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– Cualquier desconocido cerca de la Mansión después de anochecer es sospechoso para mí -dijo Mog con tono rotundo-. Anoche no vi a nadie. Pero había un coche aparcado en el área de descanso, junto a las piedras. No cuando me fui, sino más tarde.

Al captar la sonrisita de Mog, rápidamente reprimida, de maliciosa satisfacción, Benton sospechó que el ritmo de la revelación era menos ingenuo de lo que parecía. La noticia fue sin duda bien acogida. No hablaba nadie, pero en el silencio Benton detectó un suave siseo, como una inhalación. Era una noticia para todos, como desde luego había pretendido Mogworthy. Benton observaba sus caras mientras se miraban unos a otros. Fue un momento de alivio compartido, disimulado al instante pero inequívoco.

– ¿Recuerda algo del coche? -preguntó Dalgliesh-. ¿La marca, el color?

– Sedán, tirando a oscuro. Podía ser negro o azul. Las luces estaban apagadas. Había una persona en el asiento del conductor pero no sé si alguien más.

– ¿Apuntó la matrícula?

– No. ¿Por qué tendría que ir apuntando las matrículas de los coches? Yo sólo pasaba por ahí, iba en bicicleta a casa desde el chalet de la señora Ada Dentón, donde había tomado mi pescado con patatas del viernes, como de costumbre. Cuando voy en bici tengo los ojos fijos en la carretera, no como otros. Sólo sé que allí había un coche.

– ¿A qué hora?

– Antes de medianoche. Faltan cinco o diez minutos. Hago el cálculo para llegar a casa hacia la medianoche.

– Esto es un dato importante, Mog -dijo Chandler-Powell-. ¿Por qué no lo dijiste antes?

– ¿Por qué? Usted mismo dijo que no debíamos chismorrear sobre la muerte de la señorita Gradwyn sino esperar a que llegara la policía. Bueno, ahora está aquí el jefe y le estoy contando lo que vi.

Antes de que nadie pudiera responder, se abrió la puerta de golpe. Todas las miradas se dirigieron hacia allí. Irrumpió un hombre seguido por el agente Warren, que iba protestando. El aspecto del intruso era tan insólito como espectacular había sido su entrada. Benton vio una cara pálida, atractiva, un tanto andrógina, unos ojos azules centelleantes y un pelo rubio que le cubría la frente como los mechones de un dios esculpido en mármol. Llevaba un largo abrigo negro, que le llegaba casi al suelo, sobre unos vaqueros azul claro, y por un instante a Benton le pareció que iba en bata y pijama. Si la sensacional entrada había estado planeada, difícilmente habría podido escoger un momento más propicio, aunque el histrionismo artificioso parecía improbable. El recién llegado temblaba a causa de emociones mal controladas, pena quizá, pero también ira y miedo. Con aire confuso, su mirada fue saltando de un rostro al siguiente, y antes de que pudiera decir nada, Candace Westhall habló tranquilamente desde su silla junto a la ventana.

– Nuestro primo, Robin Boyton. Está alojado en el chalet de los huéspedes. Robin, te presento al comandante Dalgliesh, del Nuevo Scotland Yard, y a sus colegas, la inspectora Miskin y el sargento Benton-Smith.

Robin no le hizo caso y descargó su arrebato de cólera en Marcus.

– ¡Hijo de puta! ¡Malvado hijo de puta! Mi amiga, mi íntima y querida amiga, está muerta. Asesinada. Y no has tenido siquiera la consideración de decírmelo. Y aquí estáis, quedando bien con la policía, decidiendo entre todos que nada trascienda. No debemos desbaratar el valioso trabajo del señor Chandler-Powell, ¿verdad? Y ella está arriba muerta. ¡Tenías que habérmelo dicho! Alguien tenía que habérmelo dicho. Necesito verla. Quiero decirle adiós.

Y ahora ya lloraba desconsolado, sus lágrimas caían sin freno. Dalgliesh no dijo nada, pero Benton le echó una mirada y advirtió que sus oscuros ojos estaban atentos.

Candace Westhall hizo el gesto de levantarse como para ir a consolar a su primo, pero se dejó caer otra vez en la silla. Fue su hermano quien habló.

– Me temo que esto no podrá ser, Robin. Ya se han llevado el cadáver de la señorita Gradwyn al depósito. Pero sí intenté decírtelo. Llamé al chalet poco antes de las nueve, pero evidentemente aún dormías. Las cortinas estaban corridas y la puerta de entrada cerrada. Creo que en algún momento nos dijiste que conocías a Rhoda Gradwyn, pero no que erais amigos íntimos.

– Señor Boyton -dijo Dalgliesh-, en este momento estoy interrogando sólo a las personas que estaban en la casa desde que la señorita Gradwyn llegó, el jueves, hasta que fue encontrada muerta a las siete y media de esta mañana. Si estaba usted entre ellos, por favor quédese. Si no, yo o uno de mis agentes le atenderemos lo antes posible.

Boyton había conseguido dominar su furia. A través de las bocanadas de aire aspirado, su voz adquirió el tono de la de un niño engreído.

– Claro que no estoy entre ellos. No había entrado hasta ahora. El policía de la puerta no me dejaba.

– Seguía mis órdenes -dijo Dalgliesh.

– Y antes siguió las mías -dijo Chandler-Powell-. La señorita Gradwyn quería una absoluta intimidad. Lamento que se le haya causado esta aflicción, señor Boyton, pero he estado tan ocupado con la policía y la patóloga que he pasado por alto el hecho de que usted estaba alojado en el chalet. ¿Ha almorzado? Dean y Kimberley le prepararán algo de comer.

– Pues claro que no he almorzado. ¿Alguna vez me ha dado usted de comer cuando he estado en el Chalet Rosa? Además, no quiero su puñetera comida. ¡No me trate con condescendencia!

Se irguió, extendió un brazo tembloroso y señaló con el dedo a Chandler-Powell; luego, quizá cayendo en la cuenta de que, vestido como iba, la postura teatral le hacía parecer ridículo, bajó el brazo y, con una expresión de mudo sufrimiento, miró al grupo que le rodeaba.

– Señor Boyton -dijo Dalgliesh-, como usted era amigo de la señorita Gradwyn, lo que tenga que decirnos será de utilidad, pero no ahora.

Las palabras, pronunciadas con calma, eran una orden. Boyton dio media vuelta con los hombros caídos. De pronto se volvió y se dirigió a Chandler-Powell.

– Ella vino aquí a que le quitaran esa cicatriz, para poder empezar una nueva vida. Confió en usted y usted la mató, ¡asesino hijo de puta!

Se marchó sin esperar respuesta. El agente Warren, que había permanecido todo el rato inescrutable, lo siguió fuera y cerró la puerta con firmeza. Hubo cinco segundos de silencio durante los cuales Benton tuvo la sensación de que había cambiado el estado de ánimo general. Por fin alguien había pronunciado esa sonora palabra. Por fin había sido reconocido lo increíble, lo grotesco, lo horripilante.

– ¿Seguimos? -dijo Dalgliesh-. Señorita Cressett, recibió usted a la señorita Gradwyn en la puerta. ¿Qué pasó después?

Durante los siguientes veinte minutos la relación de hechos prosiguió sin contratiempos, y Benton se concentró en sus jeroglíficos. Helena Cressett había dado la bienvenida a la nueva paciente de la Mansión y la había acompañado directamente a la habitación. Como a la mañana siguiente tenía que ser anestesiada, no se le sirvió cena, y la señorita Gradwyn le dijo que quería estar sola. La paciente insistió en arrastrar ella misma la maleta hasta el dormitorio, y estaba sacando los libros cuando la señorita Cressett se fue. El viernes, Helena supo, por supuesto, que la señorita Gradwyn había sido operada y trasladada a primera hora de la mañana desde la sala de recuperación a la suite en el ala de los pacientes. Era el procedimiento habitual. Ella no se ocupaba de la atención a las personas convalecientes, ni tampoco visitó a la señorita Gradwyn en su suite. Cenó en el comedor con la enfermera Holland, la señorita Westhall y la señora Frensham. Se enteró de que Marcus Westhall estaba cenando en Londres con un especialista con quien esperaba trabajar en África. Ella y la señorita Westhall trabajaron juntas en la oficina hasta casi las siete, cuando Dean servía los aperitivos previos a la cena en la biblioteca. Después, ella y la señora Frensham jugaron al ajedrez y conversaron en su sala de estar privada. A medianoche ya se había acostado y durante la noche no oyó nada. El sábado ya se había duchado y vestido cuando apareció el señor ChandlerPowell para comunicarle que Rhoda Gradwyn había muerto.