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Encendió la luz del recibidor y abrió la puerta del armario. Habían puesto la caja de los zapatos en el estante que quedaba a la altura de los ojos y el suelo del armario estaba ahora vacío. En la esquina derecha del suelo enmoquetado del armario había una mancha ovalada de sangre del tamaño de la palma de su mano. Se agachó y la tocó. No era fina ni estaba cubierta de polvo como las otras manchas del salón: era sólida como el espacio de debajo de la silla. La superficie de la moqueta estaba totalmente plana porque la sangre derramada pesaba mucho, demasiado como para ser una salpicadura, y la señal era demasiado pequeña para que correspondiera a una huella de sus zapatillas. Habían puesto algo ensangrentado ahí dentro.

Se levantó y se resistió a apartar los ojos de aquel punto. Intentaba imaginar qué podía haber provocado una mancha con esa forma. Un trapo ensangrentado habría dejado una mancha con bordes irregulares, así que no podía ser eso. Probó a imaginarse que el violador del Hospital Northern y el asesino de Douglas eran la misma persona para ver si esa asociación arrojaba luz sobre la causa de la señal. Podía ser que alguien hubiera dejado allí cuerdas llenas de sangre, pero tendrían que haber dejado un rastro de gotas y, de todas formas, Douglas todavía estaba atado cuando ella lo encontró. No se le ocurría de dónde podía provenir la mancha.

Fue a la cocina y abrió la puerta del calentador para comprobar a qué hora estaba puesto el temporizador: debía encenderse a las cinco y media de la madrugada y pararse a las ocho. También habían cambiado las horas de la tarde. Las manecillas pequeñas del reloj estaban juntas para que la calefacción no se encendiera por la tarde. Maureen volvió a colocarlas en su posición habitual para que la calefacción no se encendiera por la mañana, se pusiera en marcha a las seis de la tarde y se apagara a las once de la noche. Luego, cerró la puerta.

Todavía llevaba la lista de Martin en el bolsillo de los vaqueros negros. Si alguien había violado a las pacientes, la única forma segura que tendría Maureen de acceder a la información sería a través del personal femenino. Empezó con la lista de enfermeras. Eligió los tres nombres que reconocía y consultó la guía telefónica de Glasgow, que guardaba en un cajón de la cocina. La primera de la lista era Suzanne Taylor. En la guía aparecían quince personas apellidadas Taylor. Maureen vio que estaban ordenadas alfabéticamente por el nombre de pila. El último era Spen. Suzanne o se había casado o se había mudado. El segundo nombre de la lista, Jill McLaughlin, podía estar escondido entre los treinta y pico J. McLaughlin.

Sharon Ryan era un regalo de los dioses. Su nombre correspondería a uno de los tres que aparecían, si es que venía en la guía. Maureen marcó el primer número. El teléfono estaba desconectado. En el segundo número le dijeron que no conocían a ninguna Sharon Ryan y en el tercero la respuesta fue la misma.

Colgó y trató de reducir la lista de las posibles Jill McLaughlin. Jill estaría entre Jas. y Joseph; eso le dejaba ocho números. Cogió el teléfono y marcó el primero, luego el segundo y luego el tercero. Empezaba a perder la esperanza. Llevaba cinco McLaughlin y nadie respondía al nombre de Jill. Cuando marcó el séptimo, le contestó una voz de niño.

– ¿Diga?

– Hola, ¿podría hablar con Jill McLaughlin, por favor?

– ¿Quién es? -dijo la voz.

Quizá fue la costumbre o el hecho de que se lo preguntara un niño, pero no mintió.

– Maureen O'Donnell -contestó.

El niño se quedó callado.

– Mamá, mamá, es una señora -gritó al cabo de unos segundos.

Desde el otro lado, Maureen oyó que la mujer le decía con brusquedad al niño que se apartara del teléfono.

– ¿Sí? -dijo.

– ¿Es usted Jill McLaughlin?

– Sí -contestó la mujer.

– ¿Trabaja de enfermera, señora McLaughlin?

– Ya no -le contestó ella tajantemente.

Si Jill McLaughlin había dejado de ser enfermera, le había hecho un gran favor a la profesión.

– ¿Pero lo fue? -le preguntó Maureen.

– Era auxiliar.

– ¿Cómo?

– Que era ayudante de enfermera -dijo. Dejó de hablar con Maureen para decirle al niño que se estuviera quieto. Maureen oyó una bofetada y el niño se echó a llorar.

– Escuche, siento molestarla, ya veo que tiene las manos ocupadas.

– Sí, así es.

– ¿Es usted la enfermera McLaughlin que trabajó en la sala Jorge I del Hospital Northern?

McLaughlin se quedó callada unos segundos. Maureen oyó que le daba una calada a un cigarrillo.

– ¿Con quién hablo? -preguntó con voz desconfiada, y respiró ruidosamente al.otro lado de la línea-. ¿Es periodista?

– No, no -dijo Maureen-. No soy periodista.

Maureen oía los berridos del niño de fondo.

– Seguro que es periodista.

– No, de verdad que no.

– Entonces, ¿quién es?

– Maureen O'Donnell

– La he visto en el periódico -dijo refunfuñando con crueldad-. La he visto.

La mujer le colgó el teléfono y Maureen se quedó escuchando el tono de marcado.

Los nombres de la lista de Siobhain serían más difíciles de rastrear porque eran típicos de los clanes del norte de Escocia y había largos listados para cada uno. Siobhain había escrito «Bearsden» entre paréntesis junto a Yvonne Urquhart. Era el nombre de un barrio de clase alta al noroeste de la ciudad. Maureen consultó la guía telefónica para buscar los Urquhart cuyos números tuvieran el prefijo de Bearsden. Sólo había tres. En el segundo número, le contestó la hermana de Yvonne Urquhart. Por la voz, parecía que era una mujer mayor y hablaba con un tono angustiado y tembloroso.

– Mi hermana Yvonne vive ahora en Daniel House en Whiteinch -dijo la mujer-. Se mudó allí hace un tiempo.

– Vaya.

– ¿Es amiga suya? ¿La conozco?

– Bueno, la conocí en el Hospital Northern. Quería volver a verla y saber cómo le iba.

– Oh, Dios mío, me temo que la encontrarías muy cambiada. Ha empeorado mucho en los últimos años. Me temo que no está nada bien, nada, nada bien.

– Lamento oírlo. ¿Puede darme el número de Daniel House?

– Claro, por supuesto. ¿Puede esperar un segundo?

Maureen llamó ál teléfono que le había dado la hermana de Yvonne y le dijeron que podía visitarla hasta las ocho pero no más tarde. Ya eran las cinco y media. Se puso el abrigo a toda prisa, se arregló el maquillaje frente al espejo del baño y se dirigió a la puerta mientras se tocaba los bolsillos para comprobar que llevaba suficiente dinero y las llaves nuevas.

El teléfono sonó de repente y la asustó tanto que al cogerlo se le cayó al suelo. La mujer que estaba al otro lado de la línea soltó una risita y parecía sentirse incómoda.

– Mm, hola, mm, ¿ha llamado hace una media hora y ha preguntado por Sharon Ryan? He llamado al Servicio de Identificación de Llamadas y me han dado su número porque he pensado que de hecho podía ser que buscara a Shan Ryan y no a Sharon.

En su lista, Martin había escrito Shan Ryan pero Maureen había dado por sentado que era el diminutivo de Sharon.

– ¿Shan es enfermero?

– Sí, pero ahora no está.

– ¿Trabajó en el Hospital Northern del 91 al 94?

– Bueno, no sé las fechas con exactitud pero estoy segura de que él es la persona que busca.

– Le tenía apuntado como Sharon.

– Es un error muy habitual -le dijo la mujer atenta-, pero ahora no está en casa.

– ¿Sabe a qué hora volverá?

– Ni idea, sólo soy su compañera de piso, no me cuenta nada. Probablemente esté en el Bar Variety en Sauchiehall Street, por si quiere pasarse por ahí.

– Bueno, la verdad es que no me corre tanta prisa.