– Oh, Maureen -dijo Lynn-. Te has hecho daño en la nuca.
– Sí.
– Parecen rasguños o algo así.
Maureen no contestó. Los gatos se movieron en su regazo, ronroneando y clavándole las uñas en las piernas, acurrucándose como si ella fuera una manta.
– Me parece que no se te han curado -dijo Lynn con prudencia- ¿Quieres que te ponga una crema cicatrizante?
– Sí, gracias.
Lynn salió de la cocina y volvió con un tarro enorme.
– Lo he mangado de la consulta -dijo cuando vio que Maureen la miraba. Le frotó con suavidad la piel desgarrada de la nuca con la crema apestosa-. ¿Qué tal?
– Pica.
– Tendrías que ponerte maquillaje encima, cielo, o una bufanda o algo así. Da un poco de miedo -dijo Lynn, y tapó el bote, se lavó las manos en la pila, cogió las tijeras y siguió arreglándole el pelo-. Bueno -dijo Lynn-, cuéntame por qué me has llamado.
– Necesito que me hagas un favor -dijo Maureen.
– ¿Uno grande? ¿Uno pequeño?
– Sólo es una pregunta. De todas formas, tampoco sé si lo sabrás. Quiero descubrir algo del historial médico de alguien.
– ¿De un paciente de mi consulta?
– No. Lynn, no se lo digas ni a Liam ni a nadie, ¿vale?
– Vale.
– Creo que Benny ha estado en mi casa.
– ¿Benny? Por supuesto que ha estado en tu casa.
– Pero creo que ha estado hace poco, ahora que la policía no me deja ir a mí. Creo que ha hablado con ellos o algo. No lo sé. No puedo encajar todas las piezas.
Le habría contado a Lynn lo del CD errante pero sabía que parecería que estaba un poco loca, Lynn pensaría que Maureen había devuelto el CD y luego se había olvidado.
– Creo que es posible que Benny conociera a Douglas. La policía me dijo que hace unos años le habían detenido en Inverness. No llevaron el caso a juicio sino que le mandaron que se pusiera bajo tratamiento psiquiátrico.
Lynn dejó de cortarle el pelo.
– No lo sabía -dijo.
– Yo tampoco.
– ¿Hizo el tratamiento en Inverness?
– No -contestó Maureen-. Debió seguirlo en Glasgow. Nunca ha estado fuera mucho tiempo.
– Maureen, puede que Benny esté un poco loco a veces pero no creo que le hablara de ti a la policía.
– Yo ya no sé qué pensar.
Lynn se puso a cortarle el pelo otra vez.
– ¿Y qué es lo que quieres que haga?
– Necesito saber cómo puedo tener acceso a su historial médico. Quiero descubrir quién era su psiquiatra. Creo que es posible que fuera Douglas.
– Maureen, no puedes tener acceso al historial de nadie sin su permiso. Es ilegal. Casi no puedes ni ver el tuyo.
– ¿De verdad?
– Sí, tía.
Lynn acabó de cortarle el pelo y le dio un espejo mientras ella sujetaba otro por detrás para que Maureen pudiera ver lo que Lynn había hecho.
– Ahí lo tienes -dijo Lynn-. Eso es un pelo bien cortado.
Maureen se miró en el espejo. Hacía tiempo que no llevaba el pelo tan corto. Parecía más joven. Lynn se puso a bailar a su alrededor, como si fuera una peluquera, y le mostró su imagen desde los dos lados, sujetando el espejo desde un ángulo que no dejaba que Maureen se viera los arañazos de la nuca.
– No me queda mal, ¿verdad?
– Creo que estás estupenda -dijo Lynn.
– ¿Conoces a un tío que se llama Paulsa?
– ¿Paulsa, el del ácido chungo?
– El tipo que confirmó la coartada de Liam.
– Sí, lo conozco. Una vez nos pasamos por su casa.
– ¿Dónde vive?
– ¿Conoces ese pub a la altura de Saltmarket? Está en el portal de al lado.
– Ya sé.
De repente Maureen se dio cuenta de que había estado hablando de ella desde que se habían encontrado y que casi no le había preguntado a Lynn cómo estaba. Lynn esbozó una sonrisa ancha e insegura.
– Entonces, ¿tú y Liam estáis juntos otra vez?
Lynn parecía incómoda.
– Sí, un poquito. ¿Cómo es esa tal Maggie?
– Está bien. Aunque no es muy divertida. ¿Volvéis a salir juntos?
– No -dijo Lynn, y se puso a limpiar el respaldo del sofá, que tenía mechones de pelo-. Y no creo que lo hagamos.
– ¿Porqué?
Lynn le contestó con reserva una desgana educada:
– Ya sabes, Mauri, solía mirarle y todo lo que veía era maravilloso. Ahora ya no. Tiene demasiado malhumor para mí.
– Sí. -Maureen estaba de acuerdo-. Tiene malhumor.
Lynn le dio un golpecito en la barbilla.
– Como el resto de la familia.
Maureen se puso el abrigo.
– Gracias por haber quedado conmigo -dijo Maureen-. Creo que por unos momentos he perdido la razón.
– Eso nos pasa a todos -dijo Lynn-. Me llamarás, ¿vale?
– Sí, Lynn, te llamaré.
Maureen fue a pie hasta la casa de acogida y sintió el aliento de su padre en la nuca durante todo el camino.
Se encontró con Leslie en el vestíbulo. Ésta la sacó deprisa de la casa y hablaron en las escaleras de la entrada. Todavía no podía irse a casa, le dijo. Su turno no acababa hasta dentro de tres horas.
– La policía ha venido a verme otra vez. Me preguntaron por la noche en que fuimos a la pizzería. Les dije las horas que pasamos juntas. ¿Hice bien?
– Sí.
– ¿Te recojo en casa de Benny?
– No, no -dijo Maureen-. Volveré más tarde.
Leslie notó que algo le pasaba a Maureen: estaba pálida y tenía los ojos desenfocados.
– ¿Dónde irás?
– Pasearé un rato.
Leslie le frotó el brazo.
– Oye -dijo intentando mirarla a los ojos-, ve al cine o algo así, ¿vale? No te quedes paseando por ahí.
– No, estoy bien -susurró Maureen y casi se cayó al bajar el último escalón. Se fue caminando, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo.
Habían ido allí de picnic una vez. Benny los llevó a ella y a Liam; solía jugar allí de pequeño. Era una senda junto al margen del río.
Daba a Govan y al astillero y estaba rodeada de almacenes en mal estado. Probablemente era un sitio peligroso para visitar de noche, pero Maureen estaba harta de tener que estar siempre preocupándose y llevaba el peine-navaja en el bolsillo. Levantó el alambre de la valla, se agachó y pasó por debajo. Se subió encima de un bloque de hormigón de unos tres metros que surgía del margen del río y se sentó en él. Al otro lado del río, a través de una puerta abierta, podía ver el interior del astillero. Las chispas que salían de los sopletes formaban arcos rojos. Se abrochó bien el abrigo para resguardarse del viento cortante procedente del río y encendió un pitillo.
Había oscurecido mucho. La marea estaba subiendo y la corriente del río volvía hacia atrás, chocando contra el margen muy lejano a sus pies. Pensó en los barcos que habían navegado por el río hacía años, cargados de emigrantes hacia América, familias enteras de escoceses que habían perdido el contacto con su pueblo para siempre; que se habían perdido la llovizna y una recesión de cincuenta años; la violencia doméstica endémica y los ejércitos de hombres borrachos gritando en los campos de fútbol.
Cuando bajó de la roca y se puso bien el abrigo se sintió más alta de algún modo, como si, sin intentarlo, hubiera cruzado flotando la línea divisoria entre el miedo y la rabia.
Llegó a la casa de acogida justo en el momento en que Leslie salía de su turno. No se había dado cuenta antes pero Leslie había estado llorando. Esa mañana el comité de apelación les había notificado que no les permitirían exponer alegatos adicionales. Por la tarde, un marido había encontrado la dirección de la casa, había ido para allá y había convencido a su mujer de que volviera a casa.
– La última vez le rompió la pelvis -dijo Leslie-. Sólo hace un mes que le quitaron los clavos.
– ¿Cómo coño se la rompió?