—Al parecer, hay aún alguna gente que viaja con revólveres —murmuró.
Cuando salían del camarote de Pennington, Poirot sugirió que Race registrase los camarotes restantes, ocupados por Jacqueline y Cornelia, y dos desocupados situados en el extremo, mientras él hablaba unas palabras con Simon Doyle.
En consecuencia volvió sobre sus pasos y entró de nuevo en el camarote del doctor Bessner.
Simon dijo:
—Escuche, he estado pensando. Estoy completamente seguro de que esas perlas no eran falsas ayer.
—¿Por qué eso, señor Doyle?
—Porque... Linnet —se estremeció al pronunciar el nombre de su esposa— las estuvo acariciando poco antes de comer y habló de ellas. Tengo el convencimiento de que ella habría sabido si eran una imitación.
—Sin embargo, era una buena imitación. Dígame, ¿la señora Doyle tenía la costumbre de dejarlas a alguien? ¿Se las prestó, por ejemplo, a alguna amiga en alguna ocasión?
—Verá usted, señor Poirot, me resultaría difícil decir... Yo... pues no hace mucho tiempo que conozco a Linnet.
—¿Ella nunca, nunca —la voz de Poirot se tornó muy suave—, nunca, por ejemplo, se las prestó a mademoiselle de Bellefort?
—¿Qué quiere usted decir? —el rostro de Simon enrojeció—. ¿Qué pretende usted? ¿Que Jacqueline robó las perlas? Ella no hizo tal cosa. Estoy dispuesto a jurarlo. Jacqueline es muy recta. La mera idea de que ella pueda ser una ladrona es ridícula.
—Oh, la, la, la! —dijo Poirot inesperadamente—. Mi sugerencia ha removido el nido de avispas adormecidas al parecer.
La puerta se abrió y entró Race.
—Nada —dijo bruscamente—. Bien, tampoco lo esperábamos. Ahí vienen los camareros con el informe del resultado del registro de los pasajeros.
Un camarero y una camarera aparecieron en el umbral. El primero dijo:
—Nada, señor.
—¿Alguno de los señores objetó?
—Tan sólo el señor italiano. Protestó bastante. Manifestó que era un deshonor, algo por el estilo. Tenía una pistola encima.
—¿Qué clase de pistola?
—Una automática, marca «Mauser», del calibre 25.
—Los italianos son muy vehementes —dijo Simon—. Richetti se indignó en Wadi Halfa con una equivocación que hubo con un telegrama. Estuvo grosero con Linnet.
Race se dirigió a la camarera. Era una mujer guapa y corpulenta.
—Nada en ninguna de las señoras, señor. Protestaron bastante, excepto la señora Allerton. A propósito, la señorita Rosalía Otterbourne tenía una pistolita en su bolso.
—¿De qué clase?
—Muy diminuta, señor, con un puño de nácar. Una especie de juguete.
Race abrió los ojos asombrado.
—Qué caso más diabólico —murmuró—. Creí que habíamos descartado las sospechas de su parte y ahora..., ¿acaso todas las muchachas de este condenado barco llevan pistolas con puño de nácar?
Hizo una pregunta a la camarera.
—¿Objetó algo o mostró sentimiento cuando usted halló esa pistola?
—-No creo que ella lo notase. Yo estaba vuelta de espaldas cuando registraba los bolsos.
—Sin embargo, ella debe haber sabido que usted la encontraría. No lo entiendo. ¿Y la doncella?
—Hemos buscado por todo el barco. No podemos encontrarla por ninguna parte.
Race dijo pensativo:
—Ella podría haber robado las perlas. Es la única persona que tenía amplias facilidades para mandar hacer una imitación.
Se dirigió a la camarera una vez más.
—¿Cuándo la vieron por última vez?
—Una media hora antes de tocar la campana para el almuerzo, señor.
—Daremos un vistazo a su camarote —dijo Race—. Esto puede decirnos algo.
Abrió la marcha en dirección a la cubierta de abajo. Poirot le siguió. Abrieron la puerta del camarote y entraron.
Luisa Bourget, cuyo oficio era tener en orden los efectos personales ajenos, se había marchado de vacaciones. Diversos artículos aparecían esparcidos sobre la cómoda, una maleta estaba abierta con algunas ropas colgando por un costado de ella, impidiendo que se cerrase; varias prendas interiores pendían de los respaldos de las sillas.
Mientras Poirot abría los cajones del tocador, Race examinaba la maleta.
Los zapatos de Luisa estaban alineados a lo largo de la cama. Uno de ellos, de charol, parecía descansar de una manera extraordinaria, casi sin soporte. Era tan extraño que atrajo la atención de Race. Éste cerró la maleta y se inclinó sobre la hilera de zapatos. Luego emitió una exclamación.
Poirot giró sobre sus talones.
—Qu'est ce qu'il y a?
Race respondió ceñudo:
—No ha desaparecido. Ella está aquí... debajo de la cama...
Capítulo XXIII
El cuerpo de la muerta que en vida fuera Luisa Bourget yacía en el suelo del camarote. Los dos hombres se inclinaron sobre ella. Race se enderezó primero.
—Ha sido muerta hace cosa de una hora, en mi opinión. Llamaremos a Bessner. Apuñalada en la espalda. La muerte fue casi instantánea. No tiene muy bonito aspecto, ¿no es verdad?
El rostro oscuro y felino aparecía convulsionado al parecer de sorpresa y furia, los labios retorcidos mostraban los dientes.
Poirot se inclinó y suavemente alzó la mano derecha. La mano tenía algo entre los dedos. Desprendió la cosa y se la ofreció a Race.
—¿Ve lo que es?
—Dinero —dijo Race.
—El ángulo de un billete de mil francos, me imagino.
—Está claro lo que ha sucedido —declaró Race—. Ella sabía algo y estaba haciendo víctima de un chantaje al asesino. Esta mañana creímos que esta muchacha había hablado con toda franqueza.
Poirot exclamó.
—¡Hemos sido unos idiotas, unos necios! Deberíamos haber sabido. ¿Qué dijo? «¿Qué podía haber visto y oído yo? Yo estaba en la cubierta de abajo. Naturalmente, si no hubiese podido dormir, si hubiese subido la escalera, entonces quizá podría haber visto a ese asesino, a ese monstruo, entrar o salir del camarote de madame, pero tal como es...» ¡Desde luego esto es lo que sucedió! ¡Ella subió! Vio a alguien entrar en el camarote de Linnet Doyle... o salir. Y por su codicia, su insensata codicia, yace aquí...
—Y no estamos más cerca de conocer la verdad —terminó Race, malhumorado.
—No, no. Sabemos mucho más ahora. Sabemos, lo sabemos todo. Sólo que lo que sabemos parece increíble... Sin embargo, debe de ser así... ¡Bah! Qué necio fui esta mañana. Los dos creíamos que ella ocultaba algo y, sin embargo, no se nos ocurrió el motivo lógico: chantaje.
—Tiene que haber exigido dinero inmediatamente, para callarse —dijo Race—. Con amenazas. El asesino viene a su camarote, le da el dinero y luego...
—Y luego —agregó Poirot— ella lo cuenta. Oh, sí, conozco a esa clase de gente. Ella contaría el dinero y mientras lo contaba estaba desprevenida. El asesino atacó. Habiéndolo ejecutado con éxito, recogió el dinero y huyó, sin observar que este ángulo de uno de los billetes estaba roto.
—Podemos atraparlo por este dato —murmuró Race, con esperanza.
—Lo dudo —manifestó Poirot—. Examinará esos billetes y probablemente observará la rotura. Desde luego, si fuera de disposición parsimoniosa, no destruiría un billete de mil, pero me temo mucho que su temperamento sea el opuesto.
—¿Cómo saca usted esta conclusión?
—Este crimen y el asesinato de la señora Doyle exigían ciertas cualidades..., valor, audacia, audaz ejecución, acción relampagueante..., y esas cualidades no están de acuerdo con una disposición prudente y ahorrativa.
Race meneó tristemente la cabeza.
—Haré que Bessner venga —dijo.
El examen del grueso doctor no ocupó mucho tiempo.
—Ha estado muerta desde hace más de una hora —anunció—. La muerte fue muy rápida, inmediata.
—¿Qué arma cree que se utilizó?