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– Y quiero que vuelva aquí mañana a primera hora.

– ¿Dónde está?

McEwan arrancó un trozo de lápiz con la uña. Parecía angustiado.

– Está en el vestíbulo.

Lo dijo como si fuera una pregunta.

Maureen cogió el busca y rozó a McEwan al pasar junto a él para marcharse.

A Siobhain ya no le brillaban los ojos y estaba temblando. Caminaba despacio, arrastrando los pies y dando pasitos de geisha. Maureen sólo pudo llevarla hasta la carretera, principal y paró un taxi. Acompañó a Siobhain hasta la puerta y la abrió, pero Siobhain se quedó quieta con la cabeza gacha mirando el suelo. Maureen le preguntó si quería coger el taxi para ir a casa, pero ella no le contestó. El taxista se inclinó y bajó la ventanilla.

– Vamos -dijo impaciente-. Me ha parado usted.

Maureen hizo que Siobhain avanzara dos pasos y que cogiera la cinta de piel que había dentro del taxi. Le dobló la pierna derecha y, cogiéndola por el tobillo, se la introdujo en el coche. Le dobló la pierna izquierda y empujó el trasero de Siobhain con el hombro mientras le ponía el pie izquierdo junto al otro. Siobhain estaba helada y se quedó agazapada junto a la puerta del taxi. Maureen empujó con suavidad la cadera de Siobhain para que se desplazara en el asiento y volvió a salir. El bolso de charol rojo estaba en la calzada. Maureen hurgó entre el fajo de billetes de veinte libras y encontró un sobre con la dirección de Siobhain.

– Al número 53 de Apsley Street, por favor.

Pero el taxista se negó a llevar a Siobhain sola.

– De ningún modo -dijo-. Está colocada.

Maureen entró en el coche y se sentó junto a Siobhain.

Un Ford azul siguió al taxi a una distancia poco discreta.

La dirección del sobre correspondía a la primera planta de un bloque de pisos de Dennistoun, a tan sólo dos manzanas del Centro de Día. El vestíbulo era triste y oscuro, y estaba cubierto de periódicos gratuitos y propaganda de restaurantes de comida para llevar. Un olor acre a meado y a gato entraba por la puerta trasera. Subieron despacio las escaleras hasta el primer piso. Maureen encontró la llave en el bolsillo de Siobhain. Era de una cerradura de seguridad y estaba sujeta, solitaria, a un llavero astillado de Shakin' Stevens.

Cuando Maureen abrió la puerta, le llegó una ráfaga de olor a brezo. En la mesa del recibidor había un jarrón grande con flores de esta planta. El perfume dulce flotaba en la casa y remitía a un paisaje extenso y brutal situado a cientos de quilómetros de aquel piso pequeño de techos bajos y decoración barata. Los muebles eran de segunda mano pero estaban en buen estado; las paredes de todas las habitaciones eran de un color blanquecino. El único objeto personal que había en el salón estaba encima del televisor: un pequeño marco con una acuarela de un arco iris lila y amarillo. Metida en una de las esquinas del marco, tapando la pintura, había una fotografía de un niño pequeño. Llevaba unas botas de agua rojas, unos pantalones por la rodilla grises y un jersey azul cielo. Estaba de pie en la ladera verde de una montaña en un día de viento, mirando a la cámara con timidez y esbozando una sonrisa triste.

Maureen sentó a Siobhain en un sillón y encendió la estufa de gas. En la cocina preparó dos tazas de té y las llevó al salón. Movió una butaca para sentarse enfrente de Siobhain, que no se movía.

– Siobhain -dijo Máureen-. Siobhain, ¿puedes hablar?

Aún no se movía. Maureen le tocó el pelo. Como no reaccionaba, pasó la mano por delante de su cara y Siobhain parpadeó.

– Siobhain, lo siento mucho. No sabía que iban a preguntarte por lo ocurrido en el hospital. Lo siento mucho.

Siobhain dejó escapar el suspiro más hondo que había oído Maureen, como si todas las Madres de Irlanda hubieran espirado al mismo tiempo. Maureen se vino abajo. La casa no tenía teléfono, así que cogió el llavero de Shakin' Stevens y salió a buscar una cabina.

– Leslie -dijo cuando ésta contestó-. Leslie, he hecho algo horrible.

Leslie le dijo su nombre, pero tampoco consiguió que Siobhain reaccionara. Maureen le indicó que fueran a la cocina.

– ¿Por qué estás aquí con ella? -susurró Leslie con apremio-. Tendría que estar en un hospital.

– No, Leslie, no puedo llevarla a un hospital. Sería su peor pesadilla.

– ¿Por qué no se hizo cargo la policía?

– Si la hubiera dejado en la comisaría, seguro que la habrían mandado a un hospital.

Se quedaron en la cocina y Maureen le contó lo que había pasado.

– Déjame que llame a un médico -dijo Leslie-. Quizá necesite medicación.

Maureen no estaba muy convencida, pero Leslie le juró por su madre que no permitiría que llevaran a Siobhain á un hospital.

Maureen miró en el baño y Leslie en los cajones de la cocina, pero no encontraron nada que llevara el nombre de un médico.

– Vamos a mirar en su habitación -sugirió Leslie.

Abrieron la puerta y, al otro lado de la cama, vieron un tocador antiguo con un espejo triple. Enfrente, en la mesa donde tendrían que haber estado los cosméticos, había un ejército de botes de pastillas dispuestos en pelotones de cinco. Los tres espejos los reflejaban y aumentaban las cantidades. En todas las etiquetas figuraba el nombre del mismo médico.

Leslie bajó a la cabina. Volvió a subir y dijo que el doctor Pastawali no quería ir. Le había dicho que a veces Siobhain sufría estas crisis y que a la mañana siguiente se habría recuperado. Maureen cogió el número y fue a llamarle otra vez desde la cabina.

Se había mostrado tan seca por teléfono que supuso que el doctor Pastawali estaría enfadado con ella pero estuvo dulce y cortés.

– Buenas tardes, señoritas -las saludó cuando le abrieron la puerta-. ¿Dónde está la señorita McCloud, por favor?

Era un hindú de unos cincuenta años y tenía los ojos negros y tristes. Se puso en cuclillas junto al sillón donde estaba Siobhain y le tomó el pulso y la presión. Le estuvo hablando en voz baja todo el rato, le hacía preguntas breves sobre su salud y pasaba a otra cuestión cuando Siobhain no respondía. Al final, consiguió que ella le mirara.

Maureen estaba en la puerta cuando el médico hizo que Siobhain moviera las manos y sacudiera los pies. El doctor Pastawali le cogió la mano y le susurró algo ininteligible.

– Estoy muy cansada -dijo Siobhain en voz baja.

El médico llevó a Maureen a la cocina.

– No va mandarla al hospital, ¿verdad?

– No -dijo él-. Voy a mandarla a la cama.

Siobhain no puso nada de su parte para que Maureen pudiera desvestirla. Después de pasarse media hora haciéndole preguntas y halagándola e intentando con grandes esfuerzos quitarle los pantalones, Maureen se rindió y la metió en la cama vestida. Apagó la luz cerró la puerta sin hacer ruido y volvió de puntillas al salón.

Leslie había encendido el televisor y veía las noticias de la noche. En la pantalla apareció la foto de la boda de Douglas y Elsbeth. La habían retocado para ensombrecer al cura y a Elsbeth y destacar la cara de Douglas. La expresión arrogante de su rostro hacía que pareciera una persona pedante y antipática.

– Qué foto más mala -dijo Leslie mientras Maureen se sentaba en el sofá a su lado.

Estaban entrevistando a Carol Brady frente a la puerta de una casa. Estaba pálida y temblaba de rabia. Se quejaba de la incompetencia con la que las fuerzas policiales de Strathclyde estaban llevando la investigación y decía que deberían concentrarse en presentar cargos contra la persona que había asesinado a su hijo. Ellos sabían quién era y ella también. Pronunció un discurso que tenía preparado sobre las consecuencias desastrosas de los programas de reinserción social y del peligro que entrañaban, no sólo para los ciudadanos sino también para aquellas personas que habían sido reintegradas en la sociedad y que no eran capaces de adaptarse. Cualquiera que estuviera familiarizado con el caso captaría que Brady sugería que lo había hecho Maureen.