Выбрать главу

Race suspiro.

—No se atormente. Ésta es una Casa del Silencio.

—Perdón, coronel Race, ¿qué decía?

—Trataba de decir que todo, menos un asesinato, se calla aquí.

—¡Oh! —Cornelia entrelazó las manos—. ¡Qué alivio! He estado muy preocupada.

—Tiene usted el corazón demasiado tierno —dijo el doctor Bessner, dándole unas palmaditas en el hombro. Dijo a los otros—: Posee una naturaleza muy sensitiva y bella.

—¡Oh! Realmente, no. Es usted demasiado bondadoso.

—¿Han visto al señor Ferguson? —murmuró Poirot.

Cornelia se ruborizó.

—No. Pero prima María ha estado hablando de él.

—Al parecer, el joven es un aristócrata —dijo el doctor Bessner—. He de confesar que no lo parece. Sus ropas son horribles. Ni por un momento parece ser un hombre bien criado.

—¿Y qué opina usted, mademoiselle?

—Creo que debe estar completamente loco —respondió Cornelia.

Poirot se dirigió al doctor.

—¿Cómo está su paciente?

Ach, admirablemente. Acabo de tranquilizar a la pequeña Fraulein de Bellefort.

—Puesto que Doyle se encuentra bien, no hay motivo para que no vayamos a reanudar nuestra conversación de esta tarde. Nos hablaba de un telegrama —dijo el coronel Race.

El corpachón de Bessner paseó de un lado a otro.

—¡Jo, jo, jo, fue muy cómico! Doyle me habló de ello. Era un telegrama que hablaba de verduras, patatas, berenjenas, cebollas...

Con una exclamación ahogada, Race se irguió en su silla.

—¡Dios santo! —exclamó—. ¿De modo que es eso? ¡Richetti! —Giró la vista mirando a tres rostros que no le comprendían—. Una nueva clave: fue usada en la rebelión sudafricana. Patatas significan ametralladoras, berenjenas son explosivos de alta potencia, etc. ¡Richetti es tan arqueólogo como yo! Es un agitador peligrosísimo, un hombre que ha matado más de una vez; y aun juraría que ha matado otra vez. La señora Doyle abrió el telegrama por error. Si ella repitiese alguna vez lo que contenía, delante de mi, él sabría que le descubriría —se volvió hacia Poirot—: ¿Tengo razón? —le preguntó—. ¿Es Richetti el hombre?

—Él es su hombre —dijo Poirot—. Siempre he pensado que ese individuo era sospechoso. Representaba su papel demasiado a la perfección; era todo arqueología, apenas era ser humano. —Hizo una pausa y agregó—: Pero no fue Richetti quien mató a Linnet Doyle. Durante algún tiempo he sabido lo que puedo llamar la «primera parte» del crimen. Conozco la segunda parte también. El cuadro está completo. Pero ha de comprender que aunque sé lo que debe de haber sucedido, no poseo ninguna prueba de que sucedió. Intelectualmente, el caso es satisfactorio. No hay más que una esperanza: una confesión del asesino.

El doctor Bessner alzó los hombros escépticamente.

Ach! Pero eso... sería un milagro.

—No lo creo. No en estas circunstancias.

—Pero, ¿quién es? —gritó Cornelia—. ¿No va a decírnoslo?

La mirada de Poirot escrutó a los tres. Race, sonriendo sardónicamente; Bessner, con aire escéptico aún; Cornelia con la boca abierta, mirándole con ojos ávidos.

Mais oui —declaró—. Me gusta tener auditorio, he de confesarlo. Soy un hombre lleno de vanidad. Me gusta decir: «¡Vean que listo es Hércules Poirot!»

Race se movió un poco en su silla.

—Bien —dijo suavemente—; díganos cuan listo es Hércules Poirot.

—Para empezar —dijo Poirot, moviendo tristemente la cabeza—, he de confesar que fui un estúpido, increíblemente estúpido. Para mí el obstáculo era la pistola, la pistola de Jacqueline Bellefort. ¿Por qué dejaron la pistola en el lugar del crimen? La idea del asesino era evidentemente la de comprometerla. Entonces, ¿por qué se la llevó el asesino? Fui un estúpido que me imaginé toda clase de motivos fantásticos. El asesino se la llevó porque tenía que llevársela, porque no tenía opción.

Capítulo XXIX

—Usted y yo, amigo mío —Poirot se inclinó hacia el coronel—. iniciamos nuestras investigaciones con una idea preconcebida. Esa idea era que el crimen cometido fue perpetrado de repente, sin ningún plan preliminar. Alguien deseaba suprimir a Linnet Doyle y aprovecho la oportunidad de hacerlo en un momento en que el crimen casi seguramente sería atribuido a Jacqueline de Bellefort. Por tanto se deducía que la persona en cuestión oyó la escena que hubo entre Jacqueline y Simon Doyle y se apoderó de la pistola después que los otros salieron del salón.

»Pero amigos míos, si esa idea preconcebida era equivocada, el aspecto del caso cambiaba. ¡Y era equivocada! No era ése un crimen espontáneo, cometido de repente. Fue, por el contrario, planeado muy cuidadosamente, con todos los detalles elaborados punto por punto de antemano, hasta la misma narcotización de la botella de vino de Hércules Poirot la noche en cuestión. ¡Sí, así es! Me narcotizaron para que no hubiese posibilidad de que yo participase en los acontecimientos de la noche. Eso se me ocurrió como posibilidad. Yo bebo vino, mis dos compañeros de mesa beben whisky y agua mineral respectivamente. Nada más fácil que echar una dosis de un narcótico inofensivo en mi botella de vino, las botellas están sobre las mesas todo el día. Pero rechacé ese pensamiento, había hecho un día caluroso, yo estaba muy cansado, no era en verdad extraordinario que me hubiese dormido por una vez con sueño pesado en vez de un ligero duermevela habitual.

»Vean ustedes, todavía me dominaba esa idea preconcebida. Si yo había sido narcotizado, indicaba una premeditación, significaría que antes de las siete y media, la hora en que se sirve la cena, el crimen ya había quedado decidido... Y eso, siempre desde el punto de vista de la idea preconcebida, era absurdo.

»El primer golpe a la idea preconcebida fue cuando la pistola fue recuperada del Nilo. Si no nos equivocamos en nuestras suposiciones, la pistola no se debería haber tirado por la borda nunca. Y había de seguir algo más —Poirot se dirigió al doctor Bessner—. Usted, doctor Bessner, examinó el cadáver de Linnet Doyle. Recordará que la herida presentaba señales de chamuscamiento, es decir, que la pistola fue arrimada a la cabeza antes de disparar.

Bessner asintió.

—Sí, exacto.

—Pero cuando se encontró la pistola, estaba envuelta en una estola de terciopelo y ese terciopelo presentaba señales de que dispararon a través de sus pliegues, al parecer bajo la impresión de que eso amortiguaría el sonido del disparo. Pero si la pistola fue disparada a través del terciopelo, no habría habido ninguna señal de chamuscamiento en la piel de la víctima. Por consiguiente, el disparo hecho a través de la estola no pudo ser el disparo que mató a Linnet Doyle. ¿Pudo haber sido el otro tiro, que disparó Jacqueline de Bellefort contra Simon? Tampoco, pues hubo dos testigos de aquel disparo y estamos enterados de lo ocurrido. Parecía ser, por tanto, que se disparó un tercer tiro, del cual no sabemos nada. Pero tan sólo dos tiros fueron disparados por aquella pistola y no aparecía ninguna indicación o señal de disparo.

»Aquí nos encontramos frente a una circunstancia inexplicable, muy extraña. El siguiente punto interesante fue que en el camarote de Linnet Doyle encontré dos botellines de esmalte para uñas. Ahora bien, las damas suelen cambiar con frecuencia el color de las uñas, pero hasta entonces las uñas de Linnet Doyle habían exhibido siempre el color encarnado, un rojo oscuro profundo. La otra botellita ostentaba una etiqueta que decía Rosa, que es un tono rosado pálido, pero las pocas gotas restantes no eran de un color rosado pálido sino de un rojo brillante. Tuve la curiosidad de destaparla y oler. ¡En vez del habitual olor fuerte de las gotas de pera, la botellita olía a vinagre! Es decir, sugería que la gota o dos de líquido que contenía eran de tinta roja. Desde luego, no hay razón para que la señora Doyle no haya tenido un frasquito de tinta roja, pero habría sido más natural que la tinta roja hubiese estado en una botella de tinta roja que en una botellita de esmalte para uñas. Sugería una relación con el pañuelo. La tinta roja se lava fácilmente, pero siempre deja una mancha rosada pálida.