Eran las once y media de un viernes, la noche en que su padre recibía la paga, el peor día de la semana. Oyó el temido, brusco portazo de la puerta de la calle. El entró dando traspiés, y ella vio a su madre ponerse delante del sillón, algo que Rhoda sabía que despertaría la furia de su padre. Porque ése tenía que ser el sillón de su padre. El lo había escogido, lo había pagado, y lo habían traído esa mañana. Sólo después de que se hubiera ido la furgoneta descubrió la madre que era del color equivocado. Deberían haberlo cambiado, pero no hubo tiempo antes de que cerrara la tienda. Rhoda sabía que la voz quejumbrosa, de disculpa, lloriqueante de su madre lo enfurecería, que su propia presencia huraña no ayudaría a ninguno de los dos, pero no podía irse a la cama. El sonido de lo que pasaría debajo de su habitación sería más aterrador que formar parte de ello. Y ahora él llenaba la estancia, su cuerpo torpe, su hedor. Oyendo sus bramidos de indignación, su perorata, Rhoda sintió un súbito acceso de furia, acompañada de coraje. Se oyó decir:
– No es culpa de mamá. Cuando el hombre se ha marchado, el sillón aún estaba envuelto. Ella no podía saber que era de otro color. Tendrán que cambiarlo.
Entonces la emprendió con ella. Rhoda no recordaba las palabras. Quizás en aquel momento no sonaron palabras, o ella no las oyó. Sólo hubo el crujido de una botella rota, como el disparo de una pistola, la peste a whisky, un momento de dolor punzante que pasó casi en cuanto lo notó, la cálida sangre que fluyó de su mejilla, goteando en el asiento del sillón, y el angustiado grito de la madre.
– Oh, Dios mío, mira lo que has hecho, Rhoda. ¡La sangre! Ahora ya no se lo llevarán. No nos lo cambiarán.
Su padre le dirigió una mirada antes de salir a trompicones y arrastrarse a la cama. En los segundos en que se cruzaron sus miradas, a ella le pareció que veía una confusión de emociones: desconcierto, horror e incredulidad. Entonces la madre por fin prestó atención a su hija. Rhoda había estado intentando mantener juntos los bordes de la herida, con las manos pegajosas de sangre. La madre fue en busca de toallas y un paquete de tiritas, que trató de abrir con manos temblorosas, mientras sus lágrimas se mezclaban con la sangre. Rhoda le cogió cuidadosamente el paquete, quitó la protección de las tiritas y al fin se las arregló para cerrar la mayor parte de la herida. Al rato, menos de una hora después, se hallaba tumbada rígidamente en la cama, la hemorragia estaba restañada y el futuro planificado. Nunca habría visita al médico ni explicación veraz; no asistiría a la escuela durante uno o dos días, su madre llamaría diciendo que se encontraba mal. Y cuando volviera a ir, su historia estaría preparada: había chocado con el canto de la puerta abierta de la cocina.
Y ahora el afilado recuerdo de ese momento único y despiadado se suavizó y se convirtió en los recuerdos más triviales de los años siguientes. La herida, que se infectó gravemente, sanó despacio y con dolor, pero ni el padre ni la madre hablaron nunca de ello. A él siempre le costaba mirarla a los ojos; ahora casi nunca se le acercaba. Sus compañeras de clase apartaban la mirada, pero a ella le parecía que el miedo había sustituido a la aversión activa. En el instituto nadie mencionó nunca la desfiguración en su presencia hasta que estuvo en sexto curso y un día, hablando con su profesora de inglés, ésta intentó convencerla de que fuera a Cambridge -su propia universidad- y no a Londres. Sin levantar la vista de sus papeles, la señorita Farrell dijo: «Rhoda, en cuanto a tu cicatriz facial, es maravilloso lo que llegan a hacer los cirujanos plásticos. Quizá sería sensato pedir hora de visita con tu médico de cabecera antes de que empieces la carrera.» Sus miradas se cruzaron, y ante la ultrajada rebeldía que expresaban los ojos de Rhoda, la señorita Farrell se encogió en la silla y se concentró de nuevo en sus papeles mientras su rostro se cubría de un inflamado sarpullido escarlata.
Empezó a ser tratada con respeto cauteloso. No le preocupaban el respeto ni la aversión. Tenía su vida privada, un interés en averiguar qué ocultaban los demás, en hacer descubrimientos. Investigar los secretos de otras personas fue una obsesión durante toda su vida, el sustrato y la dirección de su actividad. Se convirtió en una acechadora de mentes. Dieciocho años después de abandonar Silford Green, el barrio se vio conmocionado por un crimen muy célebre. Ella había estudiado las granulosas fotos de la víctima y el asesino en los periódicos sin especial interés. El asesino confesó en cuestión de días, se lo llevaron y el caso quedó cerrado. Como periodista de investigación, cada vez con más éxito, estaba menos interesada en la breve notoriedad de Silford Green que en sus más sutiles, lucrativas y fascinantes líneas de investigación.
Se fue de casa el día de su decimosexto cumpleaños y alquiló una habitación amueblada en el distrito contiguo de las afueras. Hasta su muerte, su padre le estuvo mandando cada semana un billete de cinco libras. Ella nunca acusaba recibo, pero cogía el dinero porque lo necesitaba para complementar lo que ganaba por las noches y los fines de semana como camarera, diciéndose a sí misma que seguramente era menos de lo que habría costado su comida en casa. Cuando, cinco años después, con un sobresaliente en Historia y ya instalada en su primer empleo, su madre la telefoneó para decirle que su padre había muerto, notó una ausencia de emoción que paradójicamente parecía más fuerte y más fastidiosa que la pena. Lo habían encontrado ahogado en un riachuelo de Essex de cuyo nombre ella nunca se acordaba, con un nivel de alcohol en la sangre que revelaba su estado de embriaguez. Como cabía esperar, el veredicto del juez de instrucción fue de muerte accidental, y en opinión de Rhoda seguramente acertaba. Era lo que ella esperaba. No sin un leve atisbo de vergüenza, se dijo a sí misma que el suicidio habría sido un juicio final demasiado memorable y racional para una vida tan inútil.
3
La carrera del taxi fue más rápida de lo que había pensado. Llegaba a Harley Street demasiado temprano y pidió al conductor que se detuviera en el extremo de Marylebone Road, desde donde iría andando a la cita. Como en las raras ocasiones en que había hecho lo mismo, quedó sorprendida por la calle vacía, la misteriosa calma que se cernía sobre esas tradicionales casas del siglo XVIII. Casi todas las puertas tenían una placa de latón con una lista de nombres que confirmaban lo que seguramente sabía todo londinense, que se trataba del centro de la experiencia y los conocimientos médicos. Tras esas relucientes puertas y esas ventanas con discretas cortinas, habría pacientes esperando en diversas fases de ansiedad, aprensión, esperanza o desespero, aunque pocas veces vio a alguien entrar o salir. Iban y venían los ocasionales proveedores o mensajeros, pero por lo demás la calle podía haber sido un plato vacío esperando la llegada del director, el cámara y los actores.
Al llegar a la puerta, examinó el panel de nombres. Había dos cirujanos y tres médicos, y el que ella esperaba ver estaba arriba. G.H. Chandler-Powell, FRCS, FRCS (plástico), MS -estas dos últimas letras correspondientes a Master of Surgery, Maestro en Cirugía, acreditativas de que un cirujano ha alcanzado la cima de la competencia y la reputación-. Maestro en Cirugía. Pensó que sonaba bien. Los cirujanos-barberos a quienes concedió sus licencias Enrique VIII se sorprenderían al saber lo lejos que habían llegado.