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Sabía por qué el doctor Xia le había hecho esa visita inesperada. Era para demostrarle su apoyo. El anciano y noble médico, que tanto había sufrido durante la Revolución Cultural, estaba muy lejos de querer ingresar en el Partido. La visita, junto con la declaración ensayada y el pato asado, era una postura que el doctor Xia se sentía obligado a adoptar como honrado intelectual chino, con una «conciencia elemental», y aquello no era únicamente por él, entendió el inspector jefe Chen.

Puede que fuera una batalla perdida, pero vio que no estaba solo. El inspector Yu, Peiqin, el Viejo cazador, el Chino de ultramar Lu, Ruru, Wang Feng, Xiao Zhou y, ahora, el doctor Xia. Por respeto a ellos, no pensaba renunciar. Reanudó la lectura de la carpeta de Guan y se quedó tomando notas hasta varias horas después del final de la jornada. Luego comió un poco de pato asado. La piel dorada y crujiente le abrió el apetito. El doctor Xia había añadido, incluso, un par de crepes. El pato, envuelto en un crepe con una salsa especial y la cebolleta, tenía un sabor delicioso. Guardó lo que quedaba en la nevera.

* * *

Hacia las nueve salió del despacho. No tardó demasiado en llegar a la calle Nanjing. A esa hora parecía menos concurrida, aunque el cambio incesante de los anuncios luminosos le daba a la escena una nueva vitalidad. Al cabo de un rato, vio los grandes almacenes Número Uno. Un hombre de edad mediana que miraba uno de los escaparates de la tienda se alejó al oír los pasos de Chen, que se detuvo y se vio frente a un gran despliegue de la moda de verano, con su propio reflejo difuminado en el vidrio. Las luces iluminaban una fila de maniquíes con una asombrosa variedad de bañadores: tirantes delgados, escotes tulipán, combinaciones de dos piezas, bikinis y diseños blanquinegros. Bajo la luz artificial, los maniquíes de plástico parecían vivos.

– ¡Un palo de azúcar de baya de espino!

– ¿Qué? -Chen se había sobresaltado-.

– Azúcar de baya de espino, amarga y dulce. ¡Pruebe una!

Se le había acercado una vieja vendedora ambulante con una carretilla roja llena de palos con bayas de espino, recubiertos de azúcar glasé rojo, brillante, casi sensual. Era una escena que no solía verse en la calle Nanjing. Quizá porque era tarde, la vendedora había logrado colarse en el barrio. Chen le compró una. Tenía un gusto más bien amargo, diferente de las que le había comprado su madre. No tendría más de cinco o seis años, y ya le gustaban. Su madre, por aquel entonces muy joven, vestida con su falda qi naranja, con una sombrilla floreada en una mano y la mano de él en la otra…Todo había cambiado tan rápido. "¿Aquellos maniquíes del escaparate también envejecerían?", se interrogó Chen. ¡Qué pregunta más tonta! Más tonta que un inspector jefe con su impresionante uniforme chupando un palo de azúcar mientras caminaba sin rumbo fijo por la calle Nanjing. Sin embargo, estaba demostrado que los plásticos se desgastaban. Una flor de plástico rota en el alféizar de la ventana de una habitación de hotel en un camino apartado, la imagen lo había tocado, profunda e inexplicablemente, durante un viaje que hizo en sus años de universitario. Seguro que la habría dejado otro viajero. Ya no tenía brillo, ya no era bella…Ya no era políticamente atractiva… a ojos de otras personas. Los modelos, de plástico o de cualquier otro material, serían sustituidos.

Puede que Guan tuviera preocupaciones más prácticas, porque estaba en escena y era joven. Vivaz como era, podía admirar su reflejo en el espejo siempre cambiante de la política, si bien se habría dado cuenta de que sus encantos se desvanecían. El mito de los trabajadores modelo, aunque seguía vivo en los periódicos del Partido, no atraía a muchas personas. Los intelectuales cautivaban la atención de los medios de comunicación; os empresarios conseguían dinero; los que aprobaban el examen TOEFL, pasaportes; los HCS, posiciones; en cambio, una trabajadora modelo valía cada vez menos.

Guan sabía que no se podía invertir los flujos del tiempo y las mareas. Tal como iban las cosas, en pocos años, una trabajadora modelo no sería más que un chiste. No obstante, ella nunca se lo había tomado a risa. Era el sentido de su vida, y su vida no había sido fácil. Siempre sometida a la obligación de ser un modelo: pronunciar las palabras correctas, hacer lo adecuado y tomar las decisiones esperadas. Un modelo era una metáfora, y a la vez, todo lo contrario. Su vida adquiría valor en los momentos en que era admirada e imitada. Unos pasos a sus espaldas interrumpieron el hilo de sus pensamientos. Tuvo la impresión de que una chica ahogaba una risilla. El inspector jefe Chen era un personaje digno de ver, un agente de policía mirando el escaparate lleno de maniquíes sublimes apenas vestidas. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí parado. Echó un último vistazo y comenzó a alejarse.

Al otro lado de la calle una frutería seguía abierta. Chen se acordaba de ella, ya que era el atajo que su madre solía tomar para llegar al pasaje donde vivía una amiga suya. El pasaje tenía varias entradas. La que daba a la calle Nanjing había sido en parte tapada por un puesto de frutas que, después, se había convertido en una gran frutería que bloqueaba totalmente el acceso. Con todo, detrás de las estanterías había una puerta que se abría desde el interior y que los empleados de la tienda usaban cuando les convenía. Chen no tenía ni idea de cómo la había descubierto su madre.

El inspector jefe Chen nunca había utilizado el atajo, pero el dueño lo saludó efusivamente, como si se tratase de un viejo cliente. Pasó detrás de la primera fila de estanterías, examinando una manzana como un cliente quisquilloso. La puerta seguía ahí. Chen la empujó y vio que se abría hacia un callejón casi desierto. Cortó por el pasaje a paso rápido. El otro extremo daba a la calle Guizhou, donde hizo parar un taxi que pasaba. Dio una dirección al taxista.

– El pasaje Qinghe, en la calle Hubei.

Le bastó una ojeada para comprobar que no lo seguían.

CAPÍTULO 36

Aún no había acabado las bayas de espino azucaradas cuando el taxi se detuvo en el pasaje Qinghe. Tiró el palo a una papelera. A unos cuantos metros, un loco se reía solo y sostenía una bolsa de plástico por encima de su cabeza como si fuera una capucha. Chen no vio a nadie cerca del edificio de Guan. Los agentes de Seguridad Interior estarían apostados frente a su propia ventana. Al subir a la habitación de Guan, no se cruzó con ningún vecino. Era un viernes por la noche, todos miraban una popular telenovela japonesa sentimentaloide sobre una chica que fracasaba en su lucha contra el cáncer. Su madre le había hablado de la serie. La gente estaba cautivada, pero Guan no.

No habían cambiado la cerradura de su puerta. Todavía tenía la llave. Entró y se encerró. No encendió la luz, tan sólo sacó una linterna y se quedó parado en medio de la habitación. Sabía que quería encontrar algo, un elemento que fuese decisivo para el desenlace final de la investigación. Si en algún momento había estado ahí, podía haber desaparecido. Tal vez Wu había venido a la habitación, lo había encontrado y luego eliminado. ¿No había visto una de las vecinas a un hombre salir de la habitación de Guan? Quizá tendría que haber buscado más a fondo o haber recurrido a un experto forense, pero estaban faltos de personal, por lo que no le pareció que mereciera la pena. Aquella habitación no tenía escondrijo alguno.

Si Guan hubiera querido ocultarle algo a Wu, ¿dónde lo habría metido? Cualquier fisgón habría rebuscado en la mesa y en los cajones, golpeado en las paredes, dado vuelta a la cama y peinado cada libro y revista. El inspector jefe Chen ya había mirado en esos lugares tan evidentes. Dejó vagar su linterna por la habitación sin dirigirla de manera consciente. «Un esfuerzo sin esfuerzo», como recomendaba el Tao Te Ching. El haz de luz acabó por inmovilizarse en la fotografía enmarcada del camarada Deng Xiaoping colgada en la pared. No sabía por qué se había detenido en este punto. Se quedó mirando el retrato iluminado. Era una imagen de tamaño exagerado para la habitación, aunque no era tan extraño tratándose del retrato de un dirigente nacional. En realidad, era el tamaño estándar. Él tenía uno semejante en su diminuto despacho. Chen se había formado una buena opinión del camarada Deng Xiaoping. Por muchas críticas que se le pudiera hacer, era innegable que China había hecho enormes progresos siguiendo la orientación del veterano dirigente en materia de reformas económicas y, en cierta medida, políticas. En la última década se habían producido grandes cambios en diversos aspectos de la vida cotidiana del pueblo, incluso en la manera de colgar los retratos oficiales.