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– Normalmente no me visto así-dijo Maureen, sonriendo incómoda por su indumentaria-. ¿Puedo coger ropa mía?

– ¿Eso es lo que llevaba ayer? -le preguntó el Bigotes, señalando la camiseta que había encima de la cama.

– Sí…

Sacó una bolsa de papel blanca que llevaba doblada en el bolsillo y un bolígrafo de la chaqueta. Lo deslizó por debajo de la camiseta y la introdujo en la bolsa.

– Queremos que nos acompañe, señorita O'Donnell -dijo el Bigotes-. Queremos hablar con usted en la comisaría.

– ¡No pueden detenerla! -gritó Winnie, con un gemido sobrecogedor.

– No es nuestra intención -dijo la mujer policía intentando calmarla-. Sólo le estamos pidiendo que nos cuente lo ocurrido. Si va a la comisaría, será por propia voluntad.

Winnie alargó la mano hacia Maureen en un gesto de protección maternal dramático provocado por el brandy.

– Exijo que se le permita ver a un abogado.

Maureen apartó de su camino la mano de Winnie.

– Déjalo, mamá -dijo, y se volvió hacia los policías-. Les acompañaré.

Jim Maliano observaba desde la puerta del salón mientras la variopinta multitud atravesaba el recibidor oscuro. Cuando Maureen pasó a su lado, alargó la mano y le dio un suave apretón en el hombro. Ese pequeño gesto de empatia la emocionó sobremanera y se juró que no lo olvidaría.

Todo lo demás quedó borroso en su memoria. Recordaba a Winnie llorando desconsoladamente y a un reducido grupo de personas en el rellano apartándose para dejarla pasar. El hombre pelirrojo se sentó en el asiento del pasajero de un Ford azul, la mujer policía ayudó a Maureen a subir al asiento de atrás y se sentó a su lado. El hombre le preguntó si le habían leído sus derechos. Contestó que sí pero que no había prestado mucha atención. Se los leyó de nuevo. Al cabo de pocos minutos llegaron a la comisaría de policía de Stewart Street.

Estaba a la vuelta de la esquina pero Maureen no se había fijado demasiado en ella antes de aquel día. El edificio era de hormigón y tenía tres pisos. Estaba junto a un polígono industrial y la fachada era de cristal reflector. Parecía más un edificio de oficinas que una comisaría de policía. Condujeron hasta la parte trasera y llegaron a un pequeño aparcamiento. Estaba rodeado por un muro alto coronado con alambre en forma de espiral. Desde el aparcamiento alzó la vista hacia la parte trasera del edificio y vio unas ventanas con barrotes pequeñas y mezquinas.

El hombre pelirrojo la ayudó a salir del coche, sujetándole el codo más tiempo del necesario. Debía de parecer asustada.

– No se preocupe -le dijo-. Lo peor ya ha pasado. Sólo vamos a hablar con usted.

Pero Maureen no pensaba en eso. Sólo quería ver a Liam.

3. Marie, Una y Liam

Maureen era la más pequeña de los cuatro. El parecido entre ellos era sorprendente: cabello castaño oscuro, mandíbula cuadrada y nariz pequeña pero ancha. También tenían la misma constitución: todos eran bajos y delgados. Cuando eran niños, la gente a menudo pensaba que Liam y Maureen eran gemelos: se llevaban diez meses de diferencia, ambos tenían los ojos azul claro y pasaban tanto tiempo juntos que incluso se movían igual. Cuando llegaron a la pubertad, Liam dejó de querer ir con Maureen. Ella no lo entendía. Le seguía a todas partes como un perrito hasta que él la amenazó con pegarle y dejó de hablarle. Su parecido fue desapareciendo poco a poco.

Marie era la mayor. Se mudó a Londres a principios de los ochenta para escapar del problema con la bebida que tenía su madre, se instaló allí y se convirtió en una ingenua incondicional de Margaret Thatcher. Consiguió un trabajo en un banco y fue ascendiendo. Al principio parecía que sólo había sufrido un cambio superficiaclass="underline" empezó a describir a sus amigos por las cuotas de sus hipotecas y por el tipo de coche que tenían. A la familia le costó darse cuenta de que Marie era muy distinta a ellos. No hablaban del tema. Podían hablar del alcoholismo de Winnie, de los problemas psicológicos de Maureen y, en menor medida, de los trapícheos con las drogas de Liam, pero no podían hablar del thatcherismo de Marie. No había nada bueno que decir al respecto. Maureen siempre había supuesto que Marie era de izquierdas porque era buena persona. El distanciamiento definitivo entre ellas llegó la última vez que Marie fue a visitarles. Hablaban de los sin techo y Maureen había estropeado la cena al perder los papeles y gritarle a su hermana: «¡Adopta un sistema de valores, joder!».

Sucedió seis meses antes de que internaran a Maureen en el psiquiátrico pero, como dijo Marie, lo ocurrido entre un incidente y el otro era cuestión de semanas. Y eso lo explicaba todo. Maureen estaba loca y Marie la perdonó.

Marie estaba casada con Robert, que trabajaba en un banco de la City. Se habían casado en secreto en el juzgado de Chelsea dos años atrás, pero Robert no había encontrado el momento de ir a Glasgow y presentarle sus respetos a la familia. Era una pena porque ahora no podían permitírselo: Robert había entrado a formar parte de la comunidad de aseguradores de la Lloyd's en un mal momento y en la sociedad equivocada, y vivían en un estudio en Bromley.

El marido de Una, Alistair, era uno más de la familia. Era fontanero y no podía creer la suerte que había tenido cuando Una aceptó casarse con él. Era un hombre tranquilo y honrado y, para alegría infinita de Una, había demostrado ser sumamente moldeable. Había empezado por cambiar su forma de vestir, luego siguió con su acento y ahora estaba intentando que cambiara de trabajo.

Una era ingeniera de caminos, canales y puertos y había ganado algún dinero. Había programado crear una familia para 1995 e incluso había estado a punto de reservar la baja por maternidad, pero no se quedó embarazada. Había puesto al mal tiempo buena cara, pero hacía poco les había confesado a todos, individualmente y en confianza, que se estaba desesperando. Maureen la acompañó a la clínica cuando le hicieron las pruebas preliminares. Resultó que el número de espermatozoides de Alistair era un poco bajo y lo pusieron en tratamiento. Una era feliz y, por lo tanto, Alistair también.

Cuando a Liam le había tocado empezar la secundaria, Michael, su padre, perdió su empleo de periodista por culpa de la bebida, toda una proeza en esos días. No podían permitirse que Liam fuera al mismo colegio privado que Marie y Una, así que fue al instituto de secundaria Hillhead y Maureen siguió sus pasos un año más tarde. Era un buen colegio pero ninguno de los dos estudió demasiado.

El alcoholismo de Winnie se acentuó rápidamente después de que Michael les abandonara. Al cabo de cuatro años se volvió a casar y el padrastro, George, se convirtió en el compañero silencioso de fuertes y brutales discusiones. A pesar del ambiente familiar, Liam dio una alegría a su madre al entrar en la Facultad de Derecho de la Universidad de Glasgow. Lo dejó a los seis meses y empezó a vender hachís a sus amigos de vez en cuando, hasta que descubrió que tenía talento para ello y se hizo profesional. Se compró una casa grande. Le dijeron a Winnie que hacía de mánager de grupos musicales. Maureen solía darle la lata porque no creía que fuera seguro dirigir el negocio desde su propia casa, pero él le dijo que si empezaba a preocuparse por esas cosas se volvería paranoico.

Su novia actual, Maggie, era algo misteriosa. Era modelo, pero nunca la habían visto trabajar de modelo en nada. También era cantante, pero jamás la habían oído cantar. Era muy guapa y tenía el culo más redondo que Maureen había visto. No parecía que tuviera amigos propios. La pobre Maggie lo tenía difícil para estar a la altura de Lynn, la primera y última novia de Liam. Trabajaba de recepcionista en la consulta de un médico y sus modales eran toscos, pero era tan ingeniosa que incluso Winnie dejaba de lado su esnobismo cuando Lynn contaba una historia.

Maureen sacó buenas notas en el colegio y estudió historia del arte en la Universidad de Glasgow. En su último año en la facultad empezó a pensar que era esquizofrénica. Los miedos nocturnos que siempre había sufrido fueron empeorando progresivamente y empezó a tener visiones de etapas anteriores de su vida cuando estaba despierta. Al principio eran moderadas, pero se fueron haciendo más graves y frecuentes. Como no situaba esas imágenes entre sus recuerdos de infancia, pensó que eran alucinaciones sin importancia. En sus momentos de mayor lucidez se daba cuenta de que algo iba mal. Nunca había tomado ácidos, así que no podía ser eso. Empezó a leer sobre enfermedades mentales y descubrió que estaba en el grupo de edad idóneo para sufrir su primer ataque de esquizofrenia. No le sorprendió: como mucha gente de familias desestructuradas nunca había imaginado que le aguardara un futuro apasionante. No se lo contó a nadie, consiguió un trabajo en el Teatro Apolo y se compró el pequeño apartamento en Garnethill para que cuando cayera en el gran agujero negro de los servicios sociales, éstos no la hicieran vivir con Winnie.