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– Y parece que saben cómo lavar sus trapos sucios -agregó Werner-. Hansi Kraus nos dijo que los asesinos que vio eran alemanes, no extranjeros. Y disfrutaron con su trabajo. Según el patólogo forense, los muy cabrones torturaron a Klugmann antes de matarlo. Y, por supuesto, dejaron allí la automática de fabricación ucraniana que encontró Hansi para despistarnos.

Fabel siguió con la historia.

– Y cuando trajimos a Kraus aquí para enseñarle fotos del archivo policial, Werner lo llevó a la cafetería, donde vio algo o a alguien que le asustó tanto que salió pitando. Y lo siguiente que sabemos es que encontramos a Kraus muerto en su guarida de una sobredosis perfectamente orquestada.

Van Heiden escuchó todo el tiempo con expresión adusta.

Fabel había advertido que Volker no había centrado su atención en lo que decía Fabel, sino en la reacción de Van Heiden a lo que le contaban.

– De acuerdo. Las pruebas apuntan a que hay policías corruptos. Pero ¿qué pruebas tenemos contra estos dos agentes en particular? -dijo Van Heiden, y cogió las carpetas rojas con los expedientes laborales y las lanzó por la mesa para que acabaran justo delante de Fabel.

– No tenemos pruebas objetivas sólidas todavía, Herr Kriminaldirektor -respondió Fabel-. Pero las descripciones físicas que nos dio Hansi coinciden perfectamente. Y aún hay más… -Fabel abrió la primera carpeta y clavó un dedo en la fotografía en la esquina superior derecha de la primera página-. Cuando estuve en su despacho, vi que tenía varios trofeos de boxeo, y que uno era de un combate júnior de pesos semipesados de Hamburgo-Harburg. Es donde se crió. Hansi Kraus mencionó que el mayor de los dos ejecutores se quejó de que la zona en la que creció estaba hecha un asco. -Fabel abrió la segunda carpeta-. Kraus también dijo que el segundo hombre, el joven, el que apretó el gatillo, tenía pinta de forzudo. No se me ocurre una descripción mejor para este tío.

– Parecen pruebas muy endebles y circunstanciales -dijo Van Heiden.

– Lo son hasta que obtengas pruebas sólidas contra ellos -dijo Fabel-. Hemos iniciado un examen forense completo de la escena del crimen. La policía local sabe que lo estamos tratando como un asesinato, y estoy seguro de que ya ha llegado a oídos de nuestros amigos; pero la prueba subjetiva más convincente es la reacción de Kraus en la cafetería del Präsidium. -Fabel miró a Werner.

– He intentado establecer con exactitud el momento en que Hansi comenzó a ponerse nervioso -dijo Werner-. Entonces me acordé de que estos dos -señaló las carpetas- entraron y se sentaron no muy lejos de donde estábamos nosotros. Fue entonces cuando Kraus empezó a comportarse como si le hubieran metido un hilo conductor por el culo. Incluso me preguntó quién era el fortachón musculoso. Y se lo dije.

– Me ha preguntado si estaba seguro. Bueno, estoy seguro de que son nuestros hombres. -Fabel señaló con la cabeza las carpetas abiertas, las dos caras que miraban inexpresivas a sus acusadores desde las ventanas de sus fotografías-. Están en la posición adecuada para vender información valiosísima; ocupan un alto cargo y están en el departamento adecuado. -Clavó una mirada sincera en Van Heiden-. ¿Estoy seguro de poder probarlo? No. Que podamos conseguir o no las pruebas suficientes para condenarlos ya es otra cuestión.

Hubo otro silencio mientras todos miraban las fotografías del Kriminalhauptkommissar Manfred Buchholz y del Kriminalkommissar Lothar Kolski de la división de crimen organizado.

Sábado, 21 de junio. 20:00 h

Speicherstadt (Hamburgo)

Como había hecho el día anterior, Fabel aparcó en la Deichstrasse y entró a pie en el Speicherstadt. Otra vez, las enormes siluetas de los almacenes se recortaban en un cielo crepuscular; sus ladrillos rojos parecían tizones moribundos en la luz agonizante. Fabel volvió sobre sus pasos hasta el antiguo almacén de Klimenko y abrió la pesada puerta de un empujón. Estaba más oscuro que la última vez que entró, y parecía que las entrañas del edificio habían engullido la negra noche; cualquier atisbo de luz que pudiera filtrarse por alguna ventana lejana o de la puerta era arrastrado al olvido. Fabel se maldijo por no haber traído una linterna. Sabía que había fluorescentes repartidos por todo el almacén y que colgaban como trapecios del alto techo; los ucranianos los habían encendido después de su encuentro para que Mahmoot y él pudieran encontrar la salida. Pero el interruptor estaba en algún rincón del despacho, y aunque suponía que debía de haber uno cerca de la puerta, no tenía ni idea de en dónde.

– ¡Comandante Vitrenko!

Su voz resonó contra las paredes antes de ser devorada por la oscuridad. Masculló una palabrota antes de gritar una vez más:

– ¡Vitrenko!

A pesar de su irritación, Fabel se percató inevitablemente de la ironía que implicaba la exclamación de aquel nombre. Era prácticamente una analogía de su investigación: perseguía a un espectro monstruoso en las tinieblas. No hubo respuesta. Fabel fijó la mirada en el interior del almacén y entrecerró los ojos, inclinándose hacia delante, como si así pudiera distinguir algo en la penumbra. Creyó ver una débil luz rectangular en las profundidades de la oscuridad. De memoria, le pareció que la luz podría venir de una de las estrechas ventanas del despacho. Gritó su nombre una vez más. Silencio. Algo no iba bien. Miró la esfera iluminada de su reloj. Eran más de las ocho, y sabía que un hombre tan acostumbrado a la disciplina y a la precisión militar como el ucraniano no llegaría tarde. Buscó por la chaqueta y desenfundó la Walther. Se maldijo por su falta de previsión: no pensó que hubiera ningún peligro en quedar de nuevo con el ucraniano. Nadie sabía que Fabel estaba allí. Estaba solo. Alargó el brazo, pegó la palma de la mano izquierda a la pared y a tientas empezó a buscar el interruptor, pero no lo encontró.

Un sonido. En algún lugar del negro abismo, algo emitió un ruido tan indefinido e imperceptible que no pudo identificarlo. Se quedó totalmente quieto y apuntó con la pistola en la dirección del sonido. Aguzó el oído. Nada. Fijó la mirada en aquella débil luz de la ventana y fue avanzando hacia ella. Al cambiar de vez en cuando su posición hacia un lado, podría identificar el lugar donde estaban las columnas, y entonces, al llegar a una, podría tantear con la mano para buscar el interruptor de la luz.

Lo escuchó otra vez. Un gemido. Quizá una voz ahogada.

– ¿Vitrenko?

Lo llamó de nuevo, pero esta vez había un deje de duda en su voz, como si no estuviera seguro de que Vitrenko, padre o hijo, fuera a responder. La respuesta llegó en forma de llanto débil y ahogado, como de alguien que está amordazado. Bruscamente, Fabel giró la cabeza en la dirección del sonido. Aguzó el oído todo lo que pudo, pero en aquel silencio tan solo podía oír el martilleo sordo de su propio pulso. Sujetó el arma con fuerza, consciente de que tenía las palmas de las manos, y también la cara, empapadas de sudor.

Ahora estaba cerca del despacho. Supuso que las escaleras se encontraban a tan sólo unos pasos. Llegó a otra columna y extendió la mano que tenía libre. Notó el relieve del conducto de cables que bajaba por el pilar. Deslizó la mano y encontró la caja cuadrada del interruptor. En silencio, Fabel respiró hondo y despacio; retrocedió y se alejó de la columna, alargando los brazos y con los dedos de la mano izquierda aún en el interruptor. De nuevo, aflojó y volvió a sujetar con fuerza la pistola, y se preparó para disparar a lo que fuera que estaba al acecho cuando encendiera las luces.