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A la hora de comer, todos los policías, tanto de uniforme como de la Kriminalpolizei, tenían una descripción del eslavo bajito y de constitución fuerte que había atacado a Fabel. El médico del Krankenhaus Sankt Georg que examinó a Fabel no pudo ocultar lo impresionado que estaba por la profesionalidad del ataque. El eslavo había cortado muy eficazmente el suministro de sangre al cerebro de Fabel y le había dejado inconsciente. Apenas le había ocasionado daños permanentes, aunque el dolor que sentía era debido a las neuronas que habían muerto por la falta de oxígeno. El personal del hospital insistió en que Fabel pasara la noche en observación, y él estaba demasiado cansado y dolorido para discutir. Un sueño tranquilo y relajado le venció.

Fabel se despertó poco después de las dos de la tarde. La enfermera avisó a Werner y a Maria Klee, quienes habían estado fuera esperando pacientemente a que Fabel despertara. Maria, con una informalidad inusitada, se sentó en el borde de la cama. Werner se quedó de pie, incómodo. Era como si le violentara ver a su jefe tan vulnerable. Sólo arrastró una silla de la esquina y se sentó cuando Fabel insistió.

– ¿Estás seguro de que se trata del tipo que viste por fuera de la escena del segundo asesinato? -le preguntó Werner.

– No tengo ninguna duda. Lo miré fijamente a los ojos.

El rostro de Werner se endureció.

– Pues es nuestro hombre. Es el Hijo de Sven…

Fabel frunció el ceño.

– No lo sé. Si lo es, ¿por qué no me ha matado?

– Lo ha intentado con todas sus fuerzas -dijo Maria.

– No…, no lo creo. El médico dice que ha sido muy profesional…, que sabía cómo dejarme inconsciente. Si hubiera querido matarme, podría haberme liquidado, silenciosamente y sin armar ningún escándalo, en lugar de tumbarme en la cama de Blüm.

– Pero lo hemos visto en las escenas de dos crímenes. Eso ya lo convierte en sospechoso -protestó Werner.

– Pero ¿por qué ha aparecido por allí después del asesinato? ¿Y por qué ha elegido registrar el piso justo ahora en vez de cuando mató a Angelika?

– Quizá creía que se había dejado algo -sugirió Maria.

– Todos sabemos que este asesino no se deja nada. En cualquier caso, el equipo de Brauner examinó el apartamento al milímetro. No se les pasaría nada por alto, y nuestro hombre lo sabía. El otro tema es que el tipo que me atacó no encaja con la descripción que nos dio la chica del edificio. -Hizo una pausa. La luz del sol que se colaba por la ventana alta y estrecha del hospital dibujaba un triángulo brillante en la moqueta de la habitación de Fabel y resplandecía con frialdad sobre la porcelana, las tuberías de acero inoxidable y la grifería de la pila que había junto a la puerta. Le dolía la cabeza; se recostó en la almohada y cerró los ojos. Habló sin abrirlos-. Lo que me inquieta de verdad es la fuerza de ese anciano y la forma en que me ha dejado fuera de juego de un modo tan profesional. Se requiere entrenamiento para eso.

Werner estiró las piernas y apoyó los pies en las barras de metal de debajo de la cama de hospital.

– Bueno, tanto tú como Maria decís que parece extranjero. Ruso o así. Si es tan hábil con las manos, podría ser uno de los integrantes del Equipo Principal…, la organización ucraniana de la que nos habló Volker.

– Supongo que sí. -Fabel seguía sin abrir los ojos-. Todo apunta a que haya estado en las fuerzas especiales. Pero, insisto, ¿por qué no ha acabado el trabajo?

– Es algo muy gordo matar a un policía de Hamburgo -dijo Werner-. Una cosa es cargarse a Klugmann, pero quien asesina a un Hauptkommissar de la Mordkommission no tiene dónde esconderse.

– Fuera quien fuera y fuera lo que fuese lo que hacía allí -dijo Maria-, tenemos a todos los agentes de Hamburgo buscándolo.

Fabel se incorporó despacio; el esfuerzo se trasladó a su voz.

– No estoy seguro de que vaya a ser tan fácil encontrarlo, María. ¿Qué hay de MacSwain? ¿Lo estamos vigilando de cerca?

– Paul y Anna lo tienen controlado -dijo Werner-. Están allí la mayor parte del tiempo, incluso cuando hay otros agentes cubriendo el turno. Creo que les da miedo cagarla otra vez como con la vigilancia sobre Klugmann.

– Bien. Mañana saldré de aquí y podremos revisarlo todo. Mientras tanto, me informáis de cualquier cosa que surja.

– De acuerdo, jefe -dijo Werner. Fabel volvió a cerrar los ojos y descansó la cabeza en la almohada. Werner miró a Maria y con la barbilla señaló en dirección a la puerta. Maria asintió y se levantó de la cama.

– Nos vemos luego, jefe -dijo.

Fabel pasó el día mirando por la ventana, haciendo zapping por los canales de televisión en busca de algo que valiera la pena ver, y durmiendo. A medida que transcurría el día, fue percibiendo un agarrotamiento en el cuello y una molestia debajo de la mandíbula, donde el pulgar del eslavo había cortado el suministro de sangre a su cerebro.

Susanne se presentó tan campante a media tarde y de inmediato se puso a examinar a Fabel, echándole los párpados hacia atrás con el pulgar, mirándole primero un ojo y después otro y girándole la cabeza con las manos para evaluar la movilidad del cuello.

– Si ésta es la idea que tienes de los preliminares -dijo Fabel sonriendo-, debo decirte que conmigo no funciona

Susanne no estaba de humor para bromas. Fabel se dio cuenta de que estaba preocupada de verdad y aquello le conmovió. Ella se sentó en la cama y le cogió la mano durante un par de horas, a veces hablando, a veces en silencio, mientras Fabel dormitaba. Cuando una enfermera entró para acompañarla fuera, le sorprendió la autoridad feroz con que Susanne se deshizo de ella. Se quedó hasta después de las seis y luego volvió una hora por la noche. A las nueve y media, Fabel se abandonó a un sueño profundo, impenetrable y tranquilo.

Martes, 17 de junio. 20:30 h

Harvestehude (Hamburgo)

Anna Wolff podría haber sido secretaria, peluquera o maestra de guardería. Era menuda y dinámica, y tenía una cara redonda y bonita que siempre estaba llena de energía y que normalmente se maquillaba con sombra de ojos oscura, rímel y pintalabios rojo intenso. Tenía el pelo corto y negro azabache y lo llevaba o peinado hacia atrás o de punta, engominado. Una de las cosas que alejaba a los que la observaban de cualquier pista que pudiera hacerles concluir que en realidad era Kriminalkommissarin era su juventud. Anna tenía veintisiete años, pero podría haber pasado por una joven de dieciocho o diecinueve.

Paul Lindemann, por otro lado, sólo podría haber sido policía. El padre de Lindemann, como el padre de Werner Meyer, había sido policía de la Wasserschutz, y patrullaba en barco la red circulatoria de Hamburgo de vías fluviales, canales, puertos y muelles. Paul era uno de esos alemanes del norte a los que Fabel describía como «luteranos limpios»: gente honesta, aseada y austera a la que a menudo le resultaba difícil adaptarse a los cambios. Paul Lindemann tenía más o menos el mismo aspecto que habría tenido si con la misma edad hubiera vivido en los años cincuenta o los sesenta.