– ¿Y Flavia? ¿También ha desaparecido de tu mente, como Sharon?
– No, hemos estado en contacto. Va a casarse.
– ¿Tan pronto?
– Con alguien que conoció en internet. Según parece, es un abogado, viudo desde hace tres años y con una hija de dos. De unos cuarenta años, solitario, que busca una esposa a quien le gusten los niños. Ella dice que se siente muy feliz. Al menos tendrá lo que quería. Si uno sabe lo que quiere en la vida y encauza todas las energías hacia este fin, demuestra tener una gran sensatez.
Habían abandonado la senda y estaban entrando por la puerta oeste. George echó una mirada a Helena y sorprendió una sonrisa disimulada.
– Sí, ha sido muy sensata -dijo ella-. Así es como siempre he actuado yo misma.
2
Helena le dio la noticia a Lettie en la biblioteca.
– No te parece bien, ¿verdad? -dijo.
– No tengo derecho a que me parezca bien o mal, sólo a preocuparme por ti. Tú no le quieres.
– Quizás ahora no, no del todo aún, pero esto llegará. Todos los matrimonios son un proceso de enamoramiento y desenamoramiento. No te apures, nos adaptaremos bien el uno al otro en la cama y fuera de ella, y la relación durará.
– Y la bandera de los Cresset ondeará de nuevo sobre la Mansión, y con el tiempo un hijo tuyo decidirá vivir aquí.
– Querida Lettie, qué bien me conoces.
Y ahora Lettie estaba sola, pensando en el ofrecimiento que le había hecho Helena antes de separarse ambas. Paseaba por los jardines pero sin ver nada, para después, como sucedía a menudo, caminar despacio por la senda de los limeros hacia las piedras. Al mirar atrás, a las ventanas del ala oeste, se puso a pensar en la paciente privada cuyo asesinato había cambiado las vidas de todos los que, inocentes o culpables, habían resultado afectados por aquel episodio. Pero ¿no era siempre esto lo que hacía la violencia? Al margen de lo que la cicatriz hubiera significado para Rhoda Gradwyn -una expiación, su noli me tangere personal, rebeldía, un recuerdo-, por alguna razón que nadie de la Mansión sabía ni sabría jamás, había encontrado la voluntad para librarse de ella y cambiar el curso de su vida. Le habían robado esa esperanza; fueron las vidas de los demás las que cambiarían de forma irrevocable.
Rhoda Gradwyn era joven, por supuesto, más joven que ella, Lettie, que a los sesenta sabía que parecía más vieja. Sin embargo, quizá tenía por delante veinte años relativamente activos. ¿Había llegado ya la hora de conformarse con la seguridad y la comodidad de la Mansión? Estaba pensando en cómo sería la vida. Una casa que pudiera llamar suya, decorada como ella quisiera, un jardín que cuidaría y conservaría, un trabajo útil que podría llevar a cabo sin tensión y con personas a las que respetaba, sus libros y su música, la biblioteca de la Mansión a su disposición, respirar a diario aire inglés en uno de los condados más bonitos, tal vez el placer de ver crecer a un hijo de Helena. ¿El futuro lejano? Veinte años quizá de vida provechosa y relativamente independiente antes de volverse un estorbo, a sus ojos y acaso a los de Helena. No obstante, serían años buenos.
Sabía que ya se había habituado a considerar el mundo más allá de la Mansión como algo esencialmente hostil y ajeno: una Inglaterra que ya no reconocía, la tierra misma un planeta agonizante donde millones de personas estaban continuamente moviéndose como una mancha negra de langostas humanas que invadían, consumían, corrompían, destruían el aire de lugares remotos antaño hermosos, un aire que se había vuelto rancio con el aliento humano. Pero aún era su mundo, aquel en el que había nacido. Ella formaba parte de su corrupción como también de sus maravillas y sus alegrías. ¿Cuánto de eso había experimentado en aquellos años vividos tras los muros falsamente góticos de la prestigiosa escuela de niñas en la que había estudiado? ¿Con cuánta gente se había relacionado realmente que no fuera como ella, de su misma clase, que no compartiera sus valores y prejuicios, que no hablara la misma lengua?
Pero no era demasiado tarde. Un mundo diferente, otros rostros, otras voces estaban ahí fuera para ser descubiertos. Todavía existían lugares poco visitados, caminos no endurecidos por el martilleo de millones de pies, ciudades legendarias que estaban en paz en estas horas tranquilas antes de la primera luz, antes de que los visitantes salieran en tropel de sus hoteles. Viajaría en barco, en tren, en autobús y a pie, dejando apenas ligerísimas huellas de pisadas. Había ahorrado lo suficiente para pasar tres años fuera y comprar una casa en algún lugar de Inglaterra. Además era fuerte y competente. En Asia, África y Sudamérica habría trabajo útil para ella. Durante años, había tenido que viajar con una compañera durante las vacaciones escolares, la peor época, cuando todo está más concurrido. Pero este viaje de ahora, que emprendería sola, sería distinto. Lo habría denominado periplo de autodescubrimiento, si bien rechazó las palabras al considerarlas más pretenciosas que verdaderas. Al cabo de sesenta años, sabía quién era y lo que era. Sería un viaje, pero no de autoconfirmación sino de cambio.
Finalmente, dio la espalda a las piedras y caminó con brío hacia la Mansión.
– Lo lamento, pero seguro que aciertas, como siempre. De todos modos, si te necesito…
– No me necesitarás -dijo Lettie con calma.
– Entre nosotras sobran los habituales tópicos, pero te echaré de menos. Y la Mansión siempre estará aquí. Si te cansas de dar vueltas, puedes volver a casa.
Pero las palabras, sinceras como bien sabían ambas, eran rutinarias. Lettie advirtió que Helena tenía los ojos fijos en el edificio del establo, donde el sol de la mañana se desplazaba por la piedra como una mancha dorada. Ya estaba planificando cómo se llevaría a cabo la reconstrucción, estaba viendo en su imaginación cómo llegaban los clientes, consultando el menú con Dean, barajando la posibilidad de una estrella Michelin, quizá dos, mientras el restaurante daba buenos beneficios, y Dean estaba instalado para siempre en la Mansión para satisfacción de George. Allí de pie ella soñaba, feliz, mirando al futuro.
3
En Cambridge, la ceremonia de la boda había terminado y los invitados empezaban a pasar a la antecapilla. Clara y Annie se quedaron sentadas, escuchando el órgano. El organista había interpretado a Bach y Vivaldi, y ahora se daba el gusto, y se lo daba a la congregación, de una variación de una fuga de Bach. Antes del oficio religioso, unos cuantos invitados tempraneros, rezagados al sol, se habían presentado unos a otros, entre ellos una chica con un vestido de verano y un pelo corto y castaño claro que enmarcaba un rostro atractivo e inteligente. Dijo que era Kate Miskin, integrante de la brigada del señor Dalgliesh, y presentó al joven que la acompañaba, Piers Tarrant, y a un joven y atractivo indio que era sargento de la misma brigada. Habían ido llegando otros, el editor de Adam, compañeros escritores y poetas, algunas compañeras del college de Emma. Era un grupo agradable y alegre, que se demoraba como si fuera reacio a cambiar la belleza de los muros de piedra y el césped iluminado por el sol de mayo por la fría austeridad de la antecapilla.
La ceremonia había sido breve, con música pero sin homilía. Quizás el novio y la novia creían que la liturgia antigua decía todo lo que era necesario sin la competencia de los habituales y triviales consejos, y el padre de Emma, sentado en un banco delantero, sin duda rechazaba el viejo simbolismo de entregar su bien al cuidado de otro. Emma, con su traje de novia color crema, una guirnalda de rosas en su reluciente pelo recogido, había recorrido el pasillo sola y despacio. Al ver su serena y solitaria belleza, a Annie se le llenaron los ojos de lágrimas. Había habido otra ruptura con la tradición. En vez de estar frente al altar dando la espalda a la novia, Adam se había vuelto y, sonriendo, había tendido la mano.