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—¡Pero muy rápido y diestro en sus movimientos físicos!

—Es cierto. Pero no sería capaz de planear todo eso.

—Pero él no lo proyectó, amigo mío. Ahí es donde nos equivocamos. Parecía ser un crimen ejecutado de repente, pero no fue un acto cometido de repente. Como digo, fue una operación planeada hábilmente. No podía ser una casualidad que Simon Doyle tuviese una botella de tinta roja en el bolsillo. No, fue adrede. No fue casual que tuviese un pañuelo sencillo, sin marcar, encima. No fue una casualidad que el pie de la señorita Bellefort de un puntapié metiese la pistola debajo de la otomana, donde no se la veía y sería olvidada hasta más tarde.

—¿Jacqueline?

—Ciertamente. ¡Las dos mitades del asesinato! ¿Qué dio a Simon una coartada? El tiro disparado por Jacqueline. ¿Qué dio a Jacqueline su coartada? La insistencia de Simon que acabó con una enfermera que permaneció con ella toda la noche. Allí, entre los dos, tiene usted las cualidades: el cerebro frío e ingenioso de Jacqueline que planea la operación y el hombre de acción que la ejecuta, sin omisión de ningún detalle, con increíble rapidez.

«Examínelo detenidamente y observará que responde a cada pregunta. Simon Doyle y Jacqueline habían sido novios. Comprenda que todavía son amantes y está claro: Simón suprime a su esposa rica, hereda su dinero y pasado un tiempo se casará con su antiguo amor. Todo planeado. La persecución de la señora Doyle por Jacqueline forma parte del plan. Como la fingida rabia de Simon. Sin embargo, había momentos en que esa unión amenazaba romperse.

»Una vez me habló de mujeres dominadoras, con verdadera amargura. Yo debería haber comprendido que se refería a su esposa, no a Jacqueline. Luego sus maneras en público hacia su esposa. Un inglés corriente, inarticulado, como Simon Doyle, se siente embarazado cuando tiene que mostrar algún afecto. Simon no era en realidad un buen actor. Exageraba la nota del marido devoto. La conversación que tuve con Jacqueline de Bellefort cuando ella simuló que alguien nos había escuchado. Yo no vi a nadie. ¡Y no había nadie! Pero esto resultaría útil más adelante. Luego, una noche, en este barco, me pareció oír a Simon y a Linnet fuera de mi camarote. Él decía: "Tenemos que llevarlo adelante ahora." Era Doyle, sin ningún género de duda. Pero hablaba con Jacqueline.

»El drama final fue planeado y calculado perfectamente. Había una dosis de un narcótico para mí en caso de que yo metiese la nariz en el asunto; había la selección de la señorita Robson como testigo: el exagerado remordimiento e histerismo de la señorita Bellefort. Hizo mucho ruido para el caso de que se oyera el disparo. En verité, fue una idea extraordinariamente hábil. Jacqueline dice que ha pegado un tiro a Doyle, la señorita Robson lo confirma, Fanthorp igualmente; y cuando se examina la pierna de Doyle, se encuentra que, en efecto, tiene un balazo. ¡Parece irrefutable! Para los dos, existe una coartada perfecta; a costa, es cierto, de cierta cantidad de dolor y riesgo que ha de sufrir Simon Doyle; pero es necesario que su herida le imposibilite.

»Luego el plan falla. Luisa Bourget estaba desvelada. Subía la escalera y vio a Simon Doyle correr hacia el camarote de su esposa y luego regresar. Es fácil reconstruir lo sucedido, al día siguiente. En consecuencia, ella exige dinero y firma su propia sentencia de muerte.

—Pero el señor Doyle no pudo matarla —objetó Cornelia.

—No, el otro socio ejecutó el asesinato. Tan pronto como puede. Simon pide ver a Jacqueline. Hasta llega a rogarme que los deje solos. Él le cuenta el nuevo problema. Han de obrar inmediatamente. Él sabe dónde guarda los escalpelos el doctor Bessner. Después del crimen, limpia el escalpelo y lo devuelve. Luego, muy tarde, Jacqueline de Bellefort entra precipitadamente en el comedor a almorzar.

»Sin embargo, no todo marcha bien. Pues la señora Otterbourne ha visto a Jacqueline entrar en el camarote de Luisa Bourget. Y va inmediatamente a contárselo a Simon. Jacqueline es la asesina. Recuerden cómo gritó Simon a la pobre mujer. Nervios, pensamos. Pero la puerta estaba abierta y él estaba procurando comunicar a su cómplice la existencia del peligro. Ella oyó y actuó como el relámpago. Recordó que Pennington había hablado de un revólver. Se apoderó de él, se aproximó con sigilo a la puerta, escuchó, y en el momento crítico, disparó. Se jactó una vez de que era una buena tiradora y su jactancia no era vana.

»Observé después del tercer crimen que abríanse tres caminos por donde el asesino pudo escapar. Quería decir que pudo marchar a la popa, en cuyo caso Tim Allerton era el criminal, o pudo haber saltado por el costado, muy improbable, o entrar en un camarote. El camarote de Jacqueline era el segundo después del de Bessner. No tuvo más que tirar el revólver, meterse en el camarote, arreglarse el cabello y echarse en la litera. Era arriesgado, pero constituía la única posibilidad de salir con bien.

Hubo un silencio, luego Race preguntó:

—¿Qué sucedió a la primera bala disparada por la muchacha contra Doyle?

—Creo que fue a aplastarse en la mesa. Hay allí un agujero hecho recientemente. Creo que Doyle tuvo tiempo de extraerlo con un cortaplumas y arrojarlo por la ventana. Tenía, desde luego, un cartucho de más, para que pareciese que no se habían disparado más que dos tiros.

—Pensaban en todo —dijo Race—. Es horrible.

Poirot estaba silencioso. Pero no era un silencio modesto. Sus ojos parecían decir:

«Se equivoca. No pensaron en Hércules Poirot.»

En voz alta dijo:

—Y ahora, doctor, iremos a charlar con su paciente...

Capítulo XXX

Mucho más tarde, aquella noche, Hércules llamó a la puerta de un camarote. Una voz dijo: «Adelante», y el detective entró. Jacqueline de Bellefort estaba sentada en una silla. En otra silla, arrimada a la pared, hallábase sentada la corpulenta camarera.

Los ojos de Jacqueline escrutaron, pensativos, a Poirot. Ella hizo un gesto hacia la camarera.

—¿Puede marcharse?

Poirot hizo una seña con la cabeza a la mujer y ella salió.

Acto seguido el detective arrimó una silla y tomó asiento cerca de Jacqueline. Ninguno de los dos habló. El rostro de Poirot estaba triste. Al fin fue la muchacha quien habló primero.

—Bien —dijo—. ¡Todo ha terminado! Fue usted demasiado hábil para nosotros, señor Poirot.

Poirot exhaló un suspiro. Extendió las manos. Estaba mudo.

—De todos modos —murmuró Jacqueline, pensativamente—, no veo que posea usted muchas pruebas. Desde luego, tenía usted razón, pero si le hubiésemos despistado, engañado...

—De ninguna otra manera, mademoiselle, podía haber sucedido.

—Eso es bastante prueba para un cerebro lógico, pero no creo que hubiera convencido a un jurado. ¡Oh!, bueno, ya no hay remedio. Sorprendió usted a Simon y él mismo se descubrió. Perdió la cabeza el pobre corderito y lo confesó todo. No sabe perder.

—Pero usted, mademoiselle, sabe perder.

—Oh, sí, yo sé perder —le miró. Dijo impulsivamente—: ¡No se moleste tanto, señor Poirot! En lo que me atañe, quiero decir. Usted se aturde, ¿no es cierto?

—Sí, mademoiselle.

—Pero, ¿no se le habría ocurrido dejarme escapar?

Hércules Poirot dijo quedamente:

—No.

Ella movió la cabeza en señal de asentimiento.

—No, es inútil ser sentimental. Podría volverlo a hacer... Ya no soy una persona que ofrezca seguridad. Yo misma lo noto... —continuó meditabunda—. Es horriblemente fácil matar a la gente... Y se comienza a pensar que no importa... Que sólo uno mismo es lo que tiene importancia. Esto es peligroso —hizo una pausa y agregó con una sonrisita—: Hizo usted cuanto pudo por mí. Aquella noche en Assuán me dijo que no abriese mi corazón al mal... ¿Conocía entonces lo que yo me proponía realizar?