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– Él me lo explicó todo -continuó, con un tono urgente y nervioso-. Nosotros creamos nuestros propios mitos, los modelamos a partir de las leyendas y obtenemos las leyendas de nuestra historia. Odín es un dios, el dios de todos los vikingos, porque todos los vikingos creen que él es su dios. Antes de que el mito dijera que era un dios, las leyendas decían que era un rey. Y antes de que las leyendas lo convirtieran en rey, la historia nos dice que seguramente era un cacique de una aldea de Jutlandia. Pero no importa lo que fue, sino en lo que se ha convertido. Si hablas de Odín, nadie piensa en el cacique desaliñado de un pueblo. Cuando nombras a Odín, el mundo tiembla. Ésa es la auténtica verdad. Eso es lo que el coronel Vitrenko me explicó. Me enseñó que todos somos variaciones de un mismo tema y que estamos ligados a nuestra historia y a nuestros mitos.

Paró de repente. Anna se estaba incorporando para sentarse. MacSwain se levantó y en sólo dos pasos ya estaba encima de la chica. Le golpeó con fuerza en la sien, y el dolor que sentía en la cabeza explotó. El mundo se oscureció un poco para Anna, pero no se desmayó. Yacía de lado y miraba a MacSwain, que continuaba hablando como si se hubiera tomado un momento para matar a una mosca.

– El coronel Vitrenko me enseñó que hay gente con la que tenemos un vínculo, como él y yo. Dijo que nuestra similitud está en los ojos, que debíamos de haber tenido el mismo padre vikingo en un pasado. Y también como el Hauptkommissar Fabel y yo. El coronel me dijo que Herr Fabel y yo compartíamos la misma mezcla de sangre, que somos mitad alemanes, mitad escoceses, y que ambos hemos escogido nuestro lugar. Eso es lo que lo convierte en mi oponente.

Anna sintió que recobraba las fuerzas. Sus pensamientos nadaban con más libertad y agilidad a través del denso barro que cubría su mente. Miró a MacSwain; era grande y de complexión fuerte, pero, aunque el puñetazo le había dolido, le faltó fuerza. Aparte del sonido del agua, no se oía nada más. Anna supuso que MacSwain había apagado el motor del yate y había bajado para mantener una charla íntima con ella. Debía de ser eso. Quizá había llegado su hora. Pero no estaba tan drogada como él creía. Pelearía una y otra vez, hasta el final. No iba a arrebatarle la vida tan fácilmente.

– Pero no estamos unidos únicamente a los que comparten nuestro tiempo. -MacSwain seguía con su monólogo-. También están los que han llegado antes y los que vendrán después. Y nosotros somos la historia de los que vendrán después, y ellos nos convertirán en leyenda. Yo seré una leyenda, y el coronel Vitrenko también lo será. Y entonces, con el tiempo, ocuparemos nuestro lugar al lado de Odín. -De repente, una maldad fría asomó a los ojos de MacSwain. Se levantó y se dirigió hacia Anna-. Pero antes hay que hacer sacrificios -dijo, inclinándose sobre ella.

La primera patada de Anna le dio en la sien, pero su difícil posición y los efectos debilitantes de las drogas minaron la potencia del golpe. MacSwain retrocedió, más por la sorpresa que por el daño. A Anna le dio el tiempo suficiente para bajar las piernas de la cama y ponerse de pie; pero en cuanto se incorporó, la cabeza le dio vueltas. Vio que MacSwain se levantaba. El camarote era pequeño y estrecho; una desventaja para él, que era muy alto, más que para ella. Corrió hacia la chica y ella le dio una patada enérgica y rápida en el pecho, clavándole los tacones en el esternón. A su captor se le vaciaron los pulmones, y cayó de rodillas, aspirando todo el aire de la cabina como si estuviera atrapado en el vacío.

Anna dio un paso adelante y a un lado, con los movimientos dificultados por tener las manos atadas. Se tomó su tiempo para apuntar con cuidado y lanzó una fuerte patada a la sien de MacSwain. Éste salió despedido por la fuerza del golpe y fue a caer en la cocina. Gimió y se quedó quieto. Anna corrió hacia la escotilla y la golpeó con los hombros, pero no cedió. Recordó que era una trampilla corrediza y se retorció para pasar los brazos y las muñecas por detrás del cuerpo. Tras ponerse de cuclillas y sentarse, deslizó las manos por detrás de las rodillas y, seguidamente, levantó los pies para pasarlas por encima. Miró a MacSwain de reojo, que gimió de nuevo. Con las manos aún atadas, Anna intentó abrir la escotilla. Estaba a punto de conseguirlo. Hacia fuera y hacia un lado. Tenía más posibilidades en el agua que encerrada en un barco, medio drogada, con un psicópata.

La puerta de la escotilla se atrancó. Anna hizo acopio de fuerzas y la empujó con toda su alma. Al final la puerta se abrió, golpeando con fuerza el marco de la trampilla. El olor a gasolina del río inundó el camarote. Anna saltó hacia la oscuridad de la noche. Oyó un grito animal detrás de ella y notó cómo le caía encima todo el peso de MacSwain. Se golpeó la cara con el escalón superior que daba acceso a la escotilla. El sabor a hierro de la sangre le llenaba la nariz y la boca. MacSwain tomó una profunda bocanada de aire y cogió a Anna por la cabeza, empujándola otra vez hacia el interior del camarote. Le dio un golpe en el cuello con el puño, pero Anna notó que no había sido un puñetazo. Sintió el frío metal en el cuello y la dura punzada de una aguja hipodérmica. Entonces, la noche que tanto había deseado alcanzar se cernió sobre ella, llamándola.

Sábado, 21 de junio. 22:15 h

El Elba, entre Hamburgo y Cuxhaven

Franz Kassel vio que el yate se detenía. Estaba fuera de los canales de navegación principales, debidamente iluminado, no como el WS25 que lo había seguido con sigilo. Vio que el hombre alto salía a cubierta. En la oscuridad y a esa distancia, Kassel no podía estar seguro; pero cuando el hombre se secó la cara con una toalla, habría jurado que estaba manchada de negro, como si fuera sangre. Se apartó los binoculares y se volvió hacia Gebhard.

– Intenta contactar con la Oberkommissarin Klee. Y si no la localizas, me acercaré como si nada.

Volvió a mirar hacia la embarcación. Había una fina capa de espuma, blanca por contraste con la seda negra del río.

– Se mueve…

Sábado, 21 de junio. 22:25 h

Harvestehude (Hamburgo)

Las paredes de azulejos blancos del baño de MacSwain relucían antisépticas, y los grifos y toalleros caros tenían un brillo nítido y frío, como de un bisturí. Fabel, Maria y Werner observaban una figura humana. Un traje de buceo de color rojo y azul oscuro colgaba de la barra de la ducha y goteaba sobre las baldosas brillantes. Tenía el desconcertante aspecto del pellejo de una serpiente que acabara de mudarse de piel. Tendido sobre el borde de la bañera, había un gorro de buceo.

Werner señaló el traje con un ligero movimiento de barbilla.

– ¿Crees que es lo que se ponía?

Fabel escudriñó la bañera. Otras dos gotas tamborilearon en su interior. Creyó ver que las gotas tenían un tono rosado pálido que contrastaba con la blancura del esmalte. Se sacó un bolígrafo del bolsillo y subió la palanca para cerrar el desagüe.

– Si así es, es una mala elección para limpiar la sangre. Puede que un traje de buceo sea impermeable, pero el cuello, los tobillos y los puños son de neopreno. No importa cuántas veces lo lave, siempre quedará algo de sangre en el neopreno. Que nadie toque nada hasta que llegue Brauner.

Fabel decidió volver a sumergirse en la claustrofobia del pequeño trastero sin ventanas de MacSwain. Había capas y capas de material enganchado o clavado en las paredes. En lugar de examinarlo todo al detalle (una tarea que asignaría a Werner), dejó que su mirada paseara a su antojo por el paisaje de la locura de MacSwain; una topografía de la psicosis que Fabel exploró en su totalidad y no parcialmente. Había artículos sobre la guerra soviético-afgana y recortes de revistas y libros. Uno en particular le llamó la atención, y lo que le extrañó fue que tan sólo era un fragmento de lo que pudo haber sido un artículo mucho más largo. Lo había recortado con cuidado, aunque la primera y última frase estaban a medias.