El grupo, con Benton de nuevo incorporado al mismo, pasó al gran salón.
– Me gustaría verlos a todos juntos -dijo Dalgliesh-, es decir, a todos los que tuvieron algún contacto con la señorita Gradwyn desde el momento de su llegada y que estuvieron ayer en la casa desde las cuatro y media, hora en que fue devuelta a su habitación, incluido el señor Mogworthy. Mañana habrá interrogatorios individuales en la Vieja Casa de la Policía. Intentaré interrumpir lo menos posible la rutina de la gente, pero es inevitable algo de trastorno.
– Le hará falta una habitación bastante grande -dijo Chandler-Powell-. Cuando la señora Skeffington haya sido interrogada y se haya marchado, la biblioteca estará libre, por si les resulta más cómoda. También podemos poner a su disposición la biblioteca para que usted y sus agentes lleven a cabo los interrogatorios individuales.
– Gracias -dijo Dalgliesh-. Será más cómodo para ambas partes. Pero primero quiero ver a la señora Skeffington.
Mientras salían de la oficina, Chandler-Powell dijo:
– Estoy organizando un equipo de seguridad privada para garantizar que no nos molesten ni los medios de comunicación ni ninguna multitud de vecinos fisgones. Supongo que no tiene ningún inconveniente.
– Ninguno siempre y cuando permanezcan al otro lado de la verja y no entorpezcan mi investigación. Seré yo quien determine si lo hacen o no.
Chandler-Powell no contestó. Una vez fuera, se dirigieron junto con Benton a la biblioteca para hablar con la señora Skeffington.
8
Al cruzar el gran salón, a Kate la sobresaltó de nuevo una intensa impresión de luz, espacio y color, las danzantes llamas del fuego de leña, la araña que transformaba la penumbra de la tarde invernal, el color apagado pero claro del tapiz, los marcos dorados, los vestidos de suntuosos colores, y arriba las oscuras vigas del altísimo techo. Como el resto de la Mansión, parecía un lugar para maravillarse al visitarlo, no para vivir en él realmente. Ella nunca podría ser feliz en una casa así, que imponía las obligaciones del pasado, una carga de responsabilidad soportada públicamente, y pensó con satisfacción en el piso lleno de luz y escasamente amueblado que dominaba el Támesis. La puerta de la biblioteca, disimulada en los paneles de roble, estaba en la pared de la derecha, junto a la chimenea. Kate pensó que a lo mejor no la habría advertido si no la hubiera abierto Chandler-Powell.
En contraste con el gran salón, la estancia en la que entraron le pareció sorprendentemente pequeña, confortable y sin pretensiones, un santuario que custodiaba su silencio amén de los estantes de libros encuadernados en cuero tan bien alineados que parecía que ninguno de ellos hubiera sido sacado nunca de ahí. Como de costumbre, Kate evaluó la habitación con una mirada rápida y furtiva. Nunca había olvidado una reprimenda de AD a un sargento detective cuando ella acababa de incorporarse a la Brigada: «Estamos aquí por consentimiento pero no somos bienvenidos. Todavía es su casa. No mires embobado sus pertenencias, Simón, como si estuvieras tasándolas para intercambiarlas en el mercadillo de segunda mano.» Los estantes, que cubrían todas las paredes menos una que tenía tres ventanas altas, eran de una madera más clara que la del pasillo, las líneas del tallado más simples y elegantes. Quizá la biblioteca era un añadido posterior. Encima de las estanterías había una serie de bustos de mármol, deshumanizados por sus ojos sin vida y convertidos en meros iconos. Seguro que AD y Benton sabían quiénes eran, y también sabrían la fecha aproximada del esculpido de la madera, aquí se sentirían a sus anchas. Alejó el pensamiento de su cabeza. A estas alturas, seguramente ella había interiorizado una cierta inferioridad intelectual que sabía tan innecesaria como fastidiosa. Ninguna de las personas con las que había trabajado en la Brigada la habían hecho sentir menos inteligente de lo que ella sabía que era, y después del caso de Combe Island creía haber dejado atrás para siempre esta degradante paranoia.
La señora Skeffington estaba sentada frente al fuego en una silla de respaldo alto. No se levantó, pero se acomodó de manera más elegante, juntando las delgadas piernas. La cara era pálida y ovalada, la piel tersa sobre unos pómulos altos, los gruesos labios brillantes de carmín. Kate pensó que si esa perfección sin arrugas era fruto de la pericia del señor Chandler-Powell, éste la había atendido bien. Sin embargo, el cuello, más oscuro, rugoso y marcado por las arrugas de la edad, y las manos con sus venas púrpura, no eran las de una mujer joven. El pelo, negro brillante, se alzaba desde un pico en la frente y le caía sobre los hombros en ondas lisas. Se lo manoseaba sin cesar, retorciéndolo y colocándoselo tras las orejas. La señora Frensham, que estaba sentada frente a ella, se levantó y se quedó de pie, con las manos cruzadas, mientras Chandler-Powell hacía las presentaciones. Kate observó con cínico regocijo la esperada reacción de la señora Skeffington cuando ésta se fijó en Benton y sus ojos se ensancharon en una mirada fugaz pero intensa, compuesta de sorpresa, interés y cálculo. Pero habló con Chandler-Powell, con una voz resentida como la de un niño quejoso.
– Creía que no llegaría nunca. Llevo horas aquí sentada esperando que aparezca alguien.
– Pero no ha estado sola en ningún momento, ¿verdad? Me he asegurado de que así fuera.
– Ha sido igual que estar sola. Sólo una persona. La enfermera, que no se ha quedado mucho rato, no ha querido hablar de lo sucedido. Supongo que seguía instrucciones. La señorita Cressett, cuando ha sido su turno, tampoco. Y ahora la señora Frensham no dice nada. Es como estar en una morgue o bajo supervisión. El Rolls está fuera. Lo he visto llegar desde la ventana. Robert, nuestro chófer, tendrá que regresar, y yo no puedo quedarme aquí. Esto no tiene nada que ver conmigo. Quiero irme a casa.
Entonces, recobrando la compostura con sorprendente prontitud, se volvió hacia Dalgliesh y le tendió la mano.
– Me alegro de que esté aquí, comandante. Stuart me ha avisado de que venía usted. Me ha dicho que no me preocupara, que mandaba al mejor.
Se hizo el silencio. La señora Skeffington pareció desconcertada por momentos y dirigió la mirada a George Chandler-Powell. O sea que por eso estamos aquí., pensó Kate, por eso el Número Diez había solicitado la Brigada. Sin volver la cabeza, no pudo impedirse echar una mirada a Dalgliesh. Nadie mejor que su jefe para disimular el enfado, pero Kate lo pudo detectar en el momentáneo rubor en la frente, la frialdad en los ojos, la cara brevemente impasible, los músculos tensados de forma casi imperceptible. Se dijo a sí misma que Emma nunca había visto esa mirada. En la vida de Dalgliesh aún había partes que ella, Kate, compartía y que estaban vetadas a la mujer que él amaba, y así sería siempre. Emma conocía al poeta y al amante, pero no al detective, no al agente de policía. El trabajo de él y Kate era territorio prohibido para todo aquel que no hubiera prestado el juramento ni hubiera sido investido con esa peligrosa autoridad. La compañera de armas era ella, no la mujer que poseía su corazón. No era posible entender el trabajo de policía si no se había hecho. Kate había aprendido por su cuenta a no sentir celos, a intentar alegrarse por los triunfos de él, pero de vez en cuando no podía evitar saborear este pequeño y mezquino consuelo.
La señora Frensham murmuró una despedida y se fue, y Dalgliesh se sentó en la silla que ella había desocupado.
– Espero que no tengamos que entretenerla demasiado, señora Skeffington -dijo-, pero necesito que nos dé cierta información. ¿Puede contarnos exactamente lo sucedido desde que llegó usted ayer por la tarde?
– ¿Se refiere a la hora que llegué realmente? -Dalgliesh no respondió. La señora Skeffington prosiguió-: Pero esto es ridículo. Lo siento, pero no hay nada que contar. No pasó nada, bueno, nada fuera de lo corriente, hasta anoche, y supongo que podría estar equivocada. Vine para que mañana, quiero decir hoy, me hicieran una pequeña operación. Estaba aquí por casualidad. Creo que no volveré nunca. Ha sido una tremenda pérdida de tiempo.