Unas semanas después, a Maureen le llegaron rumores de que el padre de Pauline había sufrido una especie de ataque esquizoide y que habían tenido que hospitalizarle por un breve período de tiempo.
Sintió que la sonrisa triste de Pauline le alegraba el corazón mientras iba por el camino de gravilla hasta la puerta lateral del hospital.
Encontró a Martin en la cantina del personal. Estaba de espaldas pero Maureen lo reconoció por los hombros anchos y los brazos musculosos. Tenía la piel de la nuca arrugada y castigada corno si hubiera estado trabajando al aire libre durante mucho tiempo. Comía una empanada grasienta y patatas fritas.
– Esa mierda te matará -dijo Maureen. Martin levantó la vista y le sonrió. Tenía el pelo rapado y canoso, lo que hacía que pareciera que tenía una aureola diminuta alrededor de la cara morena. Tenía los ojos rodeados de arrugas que le habían salido a fuerza de reírse.
– Hola, preciosa -le dijo.
Había empezado a envejecer en los dos años que hacía que Maureen no le veía: las orejas y la nariz parecían mayores; Alargó la mano por encima de la mesa para coger el bote de salsa y Maureen vio que tenía las muñecas hinchadas y que llevaba un brazalete de cobre. En las mejillas se le dibujaban venas rotas y de los lóbulos de las orejas le salían pelos blancos cuidadosamente peinados.
– ¿Cuánto tiempo tienes de descanso? -le preguntó Maureen.
– Todavía me queda media hora.
– ¿Puedo sentarme contigo?
– Me enfadaría si no lo hicieras.
Maureen fue a por una taza de té.
– Esta mañana me telefoneó una mujer llamada Louisa Wishart del Hospital Albert -dijo Martin cuando Maureen se sentó.
– ¿Sí?
– Llamó al despacho principal y tuvieron que avisarme por los altavoces. Me dijo que vendrías para visitar el hospital y que cuidara de ti.
– Espero que no te importe.
– No -dijo masticando su última ración de empanada y patatas fritas-. Me dieron un rato libre para hacerlo. ¿Es tu psiquiatra?
– Sí. Me dijo que había trabajado aquí. Pensé que la recordarías.
– Bueno -dijo Martin limpiándose la boca con una servilleta de papel-, eso explica por qué estuvo tan simpática. Todos han trabajado aquí en alguna ocasión. Debía de ser muy joven. Uno no se fija demasiado en los jóvenes.
– Lleva una gafas grandes que le cubren la mitad de la cara y hace esto… -Maureen juntó las manos y miró a Martin fijamente mientras le hacía una imitación exagerada de Louisa-. Tiene un poco de cara de pez.
– No, preciosa. No la recuerdo.
– Bueno, no vale mucho la pena recordarla.
– Pues no lo parece.
Martin no era un hombre afectuoso pero su tranquilidad natural era tan agradable que parecía afecto. Hoy no parecía estar muy colmado. No dejaba de mirar a su alrededor como si estuviera buscando a alguien. Maureen bebió un sorbo de té con una sensación creciente de inquietud. Martin la miró.
– Te vi en el periódico -le dijo.
Maureen se sonrojó.
– ¿Sí?
– Por eso has venido, ¿verdad?
– Sí.
– No tiene nada que ver con el tratamiento, ¿no?
– No.
– ¿Por qué lo cree ella?
– Le miento. Sobre casi todo.
– ¿Por qué?
– No quiero contarle nada. Es imbécil.
De repente, Martin se interesó por Louisa.
– ¿Es morena?
– Sí, y tiene mucho pelo.
– Ya me acuerdo. Estuvo aquí hace un par de años, sólo seis meses. Tienes razón. Era imbécil.
Se sonrieron.
– ¿Por qué sigues con ella?
– Mi familia se preocupa por mí, ya sabes, si no voy a algún psiquiatra.
– Voy a por una taza de té, preciosa. ¿Quieres otra?
Ella le dijo que no. Martin volvió con una pasta de té para Maureen. Era una galleta de malva recubierta de chocolate con leche.
Era el tipo de galletas que se da a los niños. Martin debía de pensar que era muy joven, pensó Maureen. Ella no sabía si estaba casado ni si tenía hijos. No daba información sobre sí mismo. No porque fuera reservado, simplemente no tenía la necesidad de crearse un contexto para justificar su vida. Maureen esperó que estuviera casado con una buena mujer, y que ésta le peinara las orejas velludas cada noche, y también esperó que tuviera hijos. Si los tenía, Maureen pensó que debía de-ser un buen padre.
– Sólo puedo contarte algunas cosas, preciosa -dijo-. De hecho, sólo te contaré lo que sé. No me interesan las habladurías, así que no sé lo que dicen los demás. ¿De acuerdo?
– Sí.
– Está ocurriendo algo muy malo y no quiero verme involucrado en ello, ¿vale?
– ¿Qué es eso tan malo?
– Ahora te lo diré pero tienes que prometerme que no se lo contarás a nadie.
– Prometido.
Martin la miró fijamente.
– Escucha, esto es muy importante, así que no lo digas por decir. No se lo cuentes a nadie.
– Sí, Martin, te prometo que no lo haré.
Pasó la mirada nervioso por la cantina.
– No sé quién está metido en todo esto. Podría ser que estuvieran aquí ahora mismo, observándonos.
– Entonces compórtate con naturalidad. Sólo he venido a visitar el hospital otra vez y tú eres un portero amable a quien le han pedido que me acompañe en mi visita. Yo no he pedido verte, mi psiquiatra te llamó, ¿recuerdas?
La expresión de Martin se relajó.
– Sí -dijo-, es verdad.
– Y si te avisaron por los altavoces y hablaste desde el despacho, hay mucha gente que lo sabe.
– Sí. Entonces vamos. Fingiremos visitar el hospital. Te enseñaré otra vez la parte antigua.
Martin dejó la bandeja en su sitio y las mujeres de la cantina se lo agradecieron.
La llevó a la sala Jorge III. Su mente estaba tan absorta en lo que Martin le había dicho que no le impresionó demasiado entrar allí otra vez.
– Te acordabas de la sala donde estuve -le dijo Maureen.
– Claro que sí -dijo Martin sin darle importancia.
Cuando estaban en el ascensor Maureen le preguntó si sabía en qué sala estaba Siobhain McCloud.
– En la Jorge I -contestó rápido, como si ya supiera que Maureen iba a preguntárselo-. Todas estaban en la Jorge I.
Visitaron la sala de lectura y la cantina de los pacientes. De camino hacia las salas de terapia prefabricadas, pasaron por los jardines. Ahora los parterres estaban vacíos. Eran parcelas hundidas en el césped bien cuidado llenas de terrones desnudos de barro helado, como si fueran cicatrices de sarampión. A Liam le gustaba sentarse allí con ella. Sacaban a Pauline y le daban cigarrillos. No le permitían fumar porque decían que le quitaba el apetito pero Maureen sospechaba que más bien era un castigo. La causa por la que Pauline se dejaba morir de inanición no era que no tuviera suficiente hambre.
Pasaron por las salas prefabricadas donde había tenido lugar la sesión con Winnie y volvieron a entrar en el edificio principal. Martin la llevó al montacargas. Era tan grande como para que entraran cómodamente tres camillas y sus ocupantes. Maureen repasó con la mirada el espacio de acero inoxidable.
– Nunca había subido en uno de éstos.
– No deberíamos utilizarlos pero siempre están libres.
Se cerraron las puertas y Martin apretó el botón del sótano. La iba a llevar a una parte del hospital donde no había estado. El ascensor bajó lentamente y las puertas se abrieron a un vestíbulo de techos bajos. Salieron, giraron a la derecha, cruzaron varias puertas cortafuegos y llegaron a una bifurcación. A la derecha, subía una rampa en un pasillo sin ventanas; a la izquierda, el corredor seguía bajando. Se dirigieron a la izquierda por un pasillo paralelo a la cocina. Uno de los fluorescentes funcionaba mal y parpadeaba nerviosamente. Una corriente de calor que olía a carne recocida y a salsa de bote llenaba el pasillo. A Maureen se le hacía la boca agua. Martin abrió una puerta vieja de madera a la izquierda del corredor.