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Recorrió los pasillos, parándose en todos los expositores y leyendo las cajitas, y al final se decidió por un tinte oscuro que acondicionaba e hidrataba el pelo y una mascarilla facial que ya había usado antes. Era demasiado fuerte para su cutis, se lo dejaba rojo y dolorido, pero cuando la crema salía del tubo era negra y se volvía de un color naranja brillante a medida que se secaba. Siempre le producía una excitación agradable.

Cuando llegó a casa vio que Benny había dejado una nota en la mesita del café del comedor. Decía que tenía que participar en una reunión de Alcohólicos Anónimos y que volvería a las ocho. Maureen abrió los grifos de la bañera, cogió dos toallas blancas del armario de la ropa limpia y cerró con llave la puerta del baño. Se desnudó, se recogió el pelo y se puso la mascarilla, extendiéndose uniformemente la crema negra por la cara y el cuello. Tenía una textura pegajosa y agradable. Se sentó en el váter mientras esperaba a que se llenara la bañera, se frotó los dedos para hacer una bolita viscosa con los restos de la mascarilla e hizo rodar la masa caliente por la palma de su mano.

Pensó en Douglas; no en el Douglas deshonesto y mentiroso, sino en el hombre amable y compasivo que había estado intentando olvidar. Entendía que le hubiera dado dinero a Siobhain por lo sucedido en el Hospital Northern pero a Maureen no la habían violado cuando estuvo allí. Aparte del episodio con Winnie, no le había pasado nada malo durante su internamiento. Pensó en lo que le había insinuado Shirley: que Douglas se había estado follando a alguien en su despacho de la Clínica Rainbow. No parecía propio del carácter de Douglas en absoluto. Se preocupaba mucho por establecer una diferencia en su relación y no verla como la de un psiquiatra que se folla a su paciente. Hablaba mucho de ese tema. Pero últimamente no había mencionado el asunto, así que pudo haber sido él. La bañera estaba llena. Cerró los grifos.

Tenía la cara pegajosa y naranja. Pasándose las puntas de los dedos por el cuello, cogió el extremo de la mascarilla y se la quitó. Sentía un hormigueo en cada poro de su cutis. Cuando se deslizó dentro de la bañera honda, el cuarto de baño estaba lleno de vaho. Se hundió hasta que sólo la nariz y las tetas le sobresalieron del agua y pensó en la pobre Ofelia. Los rasguños de la nuca le escocieron al entrar en contacto con el agua.

Salió de la bañera y se secó con la toalla limpia y fresca. El tinte para el pelo era el más oscuro que había utilizado hasta ahora: no era el negro típico de los Siniestros pero no iba a quedarle mal. Cuando estaba agitando el bote se dio cuenta de que estropearía las toallas blancas si las usaba.

Se puso algo de ropa encima y salió al recibidor para buscar una toalla vieja en el armario de la caldera pero no había ninguna. Benny tenía algunas roñosas, Maureen las había visto. Entró en su dormitorio, se arrodilló junto a la cómoda, abrió el cajón de abajo y hurgó en su interior en busca del tacto de una toalla. El cajón estaba lleno de jerseys de invierno y calcetines desparejados. Su mano aterrizó sobre un papel satinado. Estaba a punto de sacarlo cuando se dio cuenta de que era una revista pornográfica. La metió en el cajón, roja de vergüenza, y la empujó hasta el fondo. Notó algo duro y plano, de plástico, en la base del cajón. Retiró un jersey y miró dentro. Era un CD: estaba en un rincón del cajón, en la base, para que no se perdiera entre el caos. Lo sacó y reconoció la esquina de dos colores antes de ver la carátula. Era el CD de los grandes éxitos de Selector. Era el CD que había dejado en el suelo de su habitación de Garnethill; incluso tenía la esquina de la tapa de plástico rota.

Lo dejó donde lo había encontrado, lo cubrió con el jersey y los calcetines desparejados y volvió al cuarto de baño.

Se peinó, se hizo una cola de caballo y se la cortó con unas tijeras.

Eran las siete y media.

Se quedó escuchando desde la puerta del baño. El piso estaba en silencio. Dejó una nota en la mesa de la cocina que decía que se iba a quedar en casa de Leslie esa noche y se dirigió a la Great Western Road por una ruta de calles secundarias por las que sabía que Benny nunca pasaba.

Liam había vivido unos tres años allí, así que Maureen se acordaba del número de teléfono. Lynn se había mudado. El tipo que contestó le dio un número de Anderston.

– ¿Lynn?

– Sí -dijo ella con cautela.

– Lynn, soy yo, Maureen O'Donnell.

– ¡Mauri! Joder, ¿cómo estás?

Quedaron en verse, con la condición de que el encuentro fuera secreto, en un café grande y concurrido cerca de casa de Lynn.

Lynn la saludó alegremente con la mano cuando la vio aparecer por la puerta. Era morena natural y tenía la piel aterciopelada y de un rosado impecable, pero eran los ojos su rasgo más preciado. Los tenía negros con un matiz azul que hacía que parecieran dos piedras semipreciosas pulidas. Era delgada pero fuerte y, si había que hacer caso a Liam, inusualmente ágil. Tenía una voz ronca y profunda, el resultado de llevar fumando veinte cigarrillos al día desde los doce años. Estaba comiendo unos espaguetis a la carbonara con trocitos de jamón. Cuando Maureen se acercó a la mesa, los estaba enrollando con gran pericia en el tenedor.

– Bueno, ¿por qué tanto secretismo, ardillita? ¿Y qué te has hecho en el pelo?

– Me lo he cortado yo misma -dijo Maureen y se sentó.

– Lo tienes desigualado. Iremos a casa después de comer y te lo arreglaré.

– Lo llevo bien -dijo Maureen distraídamente.

– No, no lo llevas bien. Tienes mechones más largos por detrás. Parece el coño de una loca.

Se quedaron calladas un momento mientras Lynn masticaba un bocado de pasta. La salsa cremosa se le acumulaba en las comisuras de los labios; parecía espuma. Maureen pasó la mirada por el local. En las paredes había pegados pósters de Italia: de detrás de la cabeza de Lynn surgía una fotografía aérea de Florencia. Las imágenes estaban rodeadas de dibujos de las banderas de varios países.

– Venga -dijo Lynn-, vamos a saltarnos los formalismos.

– Sí -dijo Maureen.

Lynn la examinó con la mirada.

– Sé lo de tu novio, Maureen. ¿Por eso llevas nuestro encuentro con tanto secretismo?

– ¿Es lo que parece?

– Sí.

– No le digas a nadie que nos hemos visto, ¿vale? -dijo Maureen.

– Todavía no estoy segura de que lo hayamos hecho -dijo Lynn.

Se quedaron calladas hasta que Lynn acabó de comer. Pagó la cuenta.

– Vamos -dijo e hizo que Maureen se levantara y le dio el brazo-. Iremos a mi casa y te arreglaré el pelo.

Lynn vivía en un piso grande de Argyle Street. Al otro lado de la calle había una tienda de ultramarinos abierta las veinticuatro horas. La casa debía de haber pertenecido a gente distinguida: tenía cinco dormitorios grandes y una cocina enorme con despensa. El techo tenía unos cuatro metros de altura y estaba rematado con vistosas molduras. Uno de sus compañeros de piso tenía una pandilla de gatos enormes y cariñosísimos. Nada más entrar por la puerta, empezaron a restregarse contra sus piernas y cuando Maureen se sentó en una de las sillas de la cocina, tres de los gatos se arañaron y soltaron bufidos para defender su derecho a sentarse en su regazo.

– Si te sientas allí -dijo Lynn señalando el pequeño sofá verde de dos plazas junto al televisor-, podrán quererte todos a la vez.

Maureen se sentó en él y al instante su falda quedó cubierta por una alfombra de animales ronroneantes. Lynn se colocó detrás de ella y le mojó el pelo con un pulverizador lleno de agua. Le peinó el pelo hacia un lado y hacia el otro y le cortó las puntas con unas tijeras afiladas.