Intentando no mirarle el pelo, Maureen pidió una tarrina grande de helado artesano y una botella de soda. El señor Peluca se inclinó para coger el helado del congelador y Maureen se encontró cara a cara con su espeso peluquín. Debajo de los gruesos cabellos del bisoñe, el tejido estaba sucio. Desvió la mirada hacia los tarros de caramelos. Cuando eran muy pequeños, los domingos después de misa, Winnie los llevaba a las tiendas de golosinas. Cada uno podía pedir un bolsa de cien gramos. Maureen no recordaba cuáles eran sus caramelos favoritos, siempre estaba cambiando, pero Liam siempre escogía los de ruibarbo, nunca variaba. Pidió cien gramos de los que le gustaban a su hermano. El señor Peluca pesó los caramelos, los metió en una bolsa de papel y le dio unas vueltas para cerrarla.
De vuelta en el piso le dio la bolsa de caramelos a Liam, que los abrió al momento y se los pasó para que también cogieran.
– Vaya -dijo-, hacía años que no comía estos caramelos.
Maureen se fue a la cocina a preparar el postre. Llenó unos vasos altos con la soda efervescente y le puso a cada uno una cucharada de helado, que se fue mezclando con la bebida, dejando un rastro a lo largo del vaso, hasta que se posó en el fondo poco a poco a medida que Maureen añadía más soda. La cocina olía igual que debe de oler el paraíso para un goloso. Se lo comieron como no debe hacerse, como glotones torpes, a cucharadas, a sorbos y a lengüetadas. Benny había ido al videoclub para alquilar La piel que brilla pero no estaba, así que cogió L'Atalante, una película francesa de los años treinta sobre un capitán de barco y su última esposa.
Se pasaron la noche arropados por el bienestar cálido de los viejos amigos, casi sin hablar y preocupándose sólo de estar tranquilos. Iban a recordarla como la última noche feliz que pasarían juntos, como un momento de calma en medio de la tempestad.
19. Martin
Llamó antes de ir para asegurarse de que Martin trabajaba ese día. Le horrorizaba la idea de aparecer en el hospital y que no la recibiera una cara amable. El jefe de los porteros le dijo que Martin había vuelto a su turno anterior, así que Maureen no se puso en camino hasta la tarde.
La fachada victoriana del Hospital Psiquiátrico Northern parecía rara por lo mal proporcinada que estaba. Las columnas dóricas eran demasiado gruesas y el frontón demasiado bajo. En otras circunstancias, Maureen estaba segura de que la hubiera encontrado, bonita pero no podía verla así. Parecía sacada de una pesadilla horrible. No recordaba haber visto la parte delantera del edificio hasta el día en que salió del hospital para volver a casa: estaba dentro del taxi y le decía adiós efusivamente a Pauline, su amiga anoréxica de las clases de terapia ocupacional, que le devolvía los gestos de despedida. La esquelética Pauline estaba en la entrada ancha mientras el taxi daba la vuelta. Maureen no vio que Pauline lloraba hasta que pasaron delante de ella por segunda vez.
Hasta la sesión conjunta con su madre, cuando Maureen empezó a volver poco a poco a la confusa oscuridad, pensar en Pauline fue lo que la hizo dejar de jugar en serio con la idea del suicidio. Las dos habían sufrido abusos sexuales por parte de sus padres. A Pauline la habían violado su padre y su hermano, pero su reacción fue muy distinta: ella no podía enfadarse y Maureen no podía hacer otra cosa. Pauline no tenía la fuerza suficiente para contarlo: decía que destrozaría a su madre y que eso sería más difícil de soportar que los abusos. Cuando Maureen la conoció, Pauline estaba recuperando peso. Hacían cerámica juntas; Pauline la ayudó a esmaltar el cenicero con la diana que Winnie tenía en el recibidor. Era la mejor de la clase de cerámica, había repetido el curso tres veces y, de todos los alumnos, era la que más tiempo llevaba en el hospital.
Maureen no tenía el ánimo suficiente para ir a visitar a Pauline pero la llamaba. No tenían mucho que decirse, su estrecha relación había surgido por proximidad y no por afinidad, pero a Pauline siempre le gustaba que Maureen la llamara y alargaba las llamadas, contándole cómo iba su solicitud para alquilar una casa, repitiendo los chismes del hospital, o contándole a quién dejaban marchar y qué hacía el personal. Maureen fue perdiendo las ganas de llamarla. Dejó de hacerle preguntas en un intento de acortar la conversación y fue espaciando cada vez más las llamadas.
Dejaron salir a Pauline unos meses después de que Maureen se fuera. No le dieron una casa: por lo visto le habían dicho que tendría que esperar otros tres meses. Le ofrecieron una habitación en un barrio de mala muerte y la rechazó. A la semana de haber vuelto al domicilio familiar se fue al bosque que había cerca de su casa y se tornó una sobredosis de pastillas. Llevaba tres días desaparecida cuando una mujer que había sacado a su perro a pasear tropezó con el cuerpo. Estaba tendida sobre el costado, hecha una bola debajo de un árbol. El viento le había subido la falda, que le tapaba la cara. En el entierro una enfermera le contó a Maureen que, hasta que encontraron la nota en su cuarto, la policía creía que la habían asesinado porque habían encontrado semen seco en su espalda. Alguien se había corrido sobre ella cuando ya estaba muerta o mientras se moría. Meses más tarde Maureen fue a las afueras para visitar el bosque. Era una extensión rala de árboles que bajaba desde la colina hasta la carretera principal, limitada a un lado por un parque y al otro por un camino privado. Los vecinos estaban orgullosos del viejo bosque pero siempre y cuando no creciera hacia los límites de sus propiedades privadas. Los árboles eran delgados y estaban enfermos, se podía ver a la gente que paseaba desde cualquiera de los lados. Plásticos quemados y colillas revelaban que los niños de casa bien iban allí las noches de verano a beber sidra, a meterse mano y a quemar cosas. Maureen se tumbó entre los restos de basura y miró las copas de los árboles. Lágrimas inútiles se precipitaban hacia sus cabellos mientras se disculpaba con mucho retraso por haber dejado sola a Pauline.
Durante la incineración, la madre de Pauline, amable y aturdida, lloró con tanto desconsuelo que se le reventaron algunos vasos del ojo derecho. El padre estaba sentado a su lado, rodeándola con el brazo, y le daba palmaditas en el hombro cuando sollozaba demasiado alto. Había dos hermanos. Nadie sabía cuál de ellos había violado a Pauline. Ella nunca lo había dicho. En su sermón, el cura dijo que Pauline era una hija obediente y muy querida. Su ataúd se deslizó sin hacer ruido en una cinta transportadora detrás de una cortina roja.
Los asistentes al funeral que no pertenecían a la familia habían conocido a Pauline en el hospital y sabían lo que había sufrido. Evitaron hacer los comentarios habituales que acompañan la muerte de una persona joven. Sólo su madre pensó que no eran necesarios. Estaba demasiado afligida para preparar una merienda en memoria de Pauline y, como ésta era la única hija, no había nadie más en la familia que pudiera hacerlo. Se disculpó ante todo el mundo por romper el protocolo y los asistentes se dirigieron en fila india por el puente de la autopista hacia un bar de mala muerte.
Liam invitó al padre a una jarra de cerveza. Liam conocía a Pauline y le gustaba. Sabía lo que le había pasado.
– ¿Por qué coño has hecho eso? -le dijo Maureen en voz baja.
– Tranquila, cálmate -dijo Liam y sacó a Maureen del bar-. Le he echado dos ácidos. Le va a estallar la cabeza.
Maureen le dijo a Liam que tendría que aprender a controlarse.
– Y lo hice -dijo Liam-. Quería echarle ocho.