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– Le ofrecí Temazepam, pero me dijo que no lo necesitaba. Había salido bien de la anestesia, había tomado una cena ligera y empezaba a sentirse adormilada. Creía que no le costaría dormirse. La enfermera Holland fue la última persona que la vio, aparte del asesino, claro, y lo único que pidió la paciente fue un vaso de leche caliente con un chorrito de brandy. La enfermera Holland esperó a que se lo bebiera y luego retiró el vaso. Lógicamente está lavado.

– Creo que para el laboratorio será de utilidad contar con una lista de todos los sedantes que tiene usted en el dispensario -dijo la doctora Glenister-, o de otros fármacos a los que tuvieran acceso los pacientes o que se les pudieran suministar. Gracias, señor Chandler-Powell.

– Sería conveniente tener una charla preliminar con usted a solas, quizá dentro de unos diez minutos -dijo Dalgliesh-. Necesito hacerme una idea de la organización de aquí, del número de personas de la plantilla y la función de cada una, y de cómo la señorita Gradwyn llegó a ser paciente suya.

– Estaré en la oficina general -dijo Chandler-Powell-, que está en la galería situada enfrente del gran salón. Buscaré un plano de la Mansión para usted.

Esperaron hasta que oyeron sus pasos en la habitación con tigua y el ruido de la puerta del pasillo al cerrarse. Entonces la doctora Glenister se puso los guantes quirúrgicos que llevaba en el bolso Gladstone y tocó suavemente la cara de Gradwyn, y luego el cuello y los brazos. La patóloga forense había sido una profesora distinguida, y Dalgliesh sabía, por la experiencia de haber trabajado juntos, que ella casi nunca dejaba escapar la oportunidad de enseñar a los jóvenes.

– Seguro que lo sabe todo sobre el rigor mortis, sargento -le dijo a Benton.

– Todo no, señora. Sé que empieza en los párpados unas tres horas después de la muerte, que se extiende por la cara y el cuello hasta el tórax, y por fin el tronco y las extremidades. En general, la rigidez es completa en unas doce horas y empieza a desaparecer siguiendo el orden inverso al cabo de unas treinta y seis horas.

– ¿Y cree que el rigor mortis sirve para hacer una estimación fiable de la hora de la muerte?

– No fiable del todo, señora.

– No fiable en absoluto. La cosa se puede complicar debido a la temperatura de la habitación, el estado muscular del individuo, la causa de la muerte, y algunas circunstancias que pueden dar a entender equivocadamente que existe rigor mortis, como en el caso de los cuerpos expuestos a un calor muy intenso o el espasmo cadavérico. ¿Sabe lo que es esto, sargento?

– Sí, señora. En el instante de la muerte puede pasar que los músculos de la mano se tensen de tal modo que sea difícil arrancarle de la mano a la persona muerta cualquier cosa que tuviera agarrada.

– El cálculo de la hora exacta de la muerte es una de las mayores responsabilidades de un examinador médico, y una de las más difíciles. El análisis de la cantidad de potasio en el líquido del ojo ha sido un avance. Sabré la hora con más precisión cuando haya tomado la temperatura rectal y hecho la autopsia. Entretanto, puedo hacer una evaluación preliminar basándome en las hipóstasis…, seguro que sabe qué es.

– Sí, señora. La lividez post mórtem.

– Que probablemente vemos en su punto culminante. Partiendo de esto y del estado actual del rigor mortis, mi estimación inicial sería que murió entre las once y las doce y media de la noche, seguramente más cerca de las once. Menos mal, sargento, que no es probable que sea usted uno de estos investigadores que esperan del patólogo forense una estimación exacta al cabo de unos minutos de examinar el cadáver.

Las palabras eran una autorización para retirarse. Fue entonces cuando sonó el teléfono de la mesita. El sonido fue estridente e inesperado, un insistente repique que semejaba una macabra invasión de la intimidad de la muerta. Durante unos segundos no se movió nadie salvo la doctora Glenister, que se dirigió tranquilamente hacia su bolso Gladstone como si estuviera sorda.

Dalgliesh cogió el auricular. Era la voz de Whetstone.

– Ha llegado el fotógrafo, y los dos agentes SOCO vienen de camino, señor. Si le parece, se los presento a alguien de su equipo y ya me voy.

– Gracias -dijo Dalgliesh-. Bajaré yo.

En la cabecera de la cama había visto todo lo que necesitaba ver. No lamentaba que la doctora Glenister le ahorrara el examen del cadáver.

– Ha llegado el fotógrafo. Si te parece, lo mando para acá.

– Sólo necesito otros diez minutos -dijo la doctora-. Sí, hazlo subir. En cuanto él haya terminado, llamaré a la furgoneta de la morgue. Sin duda la gente de aquí se alegrará de ver que se llevan el cadáver. Y antes de que me vaya podemos hablar un rato.

Kate había estado todo el rato en silencio. Mientras bajaban por la escalera, Dalgliesh dijo a Benton:

– Ocúpate del fotógrafo y de los SOCO, Benton. Pueden ponerse manos a la obra cuando ya no esté el cadáver. Más tarde tomaremos huellas, pero no espero hallar nada significativo. Es posible que alguien del personal haya entrado justificadamente en la habitación en un momento u otro. Kate, tú acompáñame a la oficina general. Chandler-Powell ha de saber el nombre del pariente más cercano de Rhoda Gradwyn, y quizá también el de su abogado. Alguien tendrá que dar la noticia, y esto seguramente lo harán mejor los policías locales, al margen de quiénes sean. Y hemos de saber mucho más sobre este lugar, la organización, el personal de Chandler-Powell y su horario. El que la estranguló tal vez utilizó guantes quirúrgicos. La mayoría de la gente probablemente sabe que se pueden obtener huellas del interior de los guantes de látex, por lo que quizás hayan sido destruidos. Los SOCO deben prestar atención al ascensor. Y ahora, Kate, vamos a ver qué tiene que decirnos el señor Chandler-Powell.

7

En la oficina, Chandler-Powell estaba sentado frente al escritorio con dos planos desplegados ante él, uno de la casa en relación con el pueblo y otro de la Mansión. Cuando entraron, se puso en pie y rodeó la mesa. Se inclinaron juntos sobre los planos.

– El ala de los pacientes -dijo-, que acaban de visitar, está aquí, en el oeste, junto con el dormitorio de la enfermera Holland y el salón. La parte central de la casa comprende el vestíbulo, el gran salón, la biblioteca y el comedor, y un apartamento para el cocinero y su mujer, Dean y Kimberley Bostock, junto a la cocina con vistas al jardín clásico estilo Tudor. Encima de su planta, la empleada doméstica, Sharon Bateman, tiene una habitación amueblada. Mis habitaciones y el apartamento ocupado por la señorita Cressett están en el ala este, igual que el dormitorio y la sala de la señora Frensham y dos habitaciones de invitados, ahora libres. He hecho una lista del personal no residente. Aparte de las personas que han conocido, contrato los servicios de un anestesista y personal de enfermería adicional para el quirófano. Unos llegan temprano en autobús las mañanas que hay operación, otros vienen en coche. No se queda a dormir nadie. Una enfermera a tiempo parcial, Ruth Frazer, comparte responsabilidades con la enfermera Holland hasta las nueve y media, cuando acaba su turno.

– El hombre mayor que nos ha abierto la puerta, ¿trabaja la jornada completa? -preguntó Dalgliesh.

– Es Tom Mogworthy. Lo heredé al comprar la casa. Había trabajado aquí como jardinero durante treinta años. Viene de una vieja familia de Dorset y se considera a sí mismo un experto en la historia, las tradiciones y el folclore del condado, cuanto más sangriento todo, mejor. La verdad es que su padre se fue a vivir al East End de Londres antes de que naciera Mog, que tenía treinta años cuando regresó a lo que supone sus raíces. En ciertos aspectos, es más un cockney que un hombre de campo. Por lo que sé, no ha mostrado tendencias asesinas, y si dejamos aparte los jinetes sin cabeza, las maldiciones de brujas y los ejércitos fantasmagóricos de los realistas en marcha, es fiel y fiable. Vive con su hermana en el pueblo. Marcus Westhall y su hermana ocupan la Casa de Piedra, que pertenece a la finca de la Mansión.