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– Nunca te pedí que sacrificaras tu vida por mí -dijo él-. Vamos, si tú dices que es un sacrificio.

Pero ella siguió hablando como si él no hubiera dicho nada.

– En ocho años no hemos pasado unas vacaciones juntos, ni en este país ni en el extranjero. ¿Cuántas veces hemos ido a un espectáculo, al cine, a cenar a un restaurante excepto a uno en que no hubiera peligro de encontrarnos a alguien que conocieras? Yo quiero estas cosas corrientes, de la vida social, que otras personas disfrutan.

– Lo siento -volvió a decir George con cierta sinceridad-. Lo siento. Evidentemente he sido egoísta e irreflexivo. Creo que con el tiempo serás capaz de recordar estos años de manera más positiva. No es demasiado tarde. Eres muy atractiva, y todavía joven. Es sensato reconocer cuándo una etapa de la vida ha llegado a su fin, cuándo ha llegado el momento de cambiar de rumbo.

Y ahora, incluso en la oscuridad, George pensó que alcanzaba a ver el desdén en Flavia.

– ¿Pretendes dejarme plantada?

– No es eso. Es cambiar de rumbo. ¿No es de eso de lo que estás hablando? ¿De qué va toda esta conversación?

– ¿Y no te casarás conmigo? ¿No cambiarás de opinión?

– No, Flavia, no cambiaré de opinión.

– Es la Mansión, ¿verdad? -dijo ella-. No es otra mujer la que se ha interpuesto entre nosotros, es esta casa. Nunca me has hecho el amor aquí, nunca, ¿verdad? No me quieres aquí. De forma permanente, no. Ni como esposa tuya.

– Esto es ridículo, Flavia. No estoy buscando una señora de la casa.

– Si vivieras en Londres, en el piso de Barbican, no tendríamos esta conversación. Allí podríamos ser felices. Pero yo no pertenezco a la Mansión, lo veo en tus ojos. En este lugar todo está en mi contra. Y no creo que los demás ignoren que somos amantes… Helena, Lettie, los Bostock, incluso Mog. Seguramente están preguntándose cuándo vas a mandarme a paseo. Y si lo haces, tendré que soportar la humillación de su lástima. Te lo pregunto otra vez, ¿te casarás conmigo?

– No, Flavia. Lo lamento, pero no. No seríamos felices, y no voy a correr el riesgo de un segundo fracaso. Has de aceptar que esto se ha terminado.

Y de pronto, vio horrorizado que ella lloraba. Flavia agarró la chaqueta de George y se apoyó contra él, y él oyó los fuertes sollozos entrecortados, sintió el pulso del cuerpo de ella en el suyo, la suave lana de la bufanda rozándole la mejilla, el olor familiar de ella, de su aliento. La cogió por los hombros y le dijo:

– Flavia, no llores. Esto es una liberación. Te estoy dejando libre.

Ella se apartó haciendo un intento patético por conservar la dignidad. Reprimiendo los sollozos, dijo:

– Sería extraño que yo desapareciera de repente, y además mañana hay que operar a la señora Skeffington. Y hay que ocuparse de la señorita Gradwyn. Así que me quedaré hasta que te vayas de vacaciones por Navidad; cuando regreses ya no estaré. Pero prométeme una cosa. Nunca te he pedido nada, ¿verdad? Tus regalos de cumpleaños y Navidad eran elegidos por tu secretaria o enviados desde una tienda, siempre lo he sabido. Ven conmigo esta noche, ven a mi habitación. Será por primera y última vez, lo prometo. Ven tarde, hacia las once. No puedo terminar así.

Y como estaba desesperado por librarse de ella, dijo:

– Descuida.

Flavia murmuró un «gracias» y, tras volverse, echó a andar deprisa hacia la casa. De vez en cuando tropezaba, y él tuvo que reprimir el impulso de alcanzarla, encontrar alguna palabra final que la calmara. Pero no se le ocurría ninguna. Sabía que ya estaba dándole vueltas a la cabeza para encontrar otra enfermera de quirófano. También sabía que había sido seducido para hacer una promesa nefasta, pero una promesa que tendría que cumplir.

Aguardó a que la figura se volviera imperceptible y se fundiera en la oscuridad. Siguió sin moverse. Miró el ala oeste y vio el tenue reflejo de dos luces, una de la habitación de la señora Skeffington, y otra de la habitación contigua, la de Rhoda Gradwyn. La lámpara de la cabecera estaría encendida, y ella aún no se disponía a dormir. Recordó aquella noche de dos semanas atrás, cuando se había sentado en las piedras y había contemplado la cara de ella en la ventana. Se preguntó qué tendría esta paciente que despertaba su interés. Quizás era esa enigmática, todavía no explicada, respuesta de ella cuando en la consulta de Harley Street él le había preguntado por qué quería deshacerse ahora de la cicatriz. «Porque ya no la necesito».

14

Cuatro horas antes, Rhoda Gradwyn había recuperado la conciencia poco a poco. El primer objeto que vio al abrir los ojos fue un pequeño círculo. Colgaba suspendido en el aire justo delante de ella, como una luna llena flotante. Su mente, desconcertada pero paralizada, intentaba comprender el sentido de aquello. Pensó que no podía ser la luna. Era algo demasiado sólido e inmóvil. Luego el círculo se volvió claro, y ella vio que era un reloj de pared con un marco de madera y una fina montura interior de latón. Aunque las manecillas y los números se veían cada vez mejor, no era capaz de leer la hora; decidió que daba igual y enseguida abandonó el intento. Rhoda era consciente de que estaba tendida en una cama de una habitación desconocida y que junto a ella había otras personas, que circulaban como sombras pálidas sobre pies silenciosos. Le iban a quitar la cicatriz, de modo que la habrían estado preparando para la operación. Se preguntó cuándo se produciría.

Luego reparó en que en el lado izquierdo de su cara había pasado algo. Le dolía y notaba una pesadez lacerante, como una escayola gruesa que le ocultaba parcialmente el borde de la boca y llegaba hasta la comisura del ojo izquierdo. Levantó tímidamente la mano, no muy segura de si tenía capacidad para ello, y se tocó la cara con cuidado. La mejilla izquierda ya no estaba en su sitio. Sus dedos exploradores hallaron sólo una masa sólida, un poco áspera al tacto y entrecruzada con algo que parecía esparadrapo. Alguien le estaba bajando el brazo suavemente. Una tranquilizadora voz familiar dijo:

– No tiene que tocar el apósito durante un tiempo. -Luego supo que se encontraba en la sala de recuperación y que las dos figuras que tomaban forma junto a la cama eran el señor Chandler-Powell y la enfermera Holland.

Alzó la vista y trató de formar palabras en su impedida boca.

– ¿Cómo ha ido? ¿Está usted satisfecho?

Las palabras sonaron como un graznido, pero el señor Chandler-Powell pareció entender. Rhoda oyó la voz del médico, queda, seria, confortadora.

– Muy bien. Y espero que dentro de muy poco también usted esté satisfecha. Ahora descansará aquí un rato, y luego la enfermera la llevará a su habitación.

Permaneció inmóvil mientras los objetos se solidificaban a su alrededor. Se preguntó cuántas horas habría tardado la operación. ¿Una hora? ¿Dos horas? ¿Tres? En cualquier caso, había sido para ella un tiempo perdido, como si hubiera estado muerta. Como la muerte que podría imaginar cualquier ser humano, una aniquilación total del tiempo. Caviló sobre la diferencia entre esta muerte temporal y el sueño. Cuando uno despierta después de dormir, incluso tras un sueño profundo, siempre es consciente de que ha pasado el tiempo. Al despertar, la mente agarra jirones de sueños antes de que se desvanezcan en el olvido. Rhoda intentó verificar la memoria reviviendo el día anterior. Sentada en un coche azotado por la lluvia, llegando luego a la Mansión, entrando en el gran salón por primera vez, deshaciendo el equipaje en su habitación, hablando con Sharon. Pero esto seguramente había sido en la primera visita, dos semanas antes. Comenzaba a llegar el pasado reciente. Ayer había sido diferente, un trayecto agradable y sin complicaciones, los rayos de sol invernal intercalados con breves y súbitos chaparrones. Y esta vez había traído consigo a la Mansión cierto conocimiento pacientemente adquirido que podía utilizar o dejar a un lado. Ahora, en una satisfacción adormilada, pensó que lo dejaría a un lado mientras hacía lo propio con su pasado. No podía ser revivido, nada de él podía cambiarse. Había dado lo peor de sí mismo, pero su poder pronto quedaría sin efecto.