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– Quizá sea necesario, señora Skeffington -dijo Dalgliesh-. Casi seguro que querré hablar de nuevo con usted, en cuyo caso desde luego puedo verla en Londres, en su casa o en el Nuevo Scotland Yard.

Esa posibilidad le resultaba a todas luces poco grata a la señora Skeffington, pero tras pasar la mirada de Kate a Dalgliesh, la susodicha llegó a la conclusión de que era mejor no hacer comentarios. En vez de ello, sonrió a Dalgliesh y le habló con una voz de niña zalamera.

– Y ahora, por favor, ¿puedo marcharme? He intentado ayudar, en serio. Pero era tarde y estaba sola y asustada y ahora me parece todo un sueño espantoso.

Pero Dalgliesh aún no había terminado de recabar su testimonio.

– Señora Skeffington, ¿al llegar le dieron una llave de la puerta oeste? -preguntó.

– Sí. La enfermera. Siempre me han dado dos llaves de seguridad. Esta vez era el juego número uno. Se las he dado a la señora Frensham cuando me ha ayudado a hacer el equipaje. Robert ha subido a coger las bolsas para llevarlas al coche. No le han dejado utilizar el ascensor, por lo que ha tenido que cargar con ellas por las escaleras. El señor Chandler-Powell debería contratar un criado. La verdad es que Mog, por sus escasas habilidades, no es hombre idóneo para estar en la Mansión.

– ¿Dónde dejó las llaves durante la noche?

– Junto a la cama, supongo. No, en la mesa de delante del televisor. En cualquier caso, se las he dado a la señora Frensham. Si se han perdido, no tengo nada que ver.

– No, no se han perdido -dijo Dalgliesh-. Gracias por su ayuda, señora Skeffington.

Ahora que ya podía irse libremente, la señora Skeffington se volvió afable y concedió indiscriminadamente vagos agradecimientos y falsas sonrisas a todos los presentes. Chandler-Powell la acompañó al coche. Seguro, pensó Kate, que aprovechará la oportunidad para tranquilizarla o aplacarla, pero ni siquiera el podía esperar que ella no contara lo sucedido. Esa mujer no regresaría, desde luego, lo mismo que otros. Los pacientes quizá sintieran un pequeño escalofrío de terror vicario ante la idea de una bruja quemada en el siglo XVII, pero era improbable que escogieran una clínica donde una indefensa paciente recién operada había sido brutalmente asesinada. Si George Chandler-Powell dependía de sus ingresos en la clínica para mantener la Mansión en funcionamiento, seguramente se vería en dificultades. Este asesinato se cobraría más de una víctima.

Esperaron hasta oír el sonido del Rolls-Royce al arrancar, y Chandler-Powell volvió a aparecer.

– El centro de operaciones estará en la Vieja Casa de la Policía y mis agentes se alojarán en la Casa de la Glicina -dijo Dalgliesh-. Por favor, dentro de media hora reúna a los miembros de la Mansión en la biblioteca. Entretanto, los agentes de la escena del crimen estarán ocupados en el ala oeste. Le agradeceré que durante una hora más o menos ponga la biblioteca a mi disposición.

9

Cuando Dalgliesh y Kate volvieron a la escena del crimen, ya no estaba el cadáver de Rhoda Gradwyn. Con consumada facilidad, los dos empleados de la morgue la habían metido en una bolsa y llevado en la camilla hasta el ascensor. Abajo, Benton vio la partida de la ambulancia, que había venido en lugar de la furgoneta, y esperó la llegada de los agentes de la escena del crimen. El fotógrafo, un hombre grandote, ágil y de pocas palabras, había terminado su trabajo y se había ido. Y ahora, antes de empezar la larga rutina de interrogar a los sospechosos, Dalgliesh regresaba con Kate al dormitorio vacío.

Desde que el joven Dalgliesh fue ascendido al CID, el Departamento de Investigación Criminal, le parecía que el aire de la habitación de un asesinato siempre cambiaba cuando el cadáver había sido retirado, era algo más sutil que la ausencia física de la víctima. Parecía más fácil respirar, las voces sonaban más fuertes, había un alivio compartido, como si un objeto hubiera perdido su capacidad misteriosa para amenazar o contaminar. Quedaba algún vestigio de esta sensación. La cama en desorden, con el hoyo de la cabeza todavía en la almohada, se veía tan normal e inocua como si el ocupante hubiera acabado de levantarse y tuviera que volver enseguida. Era la bandeja caída con la vajilla, justo al entrar, lo que según Dalgliesh imponía en la habitación un simbolismo dramático a la par que inquietante. La escena parecía haber sido montada para la cubierta de una novela de misterio de categoría.

Nadie había tocado las pertenencias de la señorita Gradwyn; su cartera estaba al otro lado de la puerta, todavía apoyada en el escritorio de la salita. Había una gran maleta metálica con ruedas junto a la cómoda. Dalgliesh dejó su kit -denominación que persistía pese a que ahora era un más apropiado «maletín»- sobre el taburete plegable. Lo abrió, y él y Kate se pusieron los guantes de registro.

El bolso de la señorita Gradwyn, de cuero verde con cierre de plata y forma parecida a los Gladstone, era a todas luces un modelo de diseño. Dentro había un juego de llaves, un librito de direcciones, una agenda de bolsillo, un billetero con varias tarjetas de crédito y un monedero con cuatro libras en monedas y sesenta en billetes de veinte y diez. También había un pañuelo, un talonario de cheques con tapa de piel, un peine, una botellita de perfume y un bolígrafo de plata. En el bolsillo concebido para tal fin, encontraron el móvil.

– Normalmente el móvil está en la mesita de noche -dijo Kate-. Parece que no quería recibir llamadas.

El móvil era un modelo nuevo. Tras abrirlo y encenderlo, Dalgliesh verificó las llamadas y los mensajes. Los mensajes de texto viejos habían sido borrados, pero había uno nuevo de «Robin» que decía: «Ha pasado algo muy importante. Necesito consultarte. Déjame verte, por favor, déjame entrar.»

– Hemos de identificar al remitente para averiguar si esta urgencia conllevaba su llegada a la Mansión -dijo Dalgliesh-. Pero es algo que puede esperar. Antes de empezar con los interrogatorios sólo quiero echar un vistazo rápido a las habitaciones de los otros pacientes. La doctora Glenister ha dicho que el asesino llevaba guantes. Seguramente quiso librarse de ellos lo antes posible. Si eran quirúrgicos, quizá fueron cortados en pedazos y arrojados a una taza de váter. Pero de todos modos vale la pena echar una ojeada. Para esto no hace falta esperar a los SOCO.

Tuvieron suerte. En el baño de la suite del extremo del pasillo encontraron un minúsculo fragmento de látex, frágil como un trozo de piel humana, prendido en el borde de la taza. Dalgliesh lo despegó cuidadosamente con unas pinzas y lo metió en una bolsa de pruebas, la cerró, y ambos garabatearon sus iniciales sobre el precinto.

– Cuando lleguen los SOCO les comunicaremos este hallazgo -dijo Dalgliesh-. Esta es la suite en la que deberán concentrarse, en especial el vestidor del dormitorio, el único que tiene uno. Otro indicador de que puede tratarse de un crimen con complicidad interna. Y ahora debo llamar a la madre de la señorita Gradwyn.

– El inspector Whetstone me ha dicho que ordenó a una agente del WPC que fuera a visitarla. Lo hizo poco después de llegar. O sea que la mujer ya estará al corriente. ¿Quiere que hable yo con ella, señor?

– No, gracias, Kate. Tiene derecho a que sea yo quien llame. Pero si ya se lo han comunicado, no hay prisa. Empezaremos los interrogatorios. Nos vemos con Benton en la biblioteca.

10

Estaban los miembros de la casa reunidos y esperando, con Kate y Benton, cuando entró Dalgliesh en la biblioteca acompañado de George Chandler-Powell. A Benton le interesaba el modo en que se había colocado el grupo. Marcus Westhall se había situado a cierta distancia de su hermana, sentada en una silla de respaldo alto junto a la ventana, y había tomado asiento junto a la enfermera Flavia Holland, acaso por solidaridad médica. Helena Cressett se había instalado en uno de los sillones frente al fuego, muy erguida, quizá pensando que un aspecto de total relajación sería inadecuado, las manos posadas en los brazos del sillón. Mogworthy, un Cerbero fuera de lugar, se había puesto un traje azul brillante y una corbata de rayas que le daban el aspecto de un trabajador de funeraria de otra época; se colocó al lado de la señorita Cressett, de espaldas al fuego, fue el único que se quedó de pie. Al entrar Dalgliesh, se volvió hacia éste fulminándolo con la mirada. Pero a Benton esa mirada le pareció más amenazante que agresiva. Dean y Kimberley Bostock, sentados rígidamente uno al lado de otro en el único sofá, hicieron un leve movimiento como si no estuvieran seguros de si debían levantarse, pero, todavía hundidos en los cojines, recorrieron rápidamente la estancia con los ojos. Kimberley deslizó furtivamente la mano en la de su esposo.