Cerró los ojos y se fue quedando dormida, pensando en la tranquila noche que le esperaba y la mañana a la que nunca llegaría a despertar.
15
Siete horas después, de nuevo en su habitación, Rhoda se agitaba en una vigilia somnolienta. Permaneció unos segundos inmóvil en esa breve confusión que acompaña al despertar repentino. Era consciente de la comodidad de la cama y del peso de su cabeza en las almohadas levantadas, y del olor del aire -distinto del de su dormitorio de Londres-, fresco pero ligeramente acre, más otoñal que invernal, un olor a hierba y tierra que le traía el viento errático. La oscuridad era absoluta. Antes de aceptar finalmente el consejo de la enfermera Holland de que debía acomodarse para dormir, había pedido que descorrieran las cortinas y dejaran un poco abierta la celosía; incluso en invierno le desagradaba dormir sin aire fresco. Pero quizás había sido poco prudente. Mirando fijamente la ventana, veía que la habitación estaba más oscura que la noche exterior, y que en lo alto las constelaciones estaban tachonando el cielo débilmente luminoso. El viento soplaba con más fuerza, y Rhoda alcanzaba a oír su silbido en la chimenea y notaba su aliento en la mejilla derecha.
Tal vez debería sacudirse de encima esa lasitud no deseada y levantarse a cerrar la ventana. El esfuerzo parecía ímprobo. Había rechazado el ofrecimiento de un sedante y encontraba extraño, aunque no preocupante, notar esa pesadez, esas ganas de quedarse donde estaba, arrebujada en calidez y comodidad, fijos los ojos en ese estrecho rectángulo de luz estelar. No sentía dolor y, tras levantar la mano izquierda, palpó el acolchado apósito y el esparadrapo que lo sujetaba. Ahora ya estaba acostumbrada a su peso y rigidez y se sorprendió a sí misma tocándolo con algo parecido a una caricia, como si estuviera volviéndose parte de ella igual que la imaginada herida que tapaba.
Y ahora, en una pausa del viento, oyó un sonido tan débil que sólo gracias a la quietud de la habitación se hizo audible. Más que oír, notó una presencia moviéndose por la salita. Al principio, en su conciencia soñolienta, no tuvo miedo, sólo una vaga curiosidad. Sería primera hora de la mañana. Quizás eran las siete y llegaba el té. Ahora hubo otro sonido, apenas un suave chirrido pero inconfundible. Alguien estaba cerrando la puerta de la habitación. La curiosidad dio paso a la primera sensación fría de desasosiego. Nadie hablaba. No se encendió ninguna luz. Intentó gritar con una voz cascada que el obstructor apósito volvía inútil. «¿Quién es? ¿Qué está haciendo? ¿Quién anda por ahí?» No hubo respuesta. Y ahora Rhoda supo con certeza que no era una visita amistosa, que estaba en presencia de alguien o algo con intenciones malvadas.
Mientras Rhoda permanecía rígida, la figura pálida, vestida de blanco y con mascarilla, estaba junto a su cabecera. Los brazos se movían sobre su cabeza en un gesto ritual parecido a una parodia obscena de bendición. Rhoda hizo un esfuerzo para levantar los brazos -de repente la ropa de cama parecía pesar una enormidad- y estiró la mano en busca del timbre de llamada y la lámpara. El timbre no estaba. Su mano encontró el interruptor, pero no había luz. Alguien habría puesto el timbre fuera de su alcance y quitado la bombilla de la lámpara. No gritó. Todos aquellos años de autocontrol para no delatar el miedo, para no hallar alivio en los chillidos, habían inhibido su capacidad para gritar. Además sabía que gritar no surtiría efecto; el apósito dificultaba incluso el habla. Forcejeó para levantarse de la cama, pero se vio incapaz de moverse.
En la oscuridad, distinguía vagamente la blancura de la silueta, la cabeza cubierta, la boca con la mascarilla. Una mano estaba pasando por el cristal de la ventana entornada… pero no era una mano humana. Por aquellas venas sin huesos jamás había fluido la sangre. La mano, de un color blanco tan rosáceo que parecía haber sido cortada del brazo, avanzaba lentamente por el espacio hacia su misterioso objetivo. En silencio, cerró el pestillo de la ventana y, con un gesto elegante y delicado en su movimiento controlado, corrió la cortina. Se intensificó la oscuridad de la habitación, ya no era sólo un encubrimiento de la luz, sino un espesamiento oclusivo del aire que dificultaba la respiración. Se dijo a sí misma que debía de ser una alucinación provocada por su estado medio adormilado, y durante un bendito momento la miró, desvanecido todo el terror, esperando que la visión se disipara en la oscuridad circundante. Luego se disipó toda esperanza.
La figura estaba a la cabecera de la cama, mirándola. Rhoda no distinguía nada salvo un bulto blanco amorfo, los ojos que la miraban fijamente quizá fueran despiadados, pero todo lo que ella alcanzaba a ver era una raja negra. Oyó palabras, pronunciadas con calma, pero no las entendió. Levantó a duras penas la cabeza de la almohada y trató de protestar con voz ronca. Inmediatamente el tiempo quedó en suspenso, y en su torbellino de terror fue consciente sólo del olor, el ligerísimo olor a lino almidonado. Saliendo de la oscuridad, inclinándose sobre ella, estaba la cara de su padre. No como la había recordado durante más de treinta años sino la que había conocido brevemente en los primeros años de su infancia, joven, feliz, agachándose sobre su cama. Rhoda alzó el brazo para tocarse el apósito, pero pesaba demasiado y lo dejó caer. Quería hablar, moverse. Quería decir «mírame, me he librado de eso». Sentía los miembros recubiertos de hierro, pero ahora, temblando, consiguió levantar la mano derecha y tocarse la gasa sobre la cicatriz.
Sabía que esto era la muerte, y a este conocimiento le acompañaba una paz no buscada, un desligamiento. Y luego la mano fuerte, sin piel e inhumana, se cerró alrededor de su garganta, obligándola a echar la cabeza hacia atrás contra la almohada, y la aparición arrojó su peso hacia delante. Rhoda no cerró los ojos ante la muerte, tampoco luchó. La oscuridad de la habitación la envolvió y se convirtió en la negrura final en la que cesaban todas las sensaciones.
16
A las siete y doce, en la cocina, Kimberley se estaba poniendo nerviosa. La enfermera Holland le había dicho que la señorita Gradwyn había pedido que le subieran el té a las siete. Esto era más temprano que la primera mañana que había estado en la Mansión, pero la enfermera le había dicho a Kim que a las siete debía estar lista para prepararlo, y a las siete menos cuarto ella había dispuesto la bandeja y colocado la tetera encima de la placa de la cocina para calentarla.
Pero ya pasaban doce minutos de las siete y no sonaba ningún timbre. Kim sabía que Dean necesitaba que ella le ayudara con el desayuno, cosa que estaba resultando inesperadamente exasperante. El señor Chandler-Powell había pedido que le sirvieran el suyo en su apartamento, lo que era inhabitual, y la señorita Cressett, que en general se preparaba lo que quería en su pequeña cocina y casi nunca tomaba un desayuno caliente, había llamado para decir que bajaría con los demás al comedor a las siete y media y había sido más quisquillosa que de costumbre sobre lo crujiente del bacón o la frescura del huevo, como si, pensó Kim, un huevo servido en la Mansión fuera otra cosa que fresco y de granja, algo que la señorita Cressett sabía tan bien como ella. Una irritación añadida fue la no comparecencia de Sharon, cuyo cometido consistía en servir la mesa del desayuno y encender el calientaplatos. Kim no sabía si subir a despertarla en caso de que la señorita Gradwyn tocara el timbre.