguna parte. Era la hora en que la gente volvía deprisa a casa, mientras los taxis esperaban en la calle con el motor encendido y la ciudad se cubría de una aureola de irrealidad.

Sacó la carpeta de Guan y empezó a escribir un informe más detallado, en el que recopilaba toda la información. Quería confirmar el paso que estaba a punto de dar. No entregaría el informe. Era un compromiso consigo mismo. Pasaron varias horas antes de que saliera del edificio. El camarada Liang se había marchado y la puerta de entrada parecía extrañamente desierta. Era demasiado tarde para que Chen tomara el último autobús. Aún había luces encendidas en el garaje, pero no le parecía bien pedir que un coche lo llevara a casa ahora que estaba suspendido de manera oficiosa. Sintió la brisa fresca de la noche de verano en su cara. Una hoja larga, en forma de corazón, cayó a sus pies. Su forma le recordó una papeleta de la suerte que había caído de un contenedor de bambú, hacía años, en el templo de Xuanmiao, en Suzhou. El mensaje escrito era enigmático. Aunque sentía una cierta curiosidad, se había negado a pagar diez yuanes para que el adivino taoista lo interpretara. No había forma de predecir el futuro de esa manera. No sabía qué pasaría con el caso, ni tampoco cómo acabaría él. Sin embargo, tenía claro que nunca podría saldar su deuda con Ling. Le había escrito pidiendo ayuda, pero no esperaba que se la prestara de esa manera. Se dio cuenta de que volvía a caminar en dirección al Bund, que incluso a esa hora estaba lleno de parejas de jóvenes que se murmuraban cosas al oído. Pensó en escribirle una carta, y de nuevo sonó el carillón de las torres de la Aduana con una melodía diferente. "Mientras pensamos en el presente, éste se está convirtiendo en pasado", meditó.

Aquella tarde en el parque del Mar del Norte… «¿Recuerdas aquella tarde, con la Pagoda Blanca brillando contra el cielo despejado en el agua verde y el libro de poesía que se te mojó?» Chen se acordaba perfectamente, desde luego, aunque desde aquel día deseaba no hacerlo. El parque del Mar del Norte… era el lugar donde se citó con Ling por primera vez, cerca de la Biblioteca de Beijing, y donde se habían separado.

No sabía de su familia cuando se conocieron en la Biblio teca de Beijing. A comienzos del verano de 1981, Chen acabó su tercer año en el Instituto de Lenguas Extranjeras. Decidió quedarse en la ciudad ese verano, porque en el ático de Shanghai le costaba concentrarse. Había comenzado a redactar su tesis sobre T. S. Eliot, por eso iba a la biblioteca todos los días. En su origen, el edificio de la biblioteca era una de las numerosas salas imperiales de la Ciudad Prohibida. Después de 1949, la convirtieron en la Biblioteca de Beijing. En el Diario del pueblo se publicó la noticia de que la Ciudad Prohibida había dejado de existir. A partir de ese momento, la gente normal y corriente podía pasar el día leyendo en los salones imperiales. Como biblioteca, su ubicación era excelente, junto al parque del Mar del Norte, con la Pagoda Blanca brillando bajo el sol, y cerca del conjunto del Mar del Sur, frente al puente de Piedra Blanca. Sin embargo, como biblioteca no era demasiado cómoda. Por las ventanas de celosía de madera, con sus nuevos vidrios tintados, apenas entraba luz. Por eso, cada asiento tenía su propia lámpara. Tampoco existía un sistema de consulta abierto al público. Los lectores tenían que escribir las referencias en unas fichas y las bibliotecarias buscaban los libros en el sótano.

Ling era una de las bibliotecarias, la encargada de la sección de lenguas extranjeras. Junto a sus compañeras, trabajaba en un rincón, al lado de una ventana salediza, separado del resto de la sala por un largo mostrador de forma curva. Se turnaban para susurrar las normas a los nuevos lectores, les traían libros y, mientras tanto, redactaban informes. Chen le entregaba su lista por la mañana. Mientras Ling se ocupaba de sus pedidos, empezó a fijarse cada vez más en ella. Una chica atractiva de poco más de veinte años, de aspecto saludable, que se movía con agilidad a pesar de sus tacones altos. La blusa blanca que vestía era sencilla, pero parecía cara. Llevaba un amuleto de plata prendido de un hilo de seda roja. Por algún motivo, Chen se fijo en numerosos detalles, aunque la mayor parte del tiempo ella estaba sentada de espaldas a él, hablando en voz baja con las otras bibliotecarias o leyendo sus propios libros. Cuando le hablaba sonriente, sus ojos grandes eran tan claros que le recordaban el cielo sin nubes del otoño en Beijing.

Quizá ella también se fijara en él. Sus listas de libros eran una curiosa mezcla: filosofía, poesía, psicología, sociología y novelas policiales. Su tesis era una cuestión complicada. Las novelas policiales las leía para darse un respiro. En varias ocasiones, ella le había reservado libros sin que él los pidiera, entre ellos, una novela de P. D. James. Ling había llegado a un acuerdo tácito con él. Chen se dio cuenta de que en las fichas de consulta que él le entregaba, colocadas entre las páginas de los libros, su nombre estaba subrayado.