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– Podría dejarla.

– ¿Y la próxima? ¿Y la siguiente? No entiendes nada. Yo no ofrezco sexo como un premio por buena conducta. No quiero explicaciones, excusas ni promesas. Se acabó.

Y se había acabado. El había desaparecido totalmente de su vida durante seis meses. Se dijo a sí misma que se estaba acostumbrando a estar sin Piers, pero no había sido fácil. Echaba de menos algo más que la satisfacción mutua en sus relaciones sexuales, la risa, las copas en sus pubs preferidos en la orilla del río, el compañerismo libre de estrés, las comidas que preparaban juntos en su piso; todo eso había dejado en ella una desenfadada confianza en la vida como no había conocido antes.

Quería hablar con él sobre el futuro. No había nadie más en quien pudiera confiar. Su siguiente caso podía ser muy bien el último. Era seguro que la Brigada de Investigaciones Especiales no seguiría en su configuración actual. Hasta el momento, el comandante Dalgliesh había conseguido frustrar los planes oficiales de racionalizar el personal no convencional, definir sus funciones en el argot contemporáneo ideado para oscurecer más que para esclarecer, e incorporar la Brigada a una estructura burocrática más ortodoxa. La Brigada había sobrevivido debido a su éxito indudable, a que resultaba relativamente barata -una virtud no muy conveniente en opinión de algunos- y a que estaba dirigida por uno de los detectives más distinguidos del país. El molino de rumores de la Met funcionaba sin parar, y de vez en cuando producía un grano de trigo entre las granzas. Habían llegado a sus oídos todos los chismes actuales: Dalgliesh, lamentando la politización de la Met, quería retirarse; AD no tenía intención de retirarse y en breve asumiría la responsabilidad de un departamento especial mixto involucrado en la formación de detectives; había recibido ofertas de dos departamentos universitarios de criminología; alguien de la City lo quería para desempeñar un trabajo no especificado con un sueldo cuatro veces superior al que cobraba actualmente el inspector jefe.

Kate y Benton habían respondido a todos los interrogantes con el silencio. No había hecho falta autodisciplina. No sabían nada, pero confiaban en que cuando AD hubiera tomado su decisión, se contarían entre los primeros en ser llamados. El jefe para el que ella había trabajado desde que llegó a sargento detective se casaría con Emma dentro de pocos meses. Tras tantos años juntos, una y otro ya no formarían parte del mismo equipo. Kate lograría su prometido ascenso a inspector jefe de detectives, quizás en cuestión de semanas, y tenía esperanzas de subir incluso más. El futuro acaso fuera solitario, pero si lo era, ella tenía su trabajo, el que había querido siempre, el que le había dado todo lo que tenía. Y sabía mejor que nadie que había destinos peores que la soledad.

La llamada llegó a las diez cincuenta. No tenía que ir a la oficina hasta la una y media, y estaba a punto de abandonar el piso para dedicarse a los quehaceres rutinarios que siempre le ocupaban horas de su medio día libre: ir al supermercado a comprar comida, pasar a buscar un reloj que había que arreglar, llevar unas prendas de ropa a la tintorería. La llamada le llegó al móvil especial, y enseguida supo qué voz oiría. Escuchó con atención. Era un caso de asesinato, como había imaginado. La víctima, Rhoda Gradwyn, periodista de investigación hallada muerta a las siete y media en su cama, al parecer estrangulada, tras una operación en una clínica privada de Dorset. Él le dio la dirección de la Mansión Cheverell, en Stoke Cheverell. Ninguna explicación de por qué se encargaba del asunto la Brigada, pero por lo visto el Número Diez estaba implicado. Viajarían en coche, en el de ella o en el de Benton; se trataba de que los miembros del equipo llegaran juntos.

– Sí, señor -dijo ella-. Llamaré a Benton y me reuniré con él en su piso. Creo que iremos en su coche. El mío ha de pasar la revisión. Tengo mi kit y sé que él tiene el suyo.

– Bien. Debo llamar al Yard, Kate. Nos vemos en Shepherd's Bush hacia la hora que llegues tú, espero. Entonces te daré todos los detalles que conozca.

Luego ella llamó a Benton, y en cuestión de veinte minutos se había cambiado y puesto los pantalones de tweed y la chaqueta que solía llevar cuando se trataba de un caso en territorio rural. Siempre tenía lista una bolsa de viaje con otra ropa que pudiera necesitar. Comprobó rápidamente las ventanas y los enchufes, cogió el kit, hizo girar las llaves en las dos cerraduras de seguridad y se puso en camino.

3

La llamada de Kate al sargento Francis-Benton-Smith se produjo mientras éste se hallaba comprando en el mercado de campesinos de Notting Hill. Había planeado cuidadosamente la jornada y tenía el excelente humor de un hombre con ganas de disfrutar de un merecido día de descanso que auguraba más placer por la actividad que por el descanso. Había prometido preparar el almuerzo a sus padres en la cocina de su casa de South Kensington, a continuación pasaría la tarde en la cama con Beverley en el piso que ella ocupaba en Shepherd's Bush, y pensaba terminar lo que se anunciaba como una perfecta mezcla de deber y placer llevándola a ver la nueva película que ponían en el Curzon. Para él, el día también sería una celebración privada de su reciente rehabilitación como novio de Beverley. La ubicua palabra le molestaba un poco, pero parecía inadecuado describirla como su amante, pues ello le sugería un mayor grado de compromiso.

Beverley era actor -ella insistía en que no la podían definir como actriz-, y se estaba abriendo camino en la televisión. Desde el principio dejó claro cuál era su prioridad. Le gustaba variedad en sus novios, pero en cuanto a la promiscuidad era tan intolerante como un predicador fundamentalista. Su vida sexual era una procesión estrictamente cronológica de aventuras individuales, pocas, como explicó consideradamente a Benton, y con ninguna esperanza de que durasen más de seis meses. Pese a la delgadez de su cuerpo, robusto y bien proporcionado, le encantaba comer, y él sabía que parte de su éxito con ella se debía a las comidas, fuera en restaurantes cuidadosamente elegidos que a duras penas se podía permitir, o, si ella lo prefería, preparadas por él en casa. Este almuerzo, al que ella había sido invitada, estaba planeado en parte para recordarle a Beverley lo que se había estado perdiendo.

El había visto a los padres de ella una vez y sólo un rato, y le sorprendía que esa pareja sólidamente cebada, convencional, bien vestida y físicamente anodina, hubiera engendrado una chica tan exótica. Le encantaba mirar a Beverley: la pálida cara oval y el pelo oscuro con un flequillo sobre los ojos ligeramente oblicuos le conferían un atractivo algo oriental. Beverley venía de un ambiente tan privilegiado como el de Francis, y la joven, pese a sus esfuerzos, no había conseguido deshacerse de todos los indicios que delataban una buena educación general. Pero los despreciados valores y accesorios burgueses habían sido sacrificados en el altar del arte, y en cuanto a su habla y aspecto se había convertido en Abbie, la díscola hija del dueño de un pub, en un culebrón televisivo ambientado en un pueblo de Suffolk. Cuando las cosas empezaron a ir bien, sus posibilidades de actuar mejoraron notablemente. Había planes para una aventura con el organista de la iglesia, un embarazo y un aborto ilegal, y un tumulto general en el pueblo. Pero se habían recibido quejas de espectadores para quienes ese idilio rural competiría con Eastenders, y ahora corría el rumor de que Abbie iba a ser redimida. Hubo incluso la propuesta de un matrimonio fiel y una maternidad virtuosa. Fue un desastre, se quejaba Beverley. Su agente ya estaba tanteando el terreno para sacar provecho de su presente notoriedad mientras durase. Francis -sólo era Benton para sus colegas y la Met- no tenía ninguna duda de que el almuerzo sería un éxito. Sus padres siempre sentían curiosidad por aprender cosas sobre los mundos misteriosos a los que no tenían acceso, y a Beverley le alegraría hacer una vehemente interpretación del último capítulo, probablemente con diálogo.