Fabel no mordió el anzuelo.
– ¿Pero nada que le pareciera extraño o incluso una reacción inadecuada a las imágenes?
– No, la verdad es que no. Aunque hace unas semanas se produjo una escena desagradable en la galería. Wolfgang Eitel apareció con un grupo de periodistas de medios escritos y televisión y se puso a despotricar sobre mí diciendo que no tenía derecho a exhibir mi obra, llamándome asesina y criminal, y condenando el uso que hago de los colores de la bandera nacional. Nazi de mierda.
Fabel asimiló la información. Otra vez Eitel.
– ¿Presenció usted el altercado?
– No. Creo que eso le fastidió un poco los planes. Creo que había planeado enfrentarse conmigo delante de las cámaras.
Fabel bebió un sorbo de té. Menzel giró la cabeza hacia la luz y miró por la ventana. Fabel vio que los rayos de sol revelaban un matiz grisáceo en su piel.
– ¿Por qué hizo lo que hizo? ¿Por qué siguió a Svensson? -La pregunta sorprendió casi tanto a Fabel como a Menzel. Ella lo miró con curiosidad, como si intentara establecer si había malicia en la pregunta. Luego, se encogió de hombros.
– Eran una época y un lugar distintos. Creíamos en algo y creíamos en alguien. Karl-Heinz Svensson era una presencia increíblemente poderosa. También era muy manipulador.
– ¿Por eso lo siguió con tanto, bueno, fanatismo?
– ¡Fanatismo! -Menzel soltó una carcajada débil, amarga-. Sí, tiene razón. Éramos unas fanáticas. Habríamos muerto por él. Y muchas de nosotras lo hicimos.
– ¿Por él? ¿No por sus creencias?
– Bueno, en esa época nos convencimos de que estábamos introduciendo en Alemania la revolución socialista mundial; que éramos soldados que luchaban contra los herederos capitalistas del manto nazi. -Dio otra calada larga a su cigarrillo-. El hecho es que todas éramos esclavas de Karl-Heinz. ¿No ha pensado nunca en cuántos de los integrantes del grupo eran mujeres, mujeres jóvenes? Después de los juicios, la prensa nos llamó «El harén de Svensson». El hecho es que todas nos habíamos acostado con él. Todas estábamos enamoradas de él.
– Murieron muchas personas por el flechazo de unas adolescentes. -Fabel no pudo evitar que el resentimiento se colara en su voz. Pensó en Franz Webern, de veinticinco años, casado y padre de un bebé de dieciocho meses, tirado muerto en el suelo. Pensó también en Gisela Frohm hundiéndose despacio en las aguas turbias del Elba.
– Dios santo, ¿acaso cree que no lo sé? -replicó Menzel-. Me he pasado quince largos años sentada en una celda en Stuttgart-Stammheim pensando en ello. Lo que debe entender es el poder que tenía sobre nosotras. Exigía un compromiso total. Eso quiere decir que cortamos los lazos que teníamos con nuestra familia, nuestros amigos, con cualquier influencia cuerda y racional. Su voz era la única que escuchábamos. Era madre, padre, hermano, camarada, amante: todo. -Parecía que la pasión renacía en su interior y luego se apagaba-. Era un cabrón manipulador.
Menzel se encendió un cigarrillo con lo que quedaba del otro. Fabel volvió a fijarse en las manchas amarillentas en las yemas de los dedos.
– ¿Gisela era tan fanática como el resto de ustedes?
La sonrisa de Menzel estaba cargada de tristeza.
– Era la más fanática. Karl-Heinz fue su primer amante. Estaba loca por él. Lo que ha dicho antes usted era cierto. No le quedó más remedio que matarla. Karl-Heinz la había programado para matar. Usted sólo fue el instrumento que provocó su muerte: él fue el artífice.
– Lo que no entiendo es por qué. -La perplejidad de Fabel era auténtica-. ¿Por qué Svensson, por qué usted, sentían la necesidad de hacer lo que hicieron? ¿Qué era tan terrible en nuestra sociedad para tenerle que declarar la guerra?
Menzel se quedó un momento callada antes de contestar.
– Es la enfermedad alemana. La falta de historia. La falta de una identidad clara. Intentar descubrir quiénes somos. Es lo que nos llevó al nazismo. Es lo que hizo que nos convirtiéramos en sucedáneos de los norteamericanos después de la guerra: como un niño descarriado que intenta llevarse bien con su padre imitándolo. Era esa banalidad ultracapitalista, de palomitas, lo que despreciábamos. Declaramos la guerra a la mediocridad -dijo con una sonrisa sarcástica-, y ganó la mediocridad.
Fabel se quedó mirando el té fijamente. Sabía cuál tenía que ser su siguiente pregunta. Ya sabía la respuesta, aunque tenía que preguntarlo de todas formas.
– ¿Svensson está muerto de verdad?
Se suponía que Svensson había muerto durante el tiroteo cuando su grupo intentó asesinar al entonces Erste Bürgermeister de Hamburgo. Una bala disparada por un policía alcanzó el depósito de gasolina del coche de Svensson, y éste se incendió. Svensson murió quemado. Después de su muerte, la policía no pudo encontrar el historial dental clave para determinar su identidad. Svensson, el terrorista consumado, se había pasado años borrando su existencia de los archivos oficiales.
Marlies Menzel se tomó un momento para responder. Se recostó en su silla y dio una calada al cigarrillo, estudiando a Fabel como si lo evaluara.
– Sí, Herr Fabel. Karl-Heinz murió en aquel coche. Se lo aseguro.
Fabel la creyó.
– Será mejor que vuelva ya a Hamburgo -le dijo-. Siento haberla molestado.
– ¿O quizá lo que sienta sea haber removido el pasado? Es el lugar al que pertenezco: a su pasado. Igual que Gisela. -Hizo una pausa-. ¿Tiene lo que ha venido a buscar, Herr Fabel?
Fabel sonrió y se puso en pie.
– Ni siquiera sé qué he venido a buscar. Espero que le vaya bien la exposición.
– Un acto de creación. Una especie de expiación por los actos de destrucción en los que participé. Un final adecuado, creo. Verá, Herr Fabel, será mi debut y mi último acto. -Menzel echó la ceniza en el cenicero de la mesa.
– ¿Disculpe? -El rostro de Fabel mostraba confusión. Marlies Menzel alzó el cigarrillo y lo examinó atentamente.
– Tengo cáncer, Herr Fabel. -Sonrió con amargura-. Terminal. Por eso me soltaron antes de tiempo, en parte. Si ha venido a buscar alguna clase de justicia, esto es todo lo que puedo ofrecerle.
– Lo siento -contestó Fabel-. Adiós, Frau Menzel.
– Adiós, Herr Kriminalhauptkommissar.
Jueves, 18 de junio. 18:00 h
Pöseldorf (Hamburgo)
De regreso a Hamburgo, Fabel llamó a la Mordkommission. Le pidió a Maria que recabara toda la información que pudiera sobre Wolfgang Eitel. No había habido ninguna novedad en la Kommission, así que Fabel le dijo que no regresaría hasta el día siguiente. Colgó y volvió a llamar, y pidió que le pasaran con Brauner, quien le dijo que las huellas dactilares de Schreiber coincidían con las del segundo grupo halladas en el piso de Blüm. Por una vez, la presencia de huellas exculpaba a un sospechoso en lugar de incriminarlo. Si Schreiber hubiera sido el asesino, habría hecho lo posible por eliminar todos los rastros de su presencia en el piso. Y en las otras escenas el Hijo de Sven no les había dejado nada con lo que continuar la investigación.
Fabel tenía una plaza alquilada en un garaje subterráneo en la calle de su piso. Acababan de dar las ocho cuando dejó el coche en su sitio. Cuando se bajó, se puso las manos en la parte baja de la espalda y arqueó la columna, para intentar desprenderse del agarrotamiento y el cansancio. Fue entonces cuando advirtió que detrás de él había dos tipos enormes. Se dio la vuelta y se llevó la mano al arma instintivamente. Los dos hombres sonrieron y alzaron las manos en un gesto pacificador. Los dos tenían el pelo negro, uno muy rizado y el otro liso y peinado hacia atrás. Ricitos también se había dejado un bigote inverosímilmente grande y poblado. Estaba claro que eran turcos. Fue Ricitos quien habló.