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Francis sentía que su propio aspecto era tan engañoso como el de Beverley. Su padre era inglés, su madre india, y había heredado la belleza de ella pero nada del profundo vínculo que la unía con su país, que no había perdido y que compartía con su esposo. Cuando se casaron, ella tenía dieciocho años y él doce más. Habían estado perdidamente enamorados y lo seguían estando, y su visita anual a la India era lo más importante del año. Cuando niño, Francis les había acompañado, pero siempre sintiéndose extraño, incómodo, incapaz de participar en un mundo al que su padre, que parecía más feliz y alegre en la India que en Inglaterra, se había adaptado fácilmente en lo referente a la forma de hablar, vestir y comer. Desde la infancia temprana, también había notado que el amor de sus padres era demasiado devorador para admitir a una tercera persona, aunque fuera un hijo único. Sabía que lo querían, pero en compañía de su padre, un director de colegio retirado, siempre se había sentido más un prometedor y apreciado alumno de secundaria que un hijo. La benigna no injerencia de sus padres era desconcertante. Cuando Francis tenía dieciséis años y escuchaba las quejas de algún compañero de la escuela sobre sus padres -la ridícula norma de llegar a casa antes de medianoche, las advertencias sobre las drogas, el alcohol o el sida, la insistencia en que el deber tenía prioridad sobre el placer, los constantes reproches sobre el pelo, la ropa y el estado de su habitación que, al fin y al cabo, se suponía que era privada-, de algún modo Francis tenía la impresión de que la tolerancia de los suyos equivalía a un desinterés próximo a la negligencia emocional. En principio, la crianza de los hijos no era eso.

Cuando eligió profesión, la reacción de su padre fue una que, sospechaba Francis, ya había sido utilizada antes. «Sólo hay dos cosas importantes a la hora de elegir empleo: que sea algo que fomente la felicidad y el bienestar de los demás y que te dé satisfacción a ti. El cuerpo de policía satisface la primera y espero que también la segunda.» Casi se había tenido que morder la lengua para no decir «gracias, señor». De todos modos, sabía que quería a sus padres y a veces era calladamente consciente de que no sólo había distanciamiento por parte de ellos sino que él también los visitaba muy poco. Este almuerzo iba a ser una pequeña expiación por su desatención.

Recibió la llamada en el móvil especial a las diez cincuenta y cinco, mientras hacía su selección de verduras orgánicas. Era la voz de Kate.

– Tenemos un caso. El presunto asesinato de una paciente en una clínica privada de Stoke Cheverell, Dorset. En una mansión.

– Esto supone un cambio, señora. Pero ¿por qué la Brigada? ¿Por qué no la policía de Dorset?

La voz de Kate sonaba impaciente. No había tiempo para chácharas.

– Quién sabe. Se muestran evasivos, como de costumbre, pero parece que tiene algo que ver con el Número Diez. Te daré toda la información que tengo cuando estemos en camino. Sugiero que vayamos en tu coche, el comandante Dalgliesh quiere que lleguemos a la Mansión al mismo tiempo. El va con su Jag. Estaré contigo tan pronto pueda. Dejaré mi coche en tu garaje, él se reunirá allí con nosotros. Supongo que tienes tu kit. Y trae la cámara. Podría ser de utilidad. ¿Dónde estás ahora?

– En Notting Hill, señora. Con suerte estaré de vuelta en el piso en menos de diez minutos.

– Bien. También podrías coger algunos bocadillos, tortillas y algo de beber. AD no querrá que lleguemos con hambre.

Cuando Kate colgó, Benton pensó que ya sabía eso. Tenía que hacer dos llamadas, una a sus padres y otra a Beverley. Contestó su madre, que, sin perder tiempo, le dijo que lo lamentaba mucho y colgó. Beverley no contestaba el móvil, pero a Benton le dio igual. Dejó un simple mensaje diciendo que se cancelaban los planes y que llamaría luego.

Tardó sólo unos minutos en comprar los bocadillos y las bebidas. Salió corriendo del mercado y mientras cruzaba Holland Park Avenue, vio que un autobús con el número 94 estaba reduciendo la velocidad al llegar a su parada, por lo que esprintó y logró saltar adentro antes de que se cerraran las puertas. Ya había olvidado sus planes para ese día y estaba pensando en la más exigente tarea que le esperaba, la de aumentar su fama en la Brigada. Le preocupaba, aunque sólo ligeramente, que esta euforia, la sensación de que el futuro inmediato rebosaba de excitación y desafíos, dependiera de un cadáver desconocido que se estaba poniendo rígido en una casa solariega de Dorset, dependiera de la pena, la angustia y el miedo. Admitía, y no sin un pequeño arrebato de mala conciencia, que sería decepcionante llegar a Dorset y enterarse de que, después de todo, era sólo un asesinato común y corriente y que el autor ya había sido identificado y detenido. Nunca había sucedido, y sabía que era improbable. Nunca llamaban a la Brigada para que se encargara de un asesinato del montón.

De pie junto a las puertas del autobús, esperó impaciente que se abrieran, y acto seguido echó a correr hasta su edificio de apartamentos. Tras pulsar el botón del ascensor, permaneció sin aliento escuchándolo mientras bajaba. Fue entonces cuando cayó en la cuenta, sin que le importara lo más mínimo, de que se había dejado en el autobús la bolsa con las verduras orgánicas cuidadosamente escogidas.

4

Era la una y media, seis horas después del descubrimiento del cadáver, pero para Dean y Kimberley Bostock, que estaban esperando en la cocina hasta que llegara alguien que les dijera qué hacer, la mañana se hacía eterna. Este era su dominio, el lugar donde se encontraban como en casa, con todo bajo control, nunca agobiados, sabiendo que eran valorados aunque las palabras no se pronunciaran a menudo, confiados en sus aptitudes profesionales, y sobre todo juntos. Pero ahora iban de la mesa a los fogones como aficionados desorganizados en un entorno desconocido e intimidante. Como si fueran autómatas, habían deslizado por encima de la cabeza las cintas de sus delantales de cocina y se habían puesto el gorro blanco, pero no habían trabajado mucho. A las nueve y media, y a petición de la señorita Cressett, Dean había llevado cruasanes, mermelada corriente y de naranjas amargas y una jarra grande de café a la biblioteca, pero al ir a retirar después los platos advirtió que estaba casi todo intacto, aunque se había acabado el café, cuya demanda parecía no tener fin. Cada dos por tres aparecía la enfermera Holland para llevarse otro termo. Dean empezaba a pensar que estaba encarcelado en su propia cocina.

Notaban que la casa estaba envuelta en un silencio inquietante. Incluso había amainado el viento, sus ráfagas moribundas parecían suspiros desesperados. Kim estaba avergonzada por su desmayo. El señor Chandler-Powell había sido muy amable y le había dicho que no volviera a trabajar hasta que se encontrara bien, pero ella se alegraba de volver a estar en su sitio, con Dean en la cocina. El señor Chandler-Powell tenía la cara cenicienta, parecía más viejo y, por alguna razón, distinto. A Kim le recordó el aspecto de su padre cuando regresó a casa después de su operación, como si se le hubiera agotado la fuerza y algo más vital que la fuerza, algo que volvía a su padre único. Todos habían sido considerados con ella, pero tenía la sensación de que esta deferencia había sido expresada con sumo cuidado, como si cualquier palabra pudiera ser peligrosa. Si se hubiera producido un asesinato en su pueblo, qué diferente habría sido todo. Los gritos de horror e indignación, los brazos consoladores a su alrededor, la calle entera volcada en su casa para verla, para enterarse y lamentar, una confusión de voces preguntando y especulando. Las personas de la Mansión no eran así. El señor Chandler-Powell, el señor Westhall y su hermana y la señorita Cressett no mostraban sus sentimientos, cuando menos no en público. En cualquier caso, tendrían sentimientos, como todo el mundo. Kim era consciente de que lloraba con demasiada facilidad, pero seguramente ellos también lloraban a veces, aunque parecía una presunción indecorosa imaginarlo siquiera. Los ojos de la enfermera Holland estaban rojos e hinchados. Tal vez había llorado. ¿Porque había perdido una paciente? Pero ¿no estaban las enfermeras acostumbradas a estas cosas? Deseaba saber qué estaba pasando fuera de la cocina, que, pese a su tamaño, se había vuelto claustrofóbica.