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– Pues no lo fuiste. Fue una estupidez. A ver, ¿por qué has vuelto?

– Quiero que me des los nombres del personal que trabajaba aquí entonces.

– ¿No es lo que te dio Frank?

– No. Fue lo que le pedí, pero me dio una información equivocada.

– ¿Qué te dio?-preguntó Martin.

– Una lista de números de la Seguridad Social.

Martin pensó en ello unos segundos. Su rostro esbozó una sonrisa contenida y se echó a reír. Su risa fue en aumento hasta que se quedó doblado en la silla. Emitía unas carcajadas agudas y estúpidas y le lloraban los ojos. Maureen sonrió a su pesar. Martin le dio unas palmaditas en la rodilla y ella también se echó a reír.

Cuando Martin consiguió calmarse se inclinó hacia adelante y encendió la tetera eléctrica, que estaba en el suelo.

– Ostras -dijo entre risas-, ese Frank es un imbécil.

Martin le golpeó suavemente el tobillo para que Maureen apartara la pierna y abrió uno de los pequeños cajones del mueble caoba. Dentro había un montón de vasos de plástico. Todavía riéndose, sacó dos vasos, puso una bolsa de té en cada uno y abrió otro cajón, que tenía un Tupperware con leche en polvo. Sin preguntarle nada, puso la leche en los dos vasos. Maureen no quiso frenarle por si interrumpía su buen humor. Guardó el recipiente y sacó un paquete abierto de galletas Bourbon de otro cajón.

– No has tenido ningún problema, ¿verdad, Martin?

– No -dijo todavía riéndose-. Sé cómo cuidar de mí mismo. -Vio que Maureen miraba los pósters del Thistle-. Mañana jugamos en Francia. Contra el Metz.

– ¿Vas al partido?

– No -dijo Martin-. El autocar sale hoy, dos horas antes de que acabe mi turno. Es una lástima. Van todos mis amiguetes.

Martin cogió la tetera, puso agua en los vasos y le pasó uno a Maureen. Ella lo cogió con cuidado por la parte superior hasta que se dio cuenta de que casi ni estaba caliente: el agua no había tenido tiempo de hervir. La bolsa de té flotaba inútilmente en el agua clara y grasienta.

– ¿Crees que ganaréis? -le preguntó Maureen.

– No tienes ni idea de fútbol, ¿verdad, cielo? No, perderemos.

Maureen intentó beber un poco de té pero no pudo. Dejó el vaso en el suelo irregular y cogió una galleta del paquete. Sus dientes no tuvieron ninguna dificultad para partir la galleta blanda, que se desmenuzó en su boca. Tenía un sabor pasado, como a tiza. Se la puso a un lado de la boca para alejarla de la lengua.

– ¿No puedes decirme nada sobre el personal, Martin?

– ¿Y por qué tendría que hacerlo? -dijo, y su rostro se puso serio otra vez-. En cuanto lo haga empezarás a hacer preguntas sobre ellos e irás a verles, ¿verdad?

Martin hundió la bolsa de té en el vaso.

– Bueno, sí -dijo Maureen.

– Y probablemente serás tan torpe como lo fuiste con Frank. Todo el mundo sabrá que fui yo quien te lo dijo. Podría tener muchos problemas. Puede que incluso fuera peligroso.

– Todo el mundo pensará que fue Frank quien me lo dijo.

Martin bebió un poco de té y pensó en ello.

– Sí -dijo-. Sí, es verdad. Pero, ¿por qué tendría que darte una información que haría que llamaras la atención?

Maureen dejó de fingir y puso la galleta junto al té imbebible.

– Martin, ¿has pensado alguna vez que puede ser que siga haciéndolo?

– No -dijo con rotundidad-. Lo sabríamos. Ya le habrían pillado.

– No si sus víctimas son muy vulnerables. Quizá de lo ocurrido en la Jorge I haya aprendido a ser más cuidadoso y a no dejar marcas en aquellas mujeres a quienes baña otra persona o algo así.

Martin emitió un gruñido mientras masticaba una galleta y consideró esa posibilidad. Su rostro se ensombreció.

– No vas a olvidarte de este asunto, ¿verdad?-dijo Martin-. No pararás hasta que le encuentres.

– No.

– Podría matarte.

– O podría matarle yo a él -dijo Maureen.

Martin sonrió.

– Recuerdo cuando te asustabas por el ruido que hacía el carrito de la comida.

– Por favor, Martin, dame los nombres.

– ¿Por qué haces todo esto? ¿Por qué no se lo cuentas a la policía?

– Bueno, ellos creen que lo hizo mi hermano y Siobhain McCloud también está involucrada. No puedo hablarles de ella -Maureen sintió que perdía el hilo-. De todas formas, la policía no me escucharía. Saben que estuve ingresada aquí. Piensan que estoy loca.

– Recuerdo bien a Siobhain -dijo Martin-. Era del norte. ¿Qué pasaría si le contaras a la policía todo lo que has descubierto hasta ahora?

Maureen pensó en ello.

– Obligarían a Siobhain a contarles lo que pasó en la sala Jorge I. No sé cómo le afectaría eso. Casi no puede ni decir el nombre de la sala.

Maureen tenía la cabeza inclinada sobre sus rodillas y, aunque el pelo oscuro le tapaba la cara, Martin vio que tenía los ojos tristes. Se dio una palmada en los muslos.

– Bueno -dijo-, entonces, no tienes elección. ¿Tienes un boli?

Maureen hurgó en su mochila y encontró uno en medio de un montón de pañuelos y billetes de autobús, y se lo dio a Martin. Éste le volvió a dar un golpecito en el tobillo y abrió otro cajón caoba que contenía un bloc de notas. Tenía una inscripción médica que promocionaba unas pastillas hemo-algo. En la parte superior de la hoja, Martin escribió el nombre de Maureen en mayúsculas y entre dos signos de exclamación y lo subrayó dos veces. La miró sonriente y escribió una lista mientras mordisqueaba el tapón del bolígrafo entre nombre y nombre. Maureen pasó la mirada por el cuarto. No se oía el zumbido del motor al otro lado de la pared. Había un silencio absoluto en la habitación, sólo interrumpido por el roce del bolígrafo contra el papel y el ruido ocasional que provenía de las tuberías a través del desagüe de la pila. Las paredes debían ser bastante gruesas.

Martin acabó la lista y se la pasó a Maureen.

– Éstos son los que recuerdo -dijo-. Habrá más que habré olvidado, pero éstos son los que trabajaban a tiempo completo y a los que trasladaron después del escándalo.

Maureen dobló el papel y lo metió en el bolsillo de sus vaqueros. Martin le alargó el bolígrafo para devolvérselo: estaba todo mordido y babeado.

– Quédatelo -le dijo Maureen.

Martin miró el bolígrafo.

– Vaya -dijo perplejo-. Siempre hago lo mismo.

Martin quería acompañarla a la parada del autobús. Maureen discutió con él mientras volvían al ascensor. Sería más discreto que no lo hiciera, le dijo Maureen. Ella sola ya había cometido suficientes estupideces por los dos.

Martin le estrechó la mano con fuerza mientras el ascensor se elevaba.

– Supongo que no volveré a verte -le dijo con firmeza.

– Te prometo que no, te lo juro -dijo Maureen, y se dio una palmadita en el bolsillo de la cadera. El ascensor se paró con una sacudida-. Gracias -las puertas se abrieron y Maureen salió-. Espero que tu equipo gane -dijo volviéndose hacia él.

– No lo hará -dijo Martin sonriéndole, y las puertas se cerraron delante de él.

Martin había escrito una lista del personal de enfermería y, aparte, una lista de médicos. Maureen la leyó una y otra vez en el autobús. No reconocía ninguno de los nombres.

La recepcionista huraña había sido sustituida por una mujer de mediana edad, diligente y educada, que llevaba una blusa blanca y una rebeca color vino y que le dijo buenas tardes cuando Maureen entró en el vestíbulo. Ella le sonrió y se dirigió a la sala de la televisión. Siobhain estaba sentada en su silla y veía uno de los primeros episodios de Colombo. Las únicas personas que había en la sala eran ella y una viejecita que se había pintado demasiado los labios. La pasta, de un rojo intenso, se había esparcido por las arrugas de su boca y le daba el aspecto de un ano gravemente enfermo. Era sábado y Maureen supuso que la mayoría de asiduos al centro estarían con sus familias. Cuando Maureen entró en la sala, la viejecita se levantó casi perdiendo el equilibrio y la miró expectante.