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Sharon Bateman también estaba sentada sola, muy tiesa, no muy lejos de Candace Westhall. Tenía las manos unidas en el regazo, las delgadas piernas juntas, y sus ojos, que se cruzaron fugazmente con los de Benton, mostraban más cautela que miedo. Lucía un vestido de algodón con un motivo floral bajo una chaqueta de mezclilla. El vestido, más adecuado para el verano que para una desapacible tarde de diciembre, le venía grande, y Benton se preguntó si esta insinuación de inclusera victoriana, obstinada y disciplinada a más no poder, era artificial. La señora Frensham había escogido una silla al lado de la ventana, y de vez en cuando miraba al exterior como para recordarse a sí misma que había un mundo, lozano y reconfortantemente normal, lejos de este ambiente agriado por el miedo y la tensión. Todos estaban pálidos, y pese al calor de la calefacción central y el resplandor chisporroteante del fuego, parecían ateridos de frío.

Benton tenía interés en ver si el resto del grupo se había tomado tiempo para vestirse de manera apropiada para una ocasión en la que sería más prudente mostrar respeto y aflicción que temor. Las camisas estaban planchadas con esmero, los pantalones de sport y los tweeds habían sustituido a la pana y la tela vaquera. Las chaquetas de punto y los jerséis parecían haber sido desdoblados hacía poco. Helena Cressett estaba elegante con unos pantalones ajustados de una fina tela a cuadros blancos y negros rematados por un jersey negro de cachemir y cuello vuelto. Su rostro había perdido el color, por lo que incluso el suave lápiz de labios que llevaba parecía una ostentosa muestra de rebeldía. Esta cara es puro Plantagenet, pensó Benton intentando no fijar los ojos en ella, y se sorprendió al descubrir que la encontraba hermosa.

Las tres sillas del escritorio de caoba del siglo XVIII estaban vacías y lógicamente destinadas a los policías. Estos se sentaron, y Chandler-Powell ocupó su sitio enfrente, cerca de la señorita Cressett. Todos los ojos se volvieron hacia él, aunque Benton era consciente de que todos pensaban en el hombre alto y de pelo oscuro que se hallaba a su derecha. Era él quien dominaba la estancia. Pero los detectives estaban allí con el consentimiento de Chandler-Powell; era su casa, su biblioteca, y sutilmente lo dejó claro.

– El comandante Dalgliesh -dijo con una voz tranquila, emanando autoridad- ha solicitado el uso de esta sala para que él y sus agentes puedan vernos e interrogarnos juntos. Creo que ya conocéis al señor Dalgliesh, a la inspectora Miskin y al sargento Benton-Smith. No estoy aquí para pronunciar un discurso. Sólo quiero decir que lo sucedido anoche nos ha dejado a todos consternados. Ahora nuestra obligación es cooperar totalmente con la investigación de la policía. Como es lógico, esta tragedia se conocerá fuera de la Mansión. Una serie de expertos se encargarán de responder a la prensa y otros medios; lo que os pido es que no habléis con nadie fuera de estas paredes, al menos de momento. Le cedo la palabra, comandante Dalgliesh.

Benton sacó la libreta. Al principio de su carrera, había ideado un método de taquigrafía, claro aunque excéntrico, que, pese a deber algo al ingenioso sistema del señor Pitman, era muy personal. Su jefe tenía una memoria casi perfecta, pero correspondía a Benton observar, escuchar y anotar todo lo visto y oído. Sabía por qué AD había optado por este interrogatorio preliminar de grupo. Era importante tener una visión general de lo que había ocurrido exactamente desde que Rhoda Gradwyn había entrado en la Mansión el 13 de diciembre, lo que podía lograrse con más precisión si todos los implicados estaban presentes para hacer comentarios o correcciones. La mayoría de los sospechosos eran capaces de mentir con cierta convicción cuando eran interrogados a solas; algunos, de hecho, eran unos expertos consumados. Benton recordó varias ocasiones en que amantes y parientes tristes y con el corazón aparentemente destrozado solicitaban ayuda para resolver un asesinato, incluso cuando sabían dónde habían escondido el cadáver. No obstante, mantener una mentira en compañía de otros costaba más. Un sospechoso puede ser muy hábil para controlar su expresión facial, pero las respuestas de quienes le escuchan pueden revelar muchas cosas.

– Les hemos convocado a todos -dijo Dalgliesh- para tener una imagen colectiva de lo que le pasó a Rhoda Gradwyn desde el momento en que llegó hasta el descubrimiento de su cadáver. Desde luego tendré que hablar con cada uno por separado, pero en la próxima media hora o así espero hacer algunos progresos.

Hubo un silencio roto por Helena Cressett, que dijo:

– La primera persona que vio a la señorita Gradwyn fue Mogworthy, que le abrió la puerta. El grupo de recepción, formado por la enfermera Holland, el señor Westhall y yo misma, estaba esperando en el gran salón.

Su voz era tranquila, las palabras sonaban directas y frías. Para Benton el mensaje estaba claro. Si hemos de pasar por esta payasada pública, empecemos de una vez, por Dios.

Mogworthy miró fijamente a Dalgliesh.

– Así es. Ella llegó a la hora, más o menos. La señorita Helena dijo que la esperaba después del té y antes de la cena, y yo estuve pendiente de su llegada desde las cuatro. Llegó a las siete menos cuarto. Le abrí la verja y ella misma aparcó el coche. Dijo que se encargaría de su equipaje, sólo una cartera y la maleta de ruedas. Una dama muy decidida. Aguardé a que se detuviera frente a la Mansión y vi que se abría la puerta y que la señorita Helena la estaba esperando. Consideré que no tenía que hacer nada más y me fui a casa.

– ¿No entró en la Mansión, tal vez para subirle la maleta a la habitación? -preguntó Dalgliesh.

– No. Si podía arrastrarla desde el coche, me pareció que también podría subirla a la planta de los pacientes. Si no, alguien lo haría por ella. Lo último que le vi hacer fue cruzar la puerta de entrada.

– ¿Entró usted en algún momento en la Mansión después de haberla visto llegar?

– ¿Por qué haría yo eso?

– No lo sé -dijo Dalgliesh-. Estoy preguntándole si lo hizo.

– No. Y ya que estamos hablando de mí, me gusta decir las cosas claras. Sin rodeos. Sé lo que quiere preguntar, de modo que le ahorraré la molestia. Yo sabía dónde dormía ella…, en la planta de los pacientes, ¿dónde si no? Y tengo llaves de la puerta del jardín, pero una vez que hubo cruzado la puerta de entrada no volví a verla, ni viva ni muerta. Yo no la maté y no sé quién lo hizo. Si lo supiera, probablemente se lo diría. No apruebo el asesinato.

– Nadie sospecha de ti, Mog -dijo la señorita Cressett.

– Usted a lo mejor no, señorita Helena, pero otros sí. Sé cómo funciona el mundo. Mejor hablar claro.

– Gracias, señor Mogworthy -dijo Dalgliesh-. Ha hablado usted muy claro y ha sido muy servicial. ¿Cree que hay algo más que deberíamos saber, algo que viera u oyera antes de irse? Por ejemplo, ¿vio usted a alguien cerca de la Mansión, tal vez a un desconocido, alguien que despertara sospechas?