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– ¿Eres tú? -preguntó, y se le despegó la parte superior de la dentadura, que se le quedó en diagonal dentro de la boca, lo que le impedía poder cerrarla. La viejecita intentó sonreír y la dentadura saltó hacia fuera y aterrizó en el suelo de linóleo. Siobhain levantó la vista y sonrió a Maureen.

– Hola, Helen -le dijo.

Llevaba la misma ropa que el miércoles pero estaba impecable. No haría demasiadas cosas para que se le pudiera ensuciar.

– De hecho, me llamo Maureen, Siobhain.

Siobhain estaba confusa.

– ¿He olvidado tu nombre?

– No -le dijo Maureen-. Tanya siempre me lo cambia. Ella nos presentó.

– Ah, sí. Me gusta tu nuevo corte de pelo.

– A mí también -dijo Maureen.

La viejecita estaba de pie entre ellas, con una sonrisa ancha en la cara, confusa y enseñándoles las encías, con la dentadura en el suelo delante de ella. Maureen la recogió y fue a la pequeña cocina en la parte trasera de la sala. La mujer extendió las manos y fijó los ojos en la dentadura mientras seguía a Maureen hacia la pila. Ésta abrió el grifo del agua fría, sostuvo la dentadura debajo del agua y se la devolvió.

– Gracias -dijo la viejecita de una forma graciosa-. Muchas gracias.

Maureen cogió una silla, la colocó al lado de Siobhain y se sentó. La viejecita la siguió y se quedó de pie entre ellas y la televisión. Siobhain se apoyó en el brazo de la silla y siguió viendo Colombo. La viejecita se puso la dentadura e intentó sonreír a Maureen otra vez, pero se le volvió a caer la dentadura. Maureen se levantó.

– No, déjalo -dijo Siobhain-. No debería ponérsela, la encontró en un cajón. Gurtie -le dijo a la viejecita-, Gurtie, querida, no deberías ponértela en la boca.

Gurtie parecía desorientada.

– ¿Qué estás viendo? -preguntó Maureen.

– Colombo. Está muy bien. Me gusta ese hombre.

Maureen echó un vistazo a la parte de atrás de la cabeza de Siobhain: tenía el pelo enredado otra vez. Debía de ser la zona sobre la que descansaba la cabeza al dormir, pensó Maureen, donde la apoya sobre la almohada.

– Hoy tienes el pelo más enredado -le dijo-. ¿Quieres que te peine?

– Sí, por favor.

Maureen puso la silla detrás de Siobhain y sacó su peine-navaja ya afilado. Gurtie se les acercó y les ofreció un ejemplar destrozado de la revista Observer. Le dijeron «no, gracias, Gurtie». Ella se sentó en una silla y se quedó mirando un rato el lateral de la televisión hasta que se marchó a otra sala.

Cuando Maureen acabó de desenredarle el pelo a Siobhain, arrastró la silla y se sentó a su lado. Vieron un rato la televisión mientras comían un paquete de patatas que Maureen había traído. Colombo solucionó el caso y empezaron los anuncios. Siobhain giró la cara para mirar a Maureen.

– Qué malvada era la actriz de Hollywood esa.

– Sí -dijo Maureen.

– Y lo hizo por dinero. Una conducta espantosa.

Siobhain se recostó cómodamente en su asiento.

– Siobhain, quiero preguntarte algo.

– ¿Sobre qué?

– Ya lo sabes.

Siobhain se miró las manos.

– Tengo que decirte que no puedo hablar de ello.

– Ya sé que no puedes y no quiero que me hables de ello. Quiero que me digas los nombres de otras mujeres que estaban contigo en la sala. ¿Podrás hacerlo?

– No me acuerdo muy bien. Pero supongo que… sí.

Maureen sacó la lista de Martin y Siobhain escribió los nombres al final del papel. Sólo recordaba cuatro: Yvonne Urquhart, Marianne McDonald, Iona McKinnon y Edith Menzies. Todos los nombres eran típicos del norte de Escocia.

– Por eso los recuerdo. Me cuesta recordar los nombres que son de otras zonas.

Maureen le dio las gracias.

– No -dijo Siobhain, que se enderezó en su silla-. Me acuerdo -su voz bajó de tono hasta convertirse en un susurro lleno de pánico-. Iona no está… ella murió.

– Vaya -dijo Maureen, sorprendida de lo apenada que estaba Siobhain. Seguro que habría recordado que esa mujer estaba muerta si hubieran tenido una relación tan estrecha-. Lo siento, ¿erais amigas?

– No -dijo Siobhain, que se estaba quedando sin aliento-. Se quitó la vida. Tanya me lo dijo.

– ¿Cómo se enteró Tanya?

– En la Clínica Rainbow. Iona estaba en la Rainbow.

– Respira, Siobhain -le dijo Maureen-. Respira hondo.

Siobhain se esforzó por hacerlo.

– Oye -dijo Maureen-, dime qué programas ves los sábados.

Respirando con dificultad, Siobhain empezó a enumerar la programación televisiva de los sábados. Cuando llegó a las diez, ya se había tranquilizado por completo. Maureen quería marcharse, pero pensó que quizá Siobhain empeoraba otra vez. Se quedó sentada junto a ella hasta que acabó Howard's Way.

– Tendría que irme ya -dijo Maureen.

23. Jim Maliano

Liam tenía tortícolis y resaca, y le pidió perdón a Maureen. Estaba sentado en el sofá destrozado y mecía una taza de café bien cargado. Tenía el cuello torcido en una posición extraña y alzó la mirada hacia Maureen. No se había afeitado y estaba arrepentido.

– Me llamaste gilipollas -le dijo Maureen.

– Lo siento. Mamá telefoneó para hablar contigo.

Liam le dijo que Winnie estaba borracha, que les había insultado y que estaba buscando a Maureen.

– ¿No podemos activar el contestador?

Liam movió todo el tronco hacia un lado y otro del sofá en busca de los cigarrillos.

– La policía se lo llevó -dijo-. Sólo necesitaban la cinta, pero creo que se llevaron el aparato sólo para fastidiarme.

Liam vio los cigarrillos en el suelo, se inclinó con cuidado y sacó uno de la cajetilla. La miró mientras se lo encendía y le tiró el paquete.

Maureen cogió uno.

– Podríamos ir a mi casa -dijo- y coger mi contestador.

– ¿Y la policía te dejará entrar?

– Sí, me han dicho que ya puedo volver a casa.

– ¿Ya has estado allí?

– No.

– Vamos -dijo Liam, y se levantó con gran esfuerzo del sofá.

No estaba lloviendo, así que no cogieron el coche sino que fueron andando a Garnethill y subieron la cuesta empinada hasta su piso. Cuando llegaron al final de las escaleras, Liam estaba sudando.

– Dios mío -dijo-, no estoy nada en forma.

Maureen metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Liam alargó la mano para evitar que entrara primero.

– Yo iré -dijo, y se secó el sudor de la frente reluciente-. Echaré un vistazo.

Maureen esperó fuera y se puso a rascar la capa de pintura gruesa y correosa del marco de la puerta. Cuando Liam salió para darle su aprobación, estaba pálido de la impresión.

Maureen entró nerviosa en el recibidor. Liam había cerrado la puerta del salón. Hacía calor. Los vecinos del piso de abajo debían de tener la calefacción encendida. El olor salado del salón flotaba en el vestíbulo: Maureen intentó respirar sin tomar mucho aire para que el olor no le penetrara en los pulmones. La pintura del armario del recibidor tenía marcas pegajosas allí donde antes estaba la cinta adhesiva. Había un papel en el suelo; estaba doblado por la mitad y lo habían metido por debajo de la puerta. Era una nota de Jim Maliano, el vecino de enfrente, que le decía que llamara a su piso cuando volviera, que había hecho demasiada lasaña, que no le cabía en el congelador, y que si quería un poco. Maureen pulsó la tecla de reproducción de mensajes de su contestador y le pasó la nota a Liam.

– ¿Es el capullo de enfrente? -le preguntó.

– Sí, pero ya no es un capullo. Me gusta.

– No sabía que te gustara tanto la lasaña -le dijo Liam, y giró la parte superior del cuerpo para devolverle la nota.