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Gebhard asintió con impaciencia, como un adolescente al que no le dan permiso para ir a una fiesta. Kassel escudriñó el campo con sus binoculares. La cruda luz de la luna no era brillante, pero Kassel estaba bastante seguro de que no había nadie allí. MacSwain debía de haber pasado al otro lado. Elevó los prismáticos al grado mínimo y enfocó al horizonte. Había dos edificios abandonados tras unos setos, a lo lejos; parecían unos graneros vacíos. Los tuvo en el punto de mira durante un momento antes de volver a recorrer el horizonte oscuro del campo con los binoculares. Algo le hizo enfocar los graneros de nuevo: una luz, una luz débil y trémula dentro del edificio de la izquierda. Kassel le dio unos golpecitos a Gebhard con el dorso de la mano, le tendió los binoculares y señaló los graneros.

– ¡Allí! -susurró. Levantó la radio y se la llevó a los labios, pulsó el botón de transmisión y repitió la señal del helicóptero dos veces.

Manipular las conversaciones de radio era como hacer malabarismos a cuatro manos. Fabel mantenía informado al Präsidium: una unidad del MEK ya estaba de camino, pero aún tardaría una hora en llegar. Fabel le dijo a Kassel que no se moviera y que le pasara los detalles de la ubicación al piloto del helicóptero, así como a Sülberg y a las unidades de la Schutzpolizei de Cuxhaven. El piloto confirmó que podría aterrizar cerca de los graneros.

– No, no quiero alertar a MacSwain tan pronto de nuestra presencia. Podría costarle la vida a Anna. Aléjate de los graneros y aterriza en la carretera principal. Allí nos reuniremos con Sülberg.

Le pasó el comunicado por radio a Sülberg, y éste le dio una referencia en el mapa. Fabel se volvió hacia Werner, María y Paul. Los tres tenían un aire de determinación en la cara. En la de Paul había algo más: una preocupación que desentonaba con los instintos de Fabel y que le hizo sentirse realmente incómodo.

El helicóptero aterrizó en un claro cerca de la carretera principal. Mientras corría medio agachado bajo las palas cortantes del helicóptero, Fabel vio que se encontraban muy cerca del lugar donde habían dejado a las dos chicas. La silueta achaparrada y desgarbada de Sülberg se aproximó corriendo hacia Fabel y los demás.

– Tenemos los coches en la carretera principal. Vamos.

Sülberg ordenó a los coches patrulla que apagaran los faros en cuanto llegaran al camino de tierra que conducía a los graneros. En el primer vehículo iban el conductor, Sülberg, Fabel y Maria. El camino estaba surcado de hoyos y no parecía ser muy transitado, si es que alguna vez lo había sido, y el Mercedes verde y blanco iba dando bandazos mientras reseguía esa errática topografía. Se aproximaron a una curva donde un seto elevado y descuidado los protegió de los graneros. Sülberg le ordenó al conductor que parara, y los otros tres coches patrulla se detuvieron detrás.

Sülberg y Fabel se adelantaron, agachándose para ocultarse detrás del seto. Delante del granero, había dos BMW aparcados, desocupados. MacSwain no estaba solo.

En una pared del edificio había una ventana más bien grande que vertía una luz débil y mortecina en la noche, pero tenía un ángulo difícil para que Fabel y Sülberg pudieran ver el interior. Con cuidado, retrocedieron hasta donde los esperaban Werner, Maria, Paul y los cuatro agentes de Cuxhaven. Hicieron un corrillo, como un equipo de fútbol americano que está eligiendo la jugada.

– Werner, tú y el Hauptkommissar Sülberg iréis a la parte trasera del edificio para ver si hay alguna entrada. Paul, tú y yo nos ocuparemos de la puerta principal. Maria, tú sitúate en el exterior, para ver por esa ventana lateral, por si alguien intentara escapar por ahí. -Miró a Sülberg antes de dirigirse a los agentes de Cuxhaven. Sülberg asintió en señal de aprobación-. Vosotros dos cubriréis ese lado del granero. Si pasara algo, aseguraos de que no es ninguno de nosotros antes de empezar a disparar. Y vosotros dos… -Fabel señaló a los agentes restantes de la Schutzpolizei -. Poneos al lado de la Oberkommissarin Klee. La WSP tiene cubierto el camino de vuelta al barco.

Un grupo desorganizado de nubes plateadas se dispersaba con lentitud delante de la luna, y las sombras que envolvían los graneros y se cernían sobre los campos vecinos parecían alargarse y extenderse hacia la noche, como la tinta negra en un papel secante ya manchado.

– Muy bien -dijo Fabel-, en marcha.

Parecía que la noche quisiera vaciarse de cualquier ruido, y eso hizo que Fabel tuviera plena conciencia de los sonidos de su respiración y de la tierra que crujía bajo sus pies mientras corrían hacia los BMW aparcados. Fabel desenfundó su Walther y echó la cureña hacia atrás para introducir una bala en la recámara. Paul, Werner y Sülberg hicieron lo mismo. Fabel le hizo un gesto con la cabeza a Sülberg, y él y Werner se dirigieron al lado del granero que no tenía ventanas. Fabel les dio treinta segundos que parecieron eternos, y entonces le hizo una seña a Paul.

En cuestión de segundos, ya estaban situados en la otra parte del granero. Paul y Fabel tomaron sus posiciones respectivas, con las armas preparadas, uno a cada lado de la puerta.

Fabel ejerció una leve presión en la puerta maciza, y ésta cedió. Era obvio que no la habían cerrado porque se sentían seguros en su reclusión.

Llegó la hora de demostrar una profesionalidad impasible; pero allí dentro tenían retenida a Anna, y Fabel sentía que la rabia y el odio le hervían en la sangre. Paul tenía apretada la mandíbula, y los músculos sinuosos de su rostro parecían cables bajo su piel. Una vena palpitaba en su cuello de forma visible. Se volvió hacia él, y sus ojos ardían de rabia. Fabel puso una cara que le preguntaba en silencio: «¿Estás bien?». Paul asintió de un modo que no acabó de tranquilizar a su jefe. Fabel levantó la radio hasta los labios y susurró una sola palabra:

– ¡Ya!

Paul abrió la puerta de un portazo con la suela de las botas, y Fabel entró primero. Vio cuatro figuras. Habían improvisado un altar a partir de una vieja mesa de roble; Anna estaba estirada encima, aún vestida y libre, salvo por las ataduras de las drogas, que atenazaban su deseo de escapar. MacSwain estaba medio inclinado sobre ella, y sus manos tocaban ya la blusa de la chica. Miró a Fabel y a Paul sin comprender nada y después volvió la cabeza hacia el otro lado cuando Werner y Sülberg irrumpieron por la otra puerta. Fabel y Paul se desplegaron, cerciorándose de que la línea de fuego no estuviera dirigida a los dos policías que tenían enfrente.

Fabel detectó dos figuras más. Uno de los hombres parecía contener una energía violenta bajo su cuerpo fuerte y musculoso. Fabel lo reconoció por las imágenes de vigilancia: era Solovey, uno de los lugartenientes de Vitrenko. La otra figura era más alta y llevaba un abrigo negro largo. Incluso en la distancia y bajo la luz mortecina, sus ojos ardían con un verde casi luminoso.

Vitrenko.

Algo resplandecía en su mano derecha: un cuchillo de hoja ancha. La hoja tenía el grosor de una espada, pero era más corta y tenía un doble filo que terminaba en una punta afilada. A Fabel no le cupo la menor duda de que estaba ante el arma homicida.

– ¡Policía! Pongan las manos en la cabeza y arrodíllense. -Su voz sonó alta y tajante.

Los tres hombres no se movieron. MacSwain, por la sorpresa y la indecisión. Los otros dos, por algún tipo de estrategia, supuso Fabel. Era evidente que Paul Lindemann también compartía esa idea.

– Como saquéis algo, os voy a volar la cabeza. Y lo digo en serio. -La voz de Paul estaba tan cargada de tensión como la suya. Y no le cabía ninguna duda de que Paul hablaba en serio.

– Seguro que sí -dijo Vasyl Vitrenko, clavando sus ojos verdes en los de Paul.

Ocurrió tan deprisa que Fabel apenas se dio cuenta. Solovey cayó como si se hubiera abierto una trampilla bajo sus pies, y su mano desapareció bajo la chaqueta negra de piel mientras se tiraba al suelo. Sonó el chasquido fuerte de una pistola, y Fabel oyó un golpe sordo a su lado. En ese instante, y sin girar la cabeza para verlo, supo que Paul estaba muerto. Vitrenko se desplazó ágilmente hacia el costado, pareció rebotar como un resorte y se precipitó por la ventana. Fabel disparó al suelo, donde Solovey había caído. El aire olía a cordita y, cuando Werner y Sülberg abrieron fuego, se llenó de un coro ensordecedor de disparos. MacSwain se lanzó a un rincón y se acurrucó en una postura fetal.