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Y ahora, sentado a la mesa de la cocina con Dean y Kimberley, tenía que mostrar interés por la sopa de guisantes y el pan de soda. Desde el mismo instante en que entró en la estancia que casi nunca tenía necesidad de visitar se sintió tan inepto como intruso. ¿Qué palabras de tranquilidad, de consuelo, esperaban de él? Las dos caras frente a la suya, como niños asustados, buscaban la respuesta a una pregunta que no tenía nada que ver con la sopa ni con el pan.

Dominando su irritación ante la obvia necesidad de ellos de recibir instrucciones firmes, estuvo a punto de decir «haced lo que mejor os parezca», cuando oyó los pasos de Helena. Había llegado silenciosamente detrás de él. Y ahora oía su voz.

– Sopa de guisantes es una gran idea, caliente, nutritiva y reconfortante. Como ya tenéis el caldo, se puede hacer en un momento. Vayamos a lo sencillo, ¿de acuerdo? No quiero que esto parezca una fiesta parroquial de la cosecha. Servid el pan de soda caliente y con abundante mantequilla. Una tabla de quesos sería un buen complemento de las carnes frías, pero no os paséis. Haced que parezca apetitoso, como de costumbre. Nadie tiene hambre, pero la gente ha de comer. Sería una buena idea sacar la crema casera de limón de Kimberley y mermelada de albaricoque con el pan. Las personas en estado de shock a menudo tienen ganas de algo dulce. Y ya podéis ir trayendo café, muchísimo café.

– ¿Hemos de dar de comer a la policía, señorita Cressett? -preguntó Kimberley.

– Yo diría que no. Pero lo sabremos a su debido tiempo. Como sabéis, no será el inspector Whetstone quien se encargue de la investigación. Viene una brigada especial de la Policía Metropolitana. Imagino que comerán por el camino. Habéis estado magníficos, los dos, como siempre. Es probable que durante un tiempo llevemos todos una vida algo alterada, pero sé que sabréis afrontarlo. Si tenéis dudas o preguntas, venid a verme.

Más tranquilos, los Bostock murmuraron su agradecimiento. Chandler-Powell y Helena se fueron juntos.

– Gracias. Tenía que haberte dejado los Bostock para ti -dijo él intentando sin éxito inyectar calidez a su voz-. ¿Y qué demonios es el pan de soda?

– Se hace con harina integral y sin levadura. Aquí lo has comido a menudo. Te gusta.

– Al menos hemos resuelto la próxima comida. Me da la sensación de que he dedicado la mañana a insignificancias. Pido a Dios que este comandante Dalgliesh y su brigada lleguen de una vez y se pongan a investigar. Hay una distinguida patóloga forense perdiendo el tiempo por ahí esperando que Dalgliesh se digne llegar. ¿Por qué no puede ella empezar su trabajo? Y seguro que Whetstone tenía algo mejor que hacer que estar aquí de plantón.

– ¿Y por qué la Met? -dijo Helena-. La policía de Dorset está totalmente capacitada, ¿por qué no puede ocuparse de la investigación el inspector Whetstone? Esto me hace pensar que quizás haya algo secreto e importante relacionado con Rhoda Gradwyn, algo que no sabemos.

– Siempre hubo algo que no sabíamos de Rhoda Gradwyn.

Habían llegado al vestíbulo. Se oyeron fuertes portazos de puertas de coches, sonido de voces.

– Mejor que salgas afuera -dijo Helena-. Parece que ha llegado la brigada de la Met.

6

Era un buen día para conducir por el campo, un día que normalmente Dalgliesh habría dedicado a explorar caminos apartados, parando de vez en cuando para disfrutar contemplando los imponentes troncos de los grandes árboles desnudos para el invierno, las ramas ascendentes y las oscuras complejidades de las altas ramitas estampadas en un cielo despejado de nubes. El otoño se había alargado, pero ahora él conducía bajo la deslumbrante bola blanca de un sol invernal, cuyo raído borde emborronaba un azul tan claro como el de un día de verano. Su luz se apagaría pronto, pero ahora, bajo su intenso brillo, los campos, las colinas bajas y las arboledas tenían un contorno nítido y carecían de sombra.

Una vez lejos del tráfico de Londres, avanzaron más rápidos y dos horas y media después estaban en el este de Dorset. Se detuvieron un rato en un área de descanso para tomar su almuerzo, y Dalgliesh consultó el mapa. Al cabo de quince minutos llegaban a un cruce que los encaminaría a Stoke Cheverell, y unos dos kilómetros después del pueblo vieron una señal que indicaba la Mansión Cheverell. Se detuvieron frente a dos puertas de hierro forjado, tras las cuales vieron un paseo de hayas. Al otro lado de las puertas, un hombre de edad avanzada con un abrigo largo estaba sentado en lo que parecía una silla de cocina leyendo un periódico. Lo dobló con cuidado, tomándose su tiempo, y luego se acercó a abrir. Dalgliesh no sabía si apearse y ayudarle, pero las puertas se abrieron fácilmente, y Dalgliesh las cruzó seguido del coche de Kate y Benton. El viejo cerró tras ellos y luego se dirigió al primer vehículo.

– A la señorita Cressett no le gusta que el camino de entrada se llene de coches. Tendrán que ir a la parte trasera del ala este.

– Lo haremos -dijo Dalgliesh-, pero es algo que puede esperar.

Los tres sacaron sus bolsas de los coches. Ni siquiera la urgencia del momento, o el hecho de que hubiera un grupo de personas esperándolos en diversos estados de ansiedad o temor, disuadieron a Dalgliesh de hacer una pausa de unos segundos para observar la casa. Sabía que estaba considerada como una de las casas Tudor más hermosas de Inglaterra, y ahora estaba frente a él, en su perfección de formas, su confiada reconciliación de solidez y elegancia; una casa construida para certezas, nacimientos, muertes y ritos de iniciación, por hombres que sabían en qué creían y qué estaban haciendo. Una casa cimentada en la historia, imperecedera. Delante de la Mansión no había hierba ni jardín ni estatuas. Se mostraba a sí misma sin adornos, su dignidad no precisaba aderezos. La estaba viendo en su plenitud. El blanco resplandor matutino del sol invernal se había suavizado, bruñendo los troncos de las hayas y bañando las piedras de la casa con un brillo plateado, de modo que por un instante, en la quietud, pareció temblar y volverse tan insustancial como una visión. La luz diurna pronto se apagaría; era el mes del solsticio de invierno. Pronto oscurecería y se haría de noche. Él y el equipo estarían investigando un hecho oscuro en la oscuridad de pleno invierno. Para alguien a quien le gustaba la luz, esto suponía una desventaja tanto psicológica como práctica.

Cuando él y los miembros del equipo echaron a andar, se abrió la puerta del gran porche y salió un hombre a recibirles. Por momentos pareció indeciso a la hora de saludar; luego extendió la mano y dijo:

– Inspector Keith Whetstone. Se han dado ustedes prisa, señor. El jefe dijo que necesitarían agentes SOCO. Ahora mismo sólo tenemos disponibles dos, pero aún tardarán unos cuarenta minutos. El fotógrafo está de camino.

No había duda de que Whetstone era policía, pensó Dalgliesh, o eso o soldado. Era corpulento pero mantenía un porte erguido. Tenía una cara ordinaria pero agradable, las mejillas rojizas, la mirada fija y vigilante bajo un pelo del color de la paja vieja, cortado a cepillo y pulcramente rasurado alrededor de unas orejas enormes. Iba vestido de tweed rural y llevaba un gabán.